—Ja —murmuró Vorpatril—. Tal vez esto haga que Watts cambie de opinión. —Bajó la voz, como si se apartara de su receptor de radio, o se hubiera colocado la mano delante—: ¿Qué, teniente? —Luego murmuró—: Discúlpeme.
Miles no estaba seguro de a quién se dirigía.
Así que ahora sólo quedaban barrayareses a bordo. Y Bel… que estaba en nómina de SegImp, y por tanto era barrayarés honorario a todos los efectos. Miles sonrió un instante a pesar de todo, mientras consideraba la probable respuesta escandalizada de Bel a semejante sugerencia. El mejor momento para introducir un grupo de asalto sería antes de que la nave empezara a moverse, en vez de intentar capturarla en mitad del espacio. En algún momento, Vorpatril iba probablemente a tener que dejar de pedir permiso a los cuadris para mandar a sus hombres. En algún momento, Miles estaría de acuerdo.
Miles devolvió su atención al problema de espiar el puente de mando. Si el ba había destruido el monitor de la misma manera que lo habían hecho los cuadris al escapar, o simplemente había colocado la chaqueta encima del receptor vid, mala suerte… ¡Ah! Por fin. Una imagen del puente se formó sobre su placa vid. Pero ahora no tenía sonido. Miles apretó los dientes y se inclinó hacia delante.
El receptor vid estaba, al parecer, situado sobre la puerta, y proporcionaba una buena panorámica de la media docena de asientos vacíos y sus oscuras consolas. El ba estaba allí, todavía vestido con el atuendo betano de su alias descartado, chaqueta y sarong y sandalias. Aunque cerca había un traje de presión (uno solo) sacado de los suministros de la Idris, colocado sobre el respaldo de uno de los asientos. Corbeau, todavía vulnerablemente desnudo, estaba sentado en el asiento del piloto, y aún no se había colocado el casco. El ba alzó una mano, dijo algo: Corbeau frunció el ceño y dio un respingo mientras el ba apretaba una hipospray contra el antebrazo del piloto, y se retiraba con un destello de satisfacción en el rostro tenso.
¿Drogas? Seguramente ni siquiera el ba era lo bastante loco para drogar a un piloto de salto en cuyas funciones neurales iba a apostar su vida dentro de poco. ¿La inoculación de alguna enfermedad? Planteaba el mismo problema, aunque una latente podría servirle… «Coopera, y más tarde te daré el antídoto.» O un puro farol, una dosis de agua, tal vez. El hipospray resultaba un método de administración de drogas demasiado burdo para los cetagandeses; a Miles se le antojó que era un farol, aunque tal vez a Corbeau no se lo pareciera. Uno no tenía más remedio que entregar el control de una nave al piloto cuando éste se colocaba el casco y enchufaba la nave a su mente, por eso resultaba difícil amenazar eficazmente a los pilotos.
Al ofrecerse voluntario como medio para librarse de la celda cuadri y del resto de sus problemas, Corbeau habría acabado con el temor paranoico de Vorpatril acerca de su probable traición. ¿O no? Si no había acuerdos anteriores o secretos, el ba no se fiaría simplemente cuando pensaba que podía tener la garantía.
En su comunicador de muñeca, ahogado, como procedente de muy lejos, Miles oyó un súbito y sorprendente grito del almirante Vorpatril.
—¿Qué? Eso es imposible. ¿Se han vuelto locos? Ahora no…
Al cabo de unos instantes sin saber nada más, Miles se decidió a preguntar.
—¿Hum, Ekaterin? ¿Sigues ahí?
—Sí.
—¿Qué está pasando?
—El almirante Vorpatril ha sido requerido por su oficial de comunicaciones. Una especie de mensaje prioritario del Cuartel General del Sector Cinco. Parece algo muy urgente.
En la imagen vid que tenía delante, Miles vio cómo Corbeau empezaba a hacer las comprobaciones previas, pasando de un puesto de control a otro bajo los duros y vigilantes ojos del ba. Corbeau se aseguró de moverse con exagerado cuidado: al parecer, por el movimiento de sus labios bastante tensos, explicando cada movimiento antes de tocar ninguna consola. Y lentamente, advirtió Miles. Más lentamente de lo necesario, aunque no lo bastante para que resultara obvio.
