Miles se acercó y contempló el visor.
El traje estaba vacío.
15
—¡No lo abra! —exclamó Venn, alarmado.
—No pensaba hacerlo —repuso suavemente Miles. Ni por todo el oro del mundo.
Venn se acercó flotando, observó por encima del hombro de Miles y maldijo.
—¡El bastardo ya se había escapado! ¿Pero fue a la Estación o a una nave?
Retrocedió, guardó el aturdidor en un bolsillo de su traje verde, y empezó a manipular el comunicador de su casco. Alertó a Seguridad de la Estación y la milicia cuadri de que se localizara, detuviera y registrara cualquier cosa (nave, cápsula o lanzadera) que hubiera cambiado de zona de atraque en los costados de la Estación en las tres últimas horas.
Miles trató de imaginar la huida. ¿Podría el ba haber llegado en el traje de reparaciones a la Estación antes de que Greenlaw declarara la cuarentena? Sí, tal vez. El margen de tiempo era estrecho, pero resultaba factible. En ese caso, sin embargo, ¿cómo había regresado el traje al escondite en el exterior de la Idris? Tenía más sentido que el ba hubiera sido recogido por una cápsula personal (había bastantes yendo de un lado para otro a todas horas) y hubiera devuelto el traje a su escondite por medio de un rayo tractor, o hubiera sido remolcado por alguien con otro traje de propulsión para ocultarlo.
Pero la Idris, como todas las otras naves de Barrayar y Komarr, estaba vigilada por la milicia cuadrúmana. ¿Tan poco atenta era esa vigilancia exterior? Seguro que no. Sin embargo, una persona, una persona alta, sentada en aquella cabina de control, manipulando los mandos, podía haber sacado el traje por la compuerta y haberlo hecho rodear la cabina, apartándolo de la vista con la suficiente destreza para evitar ser advertido por los milicianos. Luego se había levantado del puesto de control… ¿y?
A Miles le picaban las palmas de las manos, enloquecedoramente por dentro de los guantes, y se las frotó en un inútil intento de conseguir algo de alivio. Habría dado sangre a cambio de poder rascarse la nariz.
—Roic —dijo lentamente—, ¿recuerdas lo que llevaba esto en la mano cuando salió por la compuerta? —Dio un golpecito con el pie al traje de reparaciones.
—Hum… Nada, milord. —Roic se retorció ligeramente y dirigió a Miles una mirada intrigada a través de su visor.
—Eso es lo que pensaba. —«Bien.»
Si Miles no se equivocaba, el ba había descartado el inminente asesinato de Gupta para aprovechar la oportunidad de utilizar a Bel para volver a bordo de la Idris y hacer con su cargamento… ¿qué? ¿Destruirlo? Sin duda el ba no habría tardado tanto tiempo en inocular en los replicadores algún veneno adecuado. Podría incluso haberlo hecho en grupos de veinte, introduciendo el agente contaminante en el sistema de mantenimiento de cada grupo. O, aún más sencillo, si lo único que quería era matar sus cargas, podría haber desconectado todos los sistemas de mantenimiento, un trabajo de apenas minutos. Pero extraer y marcar muestras de células individuales para congelarlas, sí, eso podría haberle llevado toda la noche, y todo el día también. Si el ba lo había arriesgado todo para hacer eso, ¿dejaría entonces la nave sin llevar firmemente en las manos su nevera congeladora?
—El ba ha tenido más de dos horas para llevar a cabo su huida. Sin duda no se entretendría… —murmuró Miles. Pero lo decía sin convicción. Roic, al menos, captó la vacilación de inmediato: su casco se volvió hacia Miles, y frunció el ceño.
Tenían que contar los trajes de presión, y comprobar todas las compuertas para ver si alguno de los monitores vid había sido desconectado manualmente. No, demasiado lento… Aquél era un trabajo de recopilación de pruebas bueno para delegar en alguien de haber tenido en quién, pero Miles estaba dolorosamente escaso de subordinados en aquellos momentos. Y en cualquier caso, ¿qué más daba si descubrían que faltaba otro traje? Perseguir trajes sueltos era algo a lo que ya se estaban dedicando los cuadris de la Estación, por orden de Venn. Pero si no faltaba ningún otro traje.
