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No me hablan a mí mientras se acercan al fuego. Él todo verde, cubierto de ramas y hojas que salen de sus orejas pero no logran esconder el bosque de vello animal renacido en todo su cuerpo tan esmeradamente rasurado. Ella con su hábito de virgen, el mismo con que la vimos pasar bajo el balcón de mi madre el 12 de diciembre, pero ahora con un rótulo penitenciario colgándole entre los pechos con la leyenda

SOY LA MUJER ANÓMALA

Los dos se acercan a las llamas hablando con voces muy serenas que llegan claramente a mi persona inmovilizada en el pasillo por la cercanía del leopardo guardián.

Florencio: -Viene el solsticio de invierno. El sol se pone temprano.

La Lupe: -¿Dónde estás, Florencio Corona?

Florencio: -A Florencio Corona lo quemaron vivo en el gran Auto de Fe de la Ciudad de México.

La Lupe: -El 11 de abril de 1649.

Florencio: -Lo llevaron amordazado a la hoguera para no escuchar sus blasfemias.

La Lupe: -Lo llevaron en una canasta para que sus pies impuros no tocaran la tierra de la Ciudad de México.

Florencio: -Vinieron carruajes. Llegaron gentes de mil kilómetros a la redonda. Hubo trompetas y tambores.

La Lupe: -A ver la muerte en la hoguera de Florencio Corona, víctima de la Santa Inquisición.

Florencio: -¿Éramos herejes? ¿Éramos culpables?

La Lupe: -No. Éramos judíos. Nos acusaron y nos condenaron para expropiarnos nuestros bienes. Fuimos víctimas de la codicia eclesiástica.

Florencio: -Esta casa. Esta vieja casa.

La Lupe: -Nuestra casa del Tepeyac, vecina al altar de la Virgen

Florencio: -La mujer anómala. Tú. Quemada hace tres siglos.

La Lupe: -Judíos conversos. Nos acusaron para confiscarnos.

Florencio: -Bastaba acusar para no regresar a la casa.

La Lupe: -Ahora sí. Hemos regresado. El fuego nos purificará una vez más.

Y los dos entraron, tomados de las manos, a las llamas.

4

Ellos han tomado la casa. Aparecen y desaparecen. Comentan cosas que no entiendo. Dicen que el Diablo es el polvo de la ciudad. Dicen que las armas del Diablo son la esperanza y el miedo. Dicen que primero estaba prohibido creer en las brujas y los endemoniados. Recuerdan que fue la Iglesia la que obligó a creer en ellos y castigarlos. Dicen que destruimos las viñas y matamos a los fetos en los vientres de sus madres.

Sólo de vez en cuando Florencio se acerca a mí, recobrada su pelambre, con aliento sulfuroso, para decirme:

– Las fuerzas del infierno son impotentes. Necesitamos la agencia humana.

Y otras veces: -Es cierto que te engañamos. Ahora deja que te protejamos, Leticia.

Ella, La Lupe, es más crueclass="underline" -Te vamos a hacer lo que nos hicieron a nosotros.

Aparecen. Desaparecen. Se ven en la oscuridad. La luz del día los vuelve invisibles. Pero yo sé que siempre están allí.

Me obligan a hacer la limpieza. Me dan de comer carnes crudas de animales desconocidos. Bailan desnudos en el patio bajo las granizadas. A veces él se afeita completamente pero al poco tiempo vuelve a tener vello de animal en todas partes. Ella nunca se quita el manto virginal ni el sambenito

SOY LA MUJER ANÓMALA

Él a veces se acerca a mí, sobre todo cuando estoy humillada fregando el piso, y me explica a medias algunas cosas. Él y ella andan rondando esta casa desde el Auto de Fe de 1649. Entran y salen. No depende de ellos. A veces hay fuerzas que no los dejan entrar. Otras veces, hay debilidades fácilmente vencibles. Mi madre parecía una vieja tiránica, grosera, frágil. No. Esto me lo dice él. Era muy fuerte. Su fe era auténtica. Era capaz de matar por su fe. Una cosa era la apariencia de su vida cristiana superficial y hasta grotesca, y otra la realidad profunda de su relación con Dios.

– Eras su hija. ¿Nunca te diste cuenta de algo tan claro?

Negué con la cabeza perpetuamente baja.

– Tu madre se disfrazaba detrás de su beatería y su intolerancia. Pero nosotros -Guadalupe y yo- no podíamos vencerla. Bajo la superficie tenía la voluntad de la fe. Era invencible por eso. Era sagaz. Se hacía acompañar de una bestia asociada al Demonio. Su gata Estrellita era un súcubo infernal que la protegía de nosotros.

– ¿Mamá los conocía a ustedes?

– No. Nos sospechaba. Se pertrechaba con nuestras propias armas. Nos obligaba a escondernos, a espiarla, a fingir. La farsa de la Guadalupe la venció. Entendió que nosotros entendíamos y sólo esperábamos. Su fe era sobrenatural, mágica. Se defendía con las armas del Diablo.

– ¿Y ustedes, tú y la gata…?

