Al cabo de diez minutos, cinco, los médicos podrían jugar con él. Miles se levantó del asiento de control (tuvo que usar ambas manos) y siguió a Roic al pasillo.
Delante, en medio de la oscuridad, las primeras puertas estancas del pasillo se abrieron despacio para revelar el pasillo transversal que conducía a las otras cabinas situadas más allá. Al otro lado, la siguiente puerta empezó a deslizarse.
Roic empezó a correr. Sus pasos eran inevitablemente pesados. Miles medio trotó detrás. Intentó pensar cuándo había usado por última vez su estimulador de ataques, cuánto riesgo corría ahora de desplomarse con un ataque por la combinación de mala química cerebral y terror. Un riesgo altísimo, decidió. No había armas automáticas para él en ese viaje. No había arma ninguna, más que su inteligencia. Parecía un arsenal algo pobre, en aquel momento.
El segundo par de puertas se abrió para ellos. Luego la tercera. Miles rezó para que no estuvieran metiéndose de cabeza en otra trampa. Pero no creía que el ba tuviera ninguna forma de controlar, ni de imaginar siquiera, aquella secreta línea de comunicación. Roic hizo una pausa, colocándose tras el borde de la última puerta, y se asomó. La puerta que conducía al puente estaba cerrada. Asintió brevemente y continuó hacia delante, con Miles convertido en su sombra. A medida que se acercaban, Miles vio que el panel de control, a la izquierda de la puerta, había sido seccionado por una herramienta cortante, prima hermana, sin duda, de la que Roic usaba. El ba había ido de compras a ingeniería también. Miles señaló; la cara de Roic se iluminó, y una comisura de su boca se levantó. Parecía que alguien se había acordado de cerrar la puerta tras ellos cuando salieron por última vez, después de todo.
Roic se señaló a sí mismo, a la puerta; Miles negó con la cabeza y le indicó que se acercara. Sus cascos se tocaron.
—Yo primero. Tengo que hacerme con esa caja antes de que el ba reaccione. Además, te necesito para que tires de la puerta.
Roic miró alrededor, tomó aire, y asintió.
Miles le indicó que se acercara para que sus cascos se tocaran una vez más.
—Y… ¿Roic? Me alegro de no haber traído a Jankowski.
Roic sonrió. Miles se apartó.
«Ahora.» Las dilaciones no favorecían a nadie.
Roic se inclinó, apoyó las manos enguantadas sobre la puerta, empujó. Los servos de su traje gimieron con fuerza. La puerta se apartó entre crujidos reticentes.
Miles pasó. No miró atrás, ni arriba. Su mundo se había reducido a una meta, a un objeto.
La caja congeladora… allí, todavía en el suelo, junto a la silla de control del oficial de comunicaciones ausente. Saltó, la agarró, la alzó, se la llevó al pecho como si fuera un escudo, como si fuera la esperanza de su corazón.
El ba se estaba volviendo, gritando, los labios contraídos, los ojos espantados, la mano hurgando en el bolsillo. Los dedos enguantados de Miles buscaron los cierres. Si está cerrada, tírale la caja al ba. Si no está cerrada…
La caja se abrió. Miles la sacudió con fuerza, la giró.
Una cascada plateada, la mayor parte de un millar de diminutas agujas de muestras de tejidos crioalmacenados, salió de la caja y se desparramó por toda la cubierta. Algunas se rompieron al chocar, produciendo diminutos sonidos cristalinos como insectos moribundos. Algunas giraron. Algunas resbalaron y desaparecieron tras los asientos y en los huecos.
Miles sonrió ferozmente.
El grito se convirtió en un chillido; las manos del ba se dispararon hacia Miles, como suplicando, como negando, desesperadas. El cetagandés se abalanzaba hacia él, el rostro gris distorsionado por la sorpresa y la incredulidad.
Las manos enguantadas de Roic se cerraron sobre las muñecas del ba y lo detuvieron. Los huesos crujieron y se quebraron; manó sangre entre los dedos. El cuerpo del ba se convulsionó mientras lo levantaban en vilo. El chillido se convirtió en un extraño alarido. Sus pies patalearon inútilmente contra la gruesa coraza de las espinilleras del traje de Roic; las uñas se rompieron y sangraron, sin efecto. Roic aguantó firmemente, con las manos alzadas y separadas, sosteniendo al ba indefenso en el aire.
