Se abrió una enorme compuerta y una rampa se extendió sola, iluminada desde abajo por un brillo pálido y difuso. Lo primero en descender fue una burbuja de dama haut: su campo de fuerza no era opaco, como los otros, sino transparente como una gasa. Dentro, se podía ver que su silla flotante estaba vacía.
—¿Dónde está Pel? —le murmuró Miles a Ekaterin—. Creía que esto era su… criatura.
—Es para la Consorte de Rho Ceta que se perdió con la nave secuestrada —susurró ella—. La haut Pel será la siguiente, cuando conduzca a los niños en lugar de la consorte muerta.
Miles había conocido a la mujer asesinada, brevemente, hacía una década. Para su pesar, apenas podía recordar más que una nube de cabello marrón chocolate que la rodeaba, una belleza sorprendente camuflada en un grupo de otras mujeres haut de igual esplendor, y una furiosa dedicación a su deber. Pero la silla flotante pareció de pronto aún más vacía.
Otra burbuja la siguió, y otra más, y ghem-mujeres y servidores ba. La segunda burbuja se acercó al grupo del gobernador haut, se volvió transparente y luego se apagó. Pel, con su túnica blanca, estaba sentada regiamente en su silla flotante.
—Ghem-general Benin, ya que está usted al mando, por favor comunique el agradecimiento del Emperador, el haut Fletchir Giaja, a estos extranjeros que nos han devuelto las esperanzas de nuestras Constelaciones.
Hablaba en tono normal, y Miles no llegó a ver los registradores de voz, pero un leve eco desde el anfiteatro le dijo que sus palabras estaban siendo transmitidas a toda la asamblea.
Benin llamó a Bel. Con palabras de ceremonia, presentó un alto honor cetagandés al betano: un papel envuelto en un lazo, escrito por la Propia Mano del Emperador, con el extraño nombre de Orden de la Casa Celestial.
Miles conocía a ghem-lores cetagandeses que habrían cambiado a sus propias madres por pertenecer a la lista de Órdenes del año, excepto que no era nada fácil tener los méritos necesarios. Bel hizo descender su flotador para que Benin le colocara el rollo en las manos, y aunque sus ojos brillaban de ironía, murmuró su agradecimiento al lejano Fletchir Giaja, y por una vez mantuvo su sentido del humor bajo control. Probablemente algo tuvo que ver que el herm estuviera tan agotado que apenas podía mantener la cabeza erguida, una circunstancia que Miles nunca habría creído tener que agradecer.
Miles parpadeó, y contuvo una amplia sonrisa cuando el ghem-general Benin llamó a continuación a Ekaterin y le otorgó un honor semejante. El obvio placer de Ekaterin tampoco carecía de gracia, pero contestó con elegantes palabras de agradecimiento.
—Milord Vorkosigan —dijo Benin.
Miles dio un paso adelante, un poco aprensivo.
—Mi Amo Imperial, el Emperador, el haut Fletchir Giaja, me recuerda que la verdadera delicadeza de dar regalos tiene en cuenta los gustos del receptor. Por tanto me encarga sólo que le comunique su agradecimiento personal, por su propio Aliento y Voz.
Primer premio, la Orden Cetagandesa de Mérito, y qué embarazosa habría sido esa medalla, hacía una década. Segundo premio, ¿dos Órdenes Cetagandesas de Mérito? Evidentemente no. Miles dejó escapar un suspiro de alivio, sólo ligeramente teñido de pesar.
—Dígale a su Amo Imperial de mi parte que ha sido un placer.
—Mi Ama Imperial, la Emperatriz, la haut Rian Degtiar, Primera Dama del Nido Estelar, también me encargó que le comunicara su propio agradecimiento, por su propio Aliento y Voz.
Miles hizo una reverencia aún mayor.
—Estoy a su servicio.
Benin dio un paso atrás; la haut Pel avanzó.
—En efecto. Lord Miles Naismith Vorkosigan de Barrayar, el Nido Estelar lo convoca.