La voz de Vorpatril, o más bien la pesada respiración de Vorpatril, regresó por fin. El almirante parecía haberse quedado sin insultos. A Miles eso le pareció muchísimo más preocupante que sus anteriores diatribas cuartelarias.
—Milord —vaciló Vorpatril. Su voz se convirtió en una especie de gruñido de desconcierto—. Acabo de recibir órdenes de Prioridad Uno del Cuartel General del Sector Cinco para que reúna mis naves, abandone la flota komarresa y me dirija a un encuentro en Marilac a la máxima velocidad posible.
«No con mi esposa, ni hablar», fue lo primero que pensó Miles.
Luego parpadeó, petrificado en su asiento.
La otra función de las escoltas militares que Barrayar encomendaba a las flotas comerciales de Komarr era mantener, tranquilamente y sin llamar la atención, una fuerza armada dispersa por todo el Nexo. Una fuerza que podía, en caso de una emergencia verdaderamente importante, reunirse rápidamente para constituir una amenaza militar convincente en puntos estratégicos. En una situación así, podía ser demasiado lento, o incluso diplomática o militarmente imposible, sacar ninguna fuerza de los mundos nativos a través de los agujeros de salto y llevarlos a los lugares en que Barrayar tuviera que actuar. Pero las flotas comerciales ya estaban allí.
El planeta Marilac era un aliado barrayarés situado, desde el punto de vista de Barrayar, en la retaguardia del Imperio cetagandés, en la compleja red de rutas de salto que unían el Nexo. Un segundo frente, con Rho Ceta, la vecina inmediata, amenazando Komarr, pasaba a ser considerado el primero. Desde luego, los cetagandeses tenían líneas de comunicación y logística más cortas entre los dos puntos de contacto. Pero la pinza estratégica todavía dependía de una simple llamada, sobre todo con la adición potencial de las fuerzas marilacanas. Los barrayareses sólo tenían que recurrir a Marilac para amenazar a Cetaganda.
Sólo que, cuando Miles y Ekaterin habían dejado Barrayar en su retrasado viaje de luna de miel, las relaciones entre los dos imperios eran tan (bueno, cordiales no era quizás el término adecuado) poco tensas como siempre. ¿Qué demonios podía haber cambiado, tan profunda y rápidamente?
«Algo ha agitado a los cetagandeses cerca de Rho Ceta», había dicho Gregor.
A unos cuantos saltos de Rho Ceta, Guppy y sus amigos contrabandistas habían sacado un extraño cargamento vivo de una nave gubernamental cetagandesa, uno con montones de símbolos curiosos. ¿El diseño de un pájaro aullando, tal vez? Además de una, sólo una, persona… ¿Un superviviente? Después, la nave se había marchado, siguiendo un peligroso curso hacia los soles del sistema. ¿Y si su trayectoria no pretendía trazar un giro? ¿Y si hubiera sido una zambullida directa, sin retorno?
—Hijo de puta —jadeó Miles.
—¿Milord? —preguntó Vorpatril—. Si…
—Silencio —replicó Miles.
El silencio del almirante fue sorprendido, pero se mantuvo.
Una vez al año, los cargamentos más preciosos de la raza haut salían del Nido Estelar, en el mundo capital de Eta Ceta. Ocho naves con destino a cada uno de los planetas del Imperio tan curiosamente gobernado por los haut. Cada una transportaba la colección de embriones haut del año, los resultados comprobados y genéticamente modificados de todos los contratos de concepción tan cuidadosamente negociados, el año anterior, entre los miembros de las grandes constelaciones, los clanes, las cuidadosamente cultivadas líneas genéticas de la raza haut. Cada carga de un millar aproximado de vidas por nacer iba conducida por una de los ocho damas haut más importantes del Imperio, las Consortes Planetarias, que eran el comité guía del Nido Estelar. Todo lo más privado, lo más secreto, lo que nunca se discutía con extraños.
¿Cómo era posible que un agente ba no pudiera volver por más copias si perdía en tránsito una carga semejante de futuras vidas haut?