—No se me ocurriría —prometió Miles.
Roic partió al galope. Miles reajustó su torpe presa sobre el aturdidor, se aseguró de ponerlo a máxima potencia y se apostó en el lugar, protegido parcialmente por la puerta. Vio cómo su guardaespaldas avanzaba por el corredor central. Frunció el ceño.
«No entiendo esto.»
Algo no encajaba, y si podía disponer de diez minutos seguidos sin que se produjera ninguna nueva crisis táctica letal, tal vez se le ocurriera… Trató de no pensar en el picor de sus palmas y en qué aquel ingenioso ataque a traición microbiano podría estar haciendo ahora por todo su cuerpo, tal vez incluso camino de su cerebro.
Un sirviente imperial ba corriente tendría que haber muerto antes de abandonar un cargamento como aquellos replicadores llenos de haut. Y aunque éste hubiera sido entrenado como una especie de agente especial, ¿por qué perder un tiempo tan vital tomando muestras de los fetos que iba a abandonar o incluso destruir? Todos los niños haut jamás creados tenían su ADN archivado en los bancos genéticos centrales del Nido Estelar. Sin duda podrían crear más. ¿Qué hacía que esta hornada fuera tan insustituible?
Sus pensamientos se desviaron cuando imaginó a los pequeños parásitos artificiales multiplicándose frenéticamente por su corriente sanguínea, blip-blip-blip-blip. «Cálmate, maldición.» No sabía con certeza que hubiera sido inoculado con el mismo mal que Bel. Sí, podría ser algo aún peor. Sin embargo, cualquier neurotoxina de diseño cetagandesa (o incluso un veneno ordinario) actuaba mucho más rápido. «Aunque si es una droga que vuelve paranoica a la víctima está actuando con mucha eficacia.» ¿Era limitado el repertorio de pociones infernales del ba? Si tenía algunas, ¿por qué no muchas? Fueran cuales fuesen los estimulantes o hipnóticos que había usado en Bel no tenían por qué ser nada fuera de lo común, según las normas de las operaciones encubiertas. ¿Cuántos otros biotruquitos tenía guardados en la manga? ¿Iba Miles a demostrar personalmente cuál era el siguiente?
«¿Voy a vivir lo suficiente para despedirme de Ekaterin?» Un beso de despedida quedaba descartado, a menos que apretaran los labios en lados opuestos de un cristal realmente grueso. Tenía tantas cosas que decirle…; era imposible saber por dónde empezar. Aún más imposible expresarlo por un enlace de comunicaciones público. «Cuida de los niños. Bésalos por mí cada noche al acostarlos y diles que los amé aunque nunca llegué a verlos. No estarás sola…, mis padres te ayudarán. Diles a mis padres… diles…»
¿Estaba haciendo efecto ya aquella maldita cosa, o el pánico y las lágrimas que se le atragantaban eran completamente autoinducidas? Un enemigo que te atacaba de dentro afuera… Podías intentar volverte de dentro afuera para combatirlo, pero no tendrías éxito. ¡Sucia arma! «Con canal abierto o no, voy a llamarla…»
En cambio, la voz de Venn resonó en su oído.
—Lord Vorkosigan, pase al Canal Doce. Su almirante Vorpatril quiere hablar con usted. Urgentemente.
Miles siseó entre dientes y pulsó el comunicador de su casco.
—Aquí Vorkosigan.
—¡Vorkosigan, idiota…! —La sintaxis del almirante se había despojado de unos cuantos grados honoríficos en la última hora—. ¿Qué demonios está pasando ahí? ¿Por qué no responde a su comunicador de muñeca?
—Está dentro de mi traje bioprotector y es inaccesible ahora mismo. Me temo que voy a tener que quitarme el traje rápidamente. Tenga en cuenta que este enlace es un canal de acceso abierto y no es seguro, señor.
Maldición, ¿de dónde había salido aquel señor? Costumbre, la pura fuerza de la costumbre.
—Puede pedirle un breve informe al capitán Clogston en su enlace militar por tensorrayo, pero que sea breve. Ahora mismo es un hombre muy ocupado y no quiero que le distraigan.
Vorpatril maldijo (si fue en general o al Auditor Imperial fue algo que quedó ambiguo) y cortó la comunicación.