Lo habían advertido sobre aquello, y lo había hablado con Ekaterin. Como asunto práctico, no tenía sentido rechazar el honor: el Nido Estelar debía de tener un kilo de su carne archivada en privado ya, recogida no sólo durante su tratamiento allí, sino de su memorable visita a Eta Ceta todos aquellos años atrás. Así que con sólo un leve encogimiento de estómago dio un paso al frente, y permitió que un servidor ba le subiera la manga y presentara a la haut Pel la bandeja con la brillante aguja.
Los largos dedos blancos de Pel hundieron la aguja en el antebrazo de Miles. La aguja era tan fina que apenas la sintió: cuando la retiró, una gota ínfima de sangre se formó en su piel. El servidor la limpió. Pel depositó la aguja en su propia caja congeladora, la alzó un momento para mostrarla públicamente, la cerró y la guardó en el brazo de su silla flotante. El leve murmullo de la multitud del anfiteatro no pareció escandalizado, aunque hubo, tal vez, un atisbo de sorpresa. El más alto honor que ningún cetagandés podía alcanzar, más alto aún que la concesión de una esposa haut, era que su genoma fuera llevado formalmente al banco del Nido Estelar: para desentrañarlo, examinarlo y probablemente insertar de manera selectiva las partes aprobadas en la siguiente generación de la raza haut.
Miles, mientras se bajaba la manga, le murmuró a Peclass="underline"
—Probablemente sea cosa de la alimentación, no de la naturaleza, ya sabe.
Los exquisitos labios de ella resistieron una sonrisa para formar la silenciosa sílaba, «Chis».
La chispa de oscuro humor en sus ojos se oscureció de nuevo cuando reactivó su escudo de fuerza. El cielo al este, al otro lado del lago y más allá de la cordillera, palidecía. Jirones de bruma se formaban sobre las aguas del lago, cuya suave superficie se volvía de un gris acerado al reflejar la luz que precede el amanecer.
Un silencio aún más profundo cayó sobre los haut reunidos mientras de la lanzadera salían flotando bastidor tras bastidor de replicadores, guiados por las ghem-mujeres y los servidores ba. Constelación tras constelación, los ba fueron llamados por la consorte en funciones, Pel, para recibir sus replicadores. El gobernador de Rho Ceta dejó al grupito de dignatarios/héroes de visita para unirse a su clan, y Miles advirtió que su humilde reverencia de antes no había sido ninguna ironía, después de todo.
Los hombres y mujeres cuyos hijos eran entregados aquí podían tal vez no haberse tocado o visto unos a otros hasta este amanecer, pero cada grupo de hombres aceptaba de las manos del Nido Estelar los niños que se les entregaban. Dirigieron flotando los bastidores hasta las burbujas blancas que transportaban a sus compañeras genéticas. A medida que cada constelación se reagrupaba alrededor de sus replicadores, las pantallas de fuerza pasaban de un sombrío blanco de luto a colores brillantes, un arco iris luminoso. Las burbujas irisadas salieron del anfiteatro, escoltadas por sus compañeros varones, mientras el horizonte montañoso al otro lado del lago se recortaba contra el fuego del amanecer, y en el cielo las estrellas se difuminaban en el azul.
Cuando los hauts llegaran a sus enclaves, dispersos por todo el planeta, los niños serían entregados de nuevo a sus amas de cría y asistentes ghem para extraerlos de los replicadores. Y pasarían a los nidos nutrientes de sus diversas constelaciones. Padre e hijo podrían no volver a verse. Sin embargo, esta ceremonia parecía algo más que un mero protocolo haut. ¿No se nos pide a todos que entreguemos a nuestros hijos al mundo, en el fondo? Los Vor lo hacían, en sus ideales al menos. «Barrayar devora a sus hijos», había dicho su madre una vez, según su padre, mirando a Miles.
«Bueno —pensó Miles, cansado—. ¿Somos héroes aquí hoy, o los más grandes traidores de la historia?» ¿En qué se convertirían con el tiempo aquellos diminutos haut? ¿En grandes hombres y mujeres? ¿En enemigos terribles? ¿Había salvado, sin saberlo, a alguna futura némesis de Barrayar, enemigo y destructor de sus propios hijos aún por nacer?
Y si algún cruel dios le hubiera vaticinado tan oscura precognición o profecía, ¿podría haber actuado de forma diferente?