Se levantó intempestivamente y se fue dando saltitos, como una conejita.
Alex leyó toda la tarde. Este inesperado arribo a un país y a una casa nuevos y sin exigencias inmediatas de trabajo era oportunidad delectable para leer y él traía consigo, como un cordón umbilical que lo ligaba a París, las Confesiones de un hijo del siglo de Alfred de Musset. La educación francesa le permitía, gracias a Musset, entrar a una época romántica, postnapoleónica, que Alejandro de la Guardia, en secreto, hubiese querido vivir. Fantasiosamente se imaginaba vestido, peinado, ajuareado como un dandy de la época. Leía:
Quand la passion emporte l'homme, la raison le suit en pleurant et en l'avertissant du danger: mais des que l'homme s'est arrété… la passion lui crie: "Et moi, je vais donc mourir?"
Esa excitación pasional ya no existía en Francia. Seguramente, en México tampoco. Alejandro de la Guardia reiteró su única certidumbre juveniclass="underline" la resignación.
Sí, en Musset se encontraba la mejor recreación de una época. Pero Alex también traía, para alternar lecturas -era costumbre suya- una edición de bolsillo de La vérite sur Bébé Donge de Simenon. Musset le daba el pecho a su tiempo, para el amor y para la guerra. Simenon miraba por una cerradura al suyo. Alex se sintió un poco hijo de ambos.
Salió a las ocho a cenar con la tía Serena. Es decir, pasó de la recámara junto a la cocina al comedor donde lo esperaba ya, sentada a la cabecera, la vieja tía. Le sirvió a Alejandro, apenas tomó asiento el sobrino, una taza de chocolate espeso y humeante. Un platón de pan dulce completaba la merienda. Quizás el joven esperaba una cena más abundante y su mirada decepcionada no escapó a la atención de la tía.
– Esto es lo que en México llamamos una merienda, sobrino. Una cena ligera para dormir ligero. Estamos a más de dos mil metros de altura y una cena pesada te daría, perdón, pesadillas.
Alex sonrió cortésmente. -Seguiré la costumbre del país, comme il le faut.
Serena lo miró severamente, como si esperase una pregunta que no llegaba.
– ¿Nada más? -dijo la tía.
Alex leyó la mirada y recordó.
– Ah sí, doña Zenaida me repitió que debía entrar y salir por la puerta trasera, nunca por la principal.
– Así es -Serena sopeó una campechana en el chocolate.
– Me dijo también que debía mostrarme en la calle.
La imitó. Pan y chocolate.
– Para que crean que ustedes están vivas.
Las palabras le salieron con dificultad. Doña Serena tragó con energía el pedazo de bizcocho.
– Mi hermana se expresa mal. Pobrecita. Cuando dice "para que crean" que estamos vivas, sólo quiere decir "vivas" en el sentido de "la casa no está deshabitada". Es todo.
Alex insistió. El bachillerato francés es racional y metódico.
– Entonces, ¿para qué quieren que entre y salga a escondidas, por atrás, evitando la puerta principal?
La vieja le miró multiplicadamente. Es decir, le observó con sus anticuados quevedos y detrás de ellos nadaba su mirada miope, pero detrás de ésta se asomaba otra más, la mirada de su alma, se dijo el joven, aunque era de tal modo una mirada sombría e insondable que él hubiese querido asomarse, por un segundo, al espíritu de esta mujer.
– Es un enigma -dijo Serena cuando deglutió la campechana.
Alex sonrió socialmente. -Los enigmas suelen ser tres en los cuentos, doña Serena. Y el que los resuelva, al cabo recibe un premio.
– Tú tendrás el tuyo -dijo con una sonrisa desagradable la vieja.
Alex no durmió bien esa noche, a pesar de la "ligera merienda". Le bastó un día en la casa de la Ribe ra de San Cosme para que la imaginación diera el paso de más que nos obliga a preguntarnos ¿dónde estoy?, ¿qué hay en esta casa?, ¿normalidad, secreto, miedo, misterio, alucinaciones mías, razones que escapan a las mías?
Era como si cada una de las tías, cada una por su lado, le hubiese susurrado al oído "¿Qué prefieres en nuestra casa? ¿Normalidad, secreto, miedo, misterio?"
Cerró los ojos y regresó a su mente la palabra "pesadilla". Se le quedó en la cabeza más que nada por fea. Cauchemar es una bella palabra, también nightmare. Pesadilla indicaba indigestión, malos humores, enfermedad… Palabra malsana.
– ¿Qué prefieres en nuestra casa? Normalidad, secreto, miedo, misterio…
Alex cerró los ojos.
– Que suceda lo que suceda.
Y añadió, casi como en un sueño:
– Escoger es una trampa.
Zenaida se presentó a la hora del desayuno en la cocina, minutos después de que Pancha la india se fuese… Alex no oyó ni a la una ni a la otra. Sonrió saboreando los huevos rancheros. Aquí todas se movían de puntitas, casi como en el aire. É, como para corroborar su idea, pegó duro con los tacones sobre las baldosas de la cocina. Algo se quebró. Este piso de frágiles baldosas no resistió. El fino ladrillo se había roto. Alex sintió culpa y se agachó para unir las mitades quebradas.