Por toda la nave llegó el sonido que Miles había estado esperando: los distantes chasquidos y chirridos de las compuertas cerrándose, sellando la nave en secciones estancas. ¡Los cuadris habían llegado al puente, bien! Excepto que Roic no había regresado todavía. El hombre de armas tendría que ponerse en contacto con Venn y Greenlaw y hacer abrir y volver a sellar aquel pasillo para…
—Vorkosigan. —La voz de Venn sonó de nuevo en su oído, forzada—. ¿Es usted?
—¿Soy yo qué?
—El que está sellando los compartimentos.
—No. —Miles trató, y falló, de reducir su voz a un tono menos agudo—. ¿No están ustedes en el puente de mando?
—No, nos desviamos hasta la Cabina Número Dos para recoger nuestro equipo. Estábamos a punto de salir.
La esperanza ardió en el nervioso corazón de Miles.
—Roic —llamó urgentemente—. ¿Dónde estás?
—En el puente no, milord —contestó la voz de Roic.
—Pero si nosotros estamos aquí y él está allí, ¿quién está haciendo esto? —se oyó decir a la triste voz de Leutwyn.
—¿Y usted quién cree? —replicó Greenlaw. Su voz sonó angustiada—. Cinco personas, y a ninguna se le ocurre cerrar la puerta al salir, ¡maldición!
Un pequeño gruñido, como el de un hombre alcanzado por una flecha o que advertía algo, sonó en el oído de Miles: Roic.
—Quien domine el puente tiene acceso a todos los canales de comunicación de la nave, o lo tendrá, dentro de poco —dijo apresuradamente Miles—. Vamos a tener que desconectar.
Los cuadris tenían enlaces independientes con la Estación y con Vorpatril a través de sus trajes; igual que los médicos. Miles y Roic serían los únicos arrojados al limbo de las comunicaciones.
Entonces, bruscamente, el sonido de su casco se apagó. «Ah. Parece que el ba ha encontrado los controles de comunicación…»
Miles saltó al panel de control ambiental de la enfermería, lo abrió y pulsó todos los anuladores manuales. Con aquella puerta exterior cerrada, podrían mantener la presión de aire, aunque la circulación quedaría bloqueada. Los médicos, con sus trajes, no resultarían afectados: Miles y Bel sí que correrían riesgo. Miró con antipatía el armario de unicápsulas. El pabellón biosellado estaba ya funcionando con circulación interna, gracias a Dios, y así continuaría… mientras hubiera energía. ¿Pero cómo podrían mantener frío a Bel si tenían que trasladarlo a una cápsula?
Miles corrió al pabellón. Se acercó a Clogston y gritó a través del visor:
—Acabamos de perder nuestros canales de comunicación con la nave. Usen sólo los canales militares por tensorrayo.
—Lo he oído —gritó Clogston a su vez.
—¿Cómo va con ese filtro enfriador?
—La parte enfriadora está terminada. Todavía trabajamos en el filtro. Ojalá hubiera traído más gente, aunque aquí apenas hay espacio para nadie más.
—Casi lo tengo, creo —llamó el técnico que trabajaba encorvado sobre la mesa—. Compruébelo, ¿quiere, señor? —Indicó uno de los analizadores, un grupo de luces en una pantalla que ahora llamaba su atención.
Clogston sorteó a Miles y se inclinó ante la máquina en cuestión. Tras un instante, murmuró:
—Oh, muy inteligente.
A Miles, que estaba lo suficientemente cerca como para oírlo, no le pareció algo tranquilizador.
—¿Qué es inteligente?
Clogston señaló el indicador de su analizador, que ahora mostraba incomprensibles cadenas de letras y números en animados colores.
—No comprendía cómo los parásitos podían sobrevivir en una matriz de esa enzima que se comió sus guantes biocontenedores. Pero estaban microenclaustrados.
—¿Qué?
—El clásico truco para descargar drogas a través de un entorno hostil, como el estómago, o tal vez el torrente sanguíneo, a la zona blanco. Sólo que esta vez lo usaron para descargar una enfermedad. Cuando lo microenclaustrado pasa del entorno no amistoso a la zona amistosa, químicamente hablando, se abre y libera su carga. No hay pérdida, ni desperdicio.