Y el propio Miles acababa de convertir la Idris en una trampa.
Tragó saliva.
—Estaba a punto de decir que tenemos que contar los trajes, pero tengo una idea mejor. Creo que deberíamos regresar al puente de mando y aislar la nave por secciones desde allí. Recoger todas las armas que haya a nuestra disposición, y llevar a cabo una búsqueda sistemática.
Venn se agitó en su silla flotante.
—¿Qué, cree que ese agente cetagandés podría estar todavía a bordo?
—Milord —dijo Roic con voz extrañamente aguda—, ¿qué les pasa a sus guantes?
Miles se miró las manos. La respiración se le congeló en el pecho. El fino y resistente tejido de los guantes de su traje de bioprotección estaba cayéndose a tiras; bajo el entramado, sus palmas se veían rojas. El picor pareció redoblarse.
—¡Mierda! —Dejó escapar el aire contenido con una mueca feroz.
Venn se acercó, advirtió el daño con unos ojos como platos, y retrocedió.
Miles alzó las manos y las separó.
—Venn. Vaya a recoger a Greenlaw y Leutwyn y llévelos al puente. Pónganse a salvo ustedes y pongan a salvo la enfermería, por ese orden. Roic. Adelántate hasta la enfermería. Ve abriéndome las puertas.
Sofocó un innecesario grito de «¡Corre!»; Roic, con un jadeo audible por el comunicador del traje, ya se había puesto en marcha.
Recorrió la nave medio a oscuras siguiendo las largas zancadas de Roic, sin tocar nada, esperando que cada latido de su corazón se quebrara dentro de él. ¿Dónde había pillado esta contaminación infernal? ¿Había alguien más afectado? ¿Todos los demás?
No. Tenían que haber sido los mandos de control del traje de energía. Los había notado resbaladizos bajo las manos. Los había aferrado con fuerza, concentrado en la tarea de traer el traje a bordo. Había mordido el anzuelo… Ahora, más que nunca, estaba seguro de que el ba había sacado por la compuerta un traje vacío. Y luego había preparado una trampa para cualquier listillo que lo descubriera demasiado pronto.
Atravesó la puerta de la enfermería, dejó atrás a Roic, quien se hizo a un lado, y se fue derecho a la puerta interna iluminada de azul, al pabellón biosellado. Un tecnomed con traje aislante dio un respingo, sorprendido. Miles llamó por el canal trece y gimió:
—Que alguien, por favor…
Entonces se detuvo. Iba a gritar «¡Que alguien me abra el agua!» y a meter las manos bajo el chorro del grifo, ¿pero adónde iba entonces el agua?
—Ayuda —terminó por decir con voz débil.
—¿Qué ocurre, milord Audi…? —empezó a decir el cirujano jefe saliendo del cuarto de baño; entonces vio las manos de Miles—. ¿Qué ha pasado?
—Creo que he caído en una trampa. En cuanto tenga un técnico libre, que el soldado Roic lo lleve a ingeniería y recoja una muestra del controlador remoto de los trajes de reparaciones. Parece que ha sido pintado con un poderoso corrosivo o una enzima y… y no sé qué más.
—Frotador sónico —ordenó el capitán Clogston al técnico que controlaba la improvisada mesa de laboratorio.
El hombre corrió a rebuscar entre los suministros. Volvió, conectando ya el aparato: Miles tendió las dos manos, que le ardían. La máquina rugió mientras el técnico dirigía el rayo de vibración por las zonas afectadas, su poderoso aspirador sorbiendo los detritos sueltos, macroscópicos y microscópicos, y acumulándolos en la bolsa de recolección sellada. El cirujano se acercó con un escalpelo y pinzas, para cortar y quitar los restos de los guantes, que también fueron guardados en el receptáculo.