Fue cuando entró doña Zenaida sin hacer ruido. -Chamaquito de mi corazón, ¿qué haces allí en cuatro patas?
Alex levantó, sonrojado, la mirada.
– Creo que cometí un estropicio.
Zenaida sonrió -Todos los niños rompen cosas. Es normal. No te preocupes.
Señaló con la mano hacia el jardín polvoso, donde los muchachos jugaban fútbol.
– Míralos. Qué felices. Qué inocentes.
Pero no los miraba a ellos. Miraba al sobrino. -¿No se te antoja salir a jugar con ellos?
– ¡Tía! -exclamó Alex con fingida sorpresa-. Ya estoy muy grandecito.
– ¿Los niños grandes no juegan fútbol?
– Bueno -Alex recobró la calma-. Sí. Claro que sí. Pero generalmente son profesionales.
– ¡Ay, santo mío! -suspiró la vieja-. ¿Nunca sientes ganas de salir a jugar con los niños?
Alex reprimió la respuesta irónica que ella no hubiera entendido. En esta época de pedófilos… La inocente mirada de la tía Zenaida le vedaba al sobrino bromas e ironías.
– Creo que debo pensar seriamente en encontrar trabajo.
Ella acercó la cabecita blanca al hombro de Alex.
– No hay prisa, mocosito. Toma tu tiempo. Acostúmbrate a la altura…
Alex casi rió al escuchar esta razón. La siguiente le borró la sonrisa.
– Estamos tan solas, tu tía Serena y yo… Alex le acarició la mano. No se atrevió a tocarle le cabeza.
– No se preocupe, tía Zenaida. Todo a su debido tiempo.
– Sí, tienes razón. Hay tiempo para todo.
– Tiempo para vivir y tiempo para morir -citó Alex con una sonrisa.
– Y tiempo para amar -suspiró la tía, acariciando la cabeza de Alex.
La tía se retiró. Se volteó antes de cruzar la puerta y le dijo al sobrino "adiós" con los dedos de una mano, juguetona y regordeta.
Alejandro de la Guardia se quedó cavilando. ¿Qué iba a hacer el día entero? No podía alegar más la excusa del jet-lag. Y las palabras de la tía Zenaida -"tiempo para amar"-, lejos de tranquilizarlo, le producían una leve inquietud. Casi la zozobra. Después de todo, él era un extraño -para las tías, para la casa, para la ciudad- y acaso ellas tenían razón, él debía salir a la calle, ambientarse, saludar a la gente, jugar fútbol con los niños del parque…
Pero sólo debía salir por la puerta de atrás para que la gente supiera que las señoritas Escandón "seguían vivas", es decir, enmendando a doña Zenaida y acudiendo a las razones de doña Serena, "para que crean que la casa no está deshabitada".
La mente cartesiana de este antiguo alumno de liceo no conseguía conciliar la contradicción. Si querían que la gente supiera que ellas estaban vivas, que la casa no estaba deshabitada, lo natural es que él saliese por la puerta principal. No a hurtadillas, por detrás, como Panchita la criada sordomuda.
Decidió poner la contradicción a prueba. Abrió la puerta trasera y salió al polvoso parque público donde un grupo de niños jugaba fútbol. Apenas pisó campo, los muchachos detuvieron el juego y miraron fijamente a Alex. El recién llegado les sonrió. Uno de los chicos le aventó la pelota. Alex, instintivamente, le dio una patada al balón. Lo recibió uno de los chicos. Se lo devolvió. Alex distinguió los endebles postes de la meta. Con un fuerte puntapié, dirigió la pelota a la portería.
– ¡Gol! -gritaron al unísono los chicos.
Alex se dio cuenta de que no había portero en el arco. Su triunfo había sido demasiado fácil. Pero este simple acto lo unió sin remedio al juego infantil del barrio. Incluso se sintió contento, recompensado, como si esta situación imprevista le diese una ocupación inmediata, lo salvase de la abulia que parecía dominar la casa de las señoritas Escandón, le diese -se sorprendió pensándolo- una misión en la vida. Jugar fútbol. O simplemente, jugar.
Cuando recibió la pelota con un cabezazo, tuvo que levantar la vista.
La tía Serena lo observaba, con la cara adusta desde una ventana del segundo piso.
Desde otra ventana, también lo miraba la tía Zenaida. Pero ella sonreía beatíficamente.
Más tarde, cuando se disponía a almorzar con doña Zenaida, llegó al vestíbulo y escuchó el terrible rumor que venía del segundo piso. Se detuvo al pie de la escalera. No entendió lo que pasaba. Sí, las dos ancianas disputaban, pero sus voces eran como un eco lejano o las del fondo de un túnel. Alex escuchó dos portazos, un lejano sollozo. Supo que la tía Zenaida, esta vez, no lo acompañaría a almorzar.