Me puso el pie sobre la mano. Aguanté el dolor. – La Lupe. ¿Son judíos, por eso los quemaron? -No. Nos quemaron para quitarnos nuestras

riquezas.

– Por judíos. Por codicia. Sin razón.

– No. Tenían razón. Perseguidos, sólo teníamos un aliado. El Demonio.

A veces, cuando lo siento de buenas, le pregunto, ¿qué necesidad tenía de desenterrar el cadáver de mi padre, vestirlo y sentarlo a la cabecera de la mesa?

No se enoja, porque mi pregunta le da la oportunidad de actuar. Arquea la ceja. Sonríe como villano de cine elegante. George Sanders.

– Ya te lo dije. Una casa tan vieja como ésta guarda muchos misterios. Lo de tu padre fue, ¿cómo te diré?, un antipasto, un hors d'oeuvre…

Sonrisa cínica, seductora, adorable.

– Para irte acostumbrando al misterio, querida.

Me atreví: -¿Para qué me quieren?

Él frunció el ceño pero no contestó.

– Si los dos, tú y la Lupe, se bastan…

Me atreví: -Déjenme irme. Prometo guardar silencio.

Entonces me dio una bofetada feroz y salió de la recámara.

Esperó a que me despertara el rumor de los ratones en el patio. Me arrebató la cobija y me puso de pie a la fuerza, arrastrándome a lo alto de la escalera. Miré el correteo feroz de los roedores. Los fue señalando con un dedo índice verdoso, de larga uña negra.

– Relapso de memoria y fama condenadas… Muerto en la hoguera… Impenitente, diminuto, ficto y simulado aconfidente… Juana de Aguirre, mujer casada, que dijo que no era pecado tener acceso carnal con una comadre del Diablo… Manuel Morales, gran judío dogmatista, relajado en estatua por el Santo Oficio… Luis de Carvajal, condenado a ser quemado vivo, convertido para evitar el rigor de la sentencia…

Grité de horror y me sentí yo misma embrujada por la crueldad. Florencio me miró con sorna.

– Hubo caridad también, Leticia. A los reconciliados los llevaron a cárcel perpetua, casa capacísima, donde cumpliesen sus penitencias a vista de los inquisidores. Viven reclusos en esta casa, no derramados por la ciudad. Viven en esta cárcel separados los unos de los otros…

Indicó con el dedo a las ratas corretonas.

– Míralas, Leticia. Allí va María Ruiz, morisca de las Alpujarras, por haber guardado en México la secta de Mahoma… Allí va José Lumbroso, incauto descubierto por no comer tocino, manteca y cosas de puerco, hasta confesar que era burla decir que el Mesías era Jesucristo, a quien llamaba Juan Garrido, y a la Virgen María, Juana Hernández, blasfemos ambos, que no tenían a Jesucristo por Mesías, sino que lo esperaban… Y yo, Florencio Corona, llamado iluso del Demonio que me traía engañado porque yo sabía cosas que sólo el Demonio pudo haberme enseñado…

– ¿Y ella? -pregunté angustiada.

– La sorprendieron -gimió Florencio, mirando al cielo-. Yo se lo pedí. Ella me amaba. Anima enim qui incircucissa fuerit, delebitur de libro viventum, la descubrieron circuncidándome para salvarme y nos quemaron a los dos…

– ¿Y yo?-tuve que imitar su gemido.

Soltó la carcajada.

– A veces -dijo- se nos acaban las fuerzas. Entonces tú debes renovarnos. Cuando te lo ordene, tú debes atarnos a la estaca en el patio, juntar la leña a nuestros pies y prendernos fuego…

– ¿Y si no quiero? -exclamé rebelde, estúpida, vencida de antemano.

– Hay ratas. Hay un leopardo. No tienes salida. Sentí que se esfumaba ante mi mirada.

– Míralos -dijo la voz que se alejaba-. Tienen nombre. Fueron hombres y mujeres. Nos sacrificamos por ellos. Dependen de tu caridad… Siguen vivos porque nosotros morimos de tarde en tarde… Sé buena, Leticia, caritativa, misericordiosa, como fuiste educada, mi amor…

Busco salidas. Es inútil. Las puertas están atrancadas. Las ventanas, tapiadas. El leopardo me vigila, me sigue por doquier con un ojo amarillo y otro azul.

Logro escribir estas hojas a escondidas.

Las tiro a la calle por una rendija del balcón. Ojalá que alguien las lea.

Ojalá que alguien me salve.

La pareja de ratoncitos ha regresado a acompañarme.

LA BUENA COMPAÑÍA

A Enrique Creel de la Barra, For old time's sake

1

Antes de morir, la madre de Alejandro de la Guar dia le advirtió dos cosas. La primera, que el padre del muchacho, Sebastián de la Guardia, no había dejado más herencia que este apartamento délabré en la Rue de Lille. Era algo. Pero no bastaba para vivir. Podía seguir alquilándolo. Ser rentista era vieja ocupación de la familia. Nada grave u ofensivo en ello.