Miles dejó caer la caja congeladora, que golpeó la cubierta. Con un susurro, anunció por su enlace comunicador:
—Hemos capturado al ba. Envíen tropas de refuerzo. Con trajes bioprotectores. Ya no necesitarán sus armas. Me temo que la nave es un verdadero caos.
Le temblaban las rodillas. Se desplomó en la cubierta, riendo incontrolablemente.
Corbeau se levantaba del asiento del piloto. Miles le indicó que se apartara con un gesto urgente.
—¡A un lado, Dmitri! Voy a…
Abrió el visor justo a tiempo. Casi. Los vómitos y espasmos que sacudieron su estómago fueron esta vez mucho peores. «Se acabó. ¿Puedo por favor morirme ya?»
Pero no se había acabado, no del todo. Greenlaw había jugado por cincuenta mil vidas. Ahora le tocaba el turno a Miles de jugar por cincuenta millones.
17
Miles llegó a la enfermería de la Idris con los pies por delante. Lo llevaron dos hombres de la fuerza de asalto de Vorpatril, que se había convertido rápidamente casi en un equipo de primeros auxilios y, como tal, había obtenido permiso de los cuadris. Sus porteadores casi se cayeron por el agujero que Roic había dejado en el suelo. Miles recuperó el control de sus movimientos lo suficiente para levantarse por su propio pie y apoyarse contra la pared del pabellón bioaislado. Roic los seguía, sosteniendo con cuidado una bolsa bioprotectora con el detonador remoto del ba. Corbeau, el rostro envarado y pálido, cubría la retaguardia vestido con una túnica médica suelta y unos pantalones que le quedaban grandes, escoltado por un tecnomed que llevaba el hipospray del ba en otra bolsa bioprotectora.
El capitán Clogston atravesó las zumbantes barreras azules y contempló la nueva riada de pacientes y ayudantes.
—Bien —anunció, mirando el agujero en la cubierta—. Esta nave está tan sucia ya, que voy a declararla Zona de Biocontaminación de Nivel Tres. Así que bien podemos esparcirnos y ponernos cómodos, muchachos.
Los técnicos formaron una cadena humana para pasar rápidamente el equipo analizador a la cámara exterior. Miles aprovechó la oportunidad para tener unas palabras breves y urgentes con los dos hombres con insignias médicas en los trajes que permanecían apartados del resto: los oficiales de interrogatorios militares de la Príncipe Xav. De hecho no iban disfrazados; eran simplemente discretos. Y Miles tenía que reconocer que habían recibido formación médica.
Declararon el segundo pabellón celda temporal para el prisionero, el ba, que seguía a la procesión atado a una plataforma flotante. Miles frunció el ceño cuando la plataforma pasó a su lado, guiada por un atento y musculoso sargento. El ba estaba amarrado bien fuerte, pero su cabeza y sus ojos se movían de manera extraña, y sus labios salpicados de saliva se agitaban.
Más que ninguna otra cosa, era esencial mantener al ba en poder de Barrayar. Encontrar dónde había ocultado el ba su sucia biobomba era la primera prioridad. La raza haut tenía cierta inmunidad genética a las más comunes drogas de interrogación y sus derivados: si la pentarrápida no funcionaba con aquel tipo, los cuadris tendrían muy poco que hacer que contara además con el permiso del magistrado Leutwyn. En aquella emergencia, las normas militares parecían más apropiadas que las civiles. «En otras palabras, si nos dejan tranquilos, le arrancaremos al ba las uñas por ellos.»
Miles agarró a Clogston por el codo.
—¿Cómo está Bel Thorne?
El cirujano de la flota negó con la cabeza.
—No está bien, milord Auditor. Al principio pensamos que estaba mejorando, cuando los filtros empezaron a funcionar… pareció que recuperaba la conciencia. Pero luego se puso inquieto. Empezó a gemir y a intentar hablar. Creo que se le ha ido la cabeza. No para de llamar al almirante Vorpatril.