Se dirigió al comedor. El servicio estaba puesto. Un caldo de hongos bajo la tapadera de metal de la sopera más el habitual platón de carnes frías, amén de otro lleno de las deliciosas frutas, que él nunca había probado antes, del trópico mexicano.
Regresó a la recámara después de comer, leyó a Musset y sintió la tentación de escribir algo, inspirado por las Confesiones de un hijo del siglo. Se sentó en el pupitre. Sabía que estaba vacío. Pero un movimiento normal en el asiento le bastó para darse cuenta de que algo se movía bajo la tapa del escritorio.
La levantó. Había allí unos cuadernos. Los revisó rápidamente. Eran libros infantiles para colorear. Es más, los crayones estaban, sueltos, dentro del pupitre.
Alex sonrió. Qué ocurrencia. Y qué nuevo misterio. ¿Se había equivocado ayer, agobiado por el jet-lag, cuando revisó el pupitre? ¿Una de las hermanas -seguramente Zenaida- había devuelto a su lugar estos cuadernos y lápices? ¿Para qué? En esta casa nunca habían vivido niños.
Y los cuadernos -los hojeó- eran modernos, impresos hace apenas quince años, lo vio en la página de edición.
El autor era él.
Aventuras de un niño francés en México por Alejandro de la Guardia.
Las hojas estaban en blanco.
La razón lo abandonó por completo. Es más, sin razón, sintió miedo. Se recostó en el catre. Se cubrió los ojos con la almohada. Se tranquilizó. Esperó la hora de la cena. Todo se aclararía.
La tía Serena no acudió a la cena. Alex esperó diez minutos. Quince… Sentado a la mesa, sólo vio los restos de la comida del mediodía. La sopa estaba fría. Las carnes también, pero tenían el aspecto desagradable de ser sobras, comidas a medias, pedazos de grasa arrancados con garras al lomo de algún animal y desechados con asco.
Se sintió alarmado. Un grave silencio embargaba la casa. El joven se encaminó a la escalera con pasos tímidos. Nunca había subido al segundo piso. Ellas no lo habían invitado. Él era un chico bien educado.
– Los niños deben ser vistos pero no oídos -le había enseñado su mamá-. Children should be seen but not heard.
Subió con paso lento e inseguro al segundo piso. Se detuvo entre las dos puertas únicas, enfrentadas, del corto pasillo.
Al pie de cada puerta, sendas bandejas esperaban ser recogidas.
Los platillos se enfriaban.
– Es que ellas comen carnes frías -se dijo Alejandro razonablemente.
¿Cuándo las comen? ¿Para qué las comen arriba si hasta ahora me han acompañado abajo? ¿Y quién les ha traído las bandejas, si la Pancha se va muy de mañana? ¿Cada una le trajo la cena a la otra? ¿No que se detestaban entre sí? ¿De cuándo acá tan serviciales?
Bajó la mirada.
Levantó la tapa del platón frente al cuarto de Zenaida. Los insectos devoraban las carnes. ¿Qué eran? Arañas, cucarachas, alimañas, simples hormigas… Se movían.
Tapó apresuradamente el platillo.
Se deslizó al levantar la tapadera de la otra comida.
Sólo había una sopa servida. ¿Sopa de tomate? ¿Sopa de betabel, borsch…?
No resistió meter el dedo en la sopa y luego chuparlo.
Sopa de sangre.
Estuvo a punto de gritar.
Chupó sangre.
No gritó porque lo detuvo el sollozo, mínimo pero pertinaz, del otro lado de la puerta de Serena. Levantó el brazo. Iba a tocar. Iba a preguntar. -Tía, ¿qué pasa?
Se detuvo a tiempo. No tenía derecho. Una razón absurda le cruzó por la mente. ¿Por qué iba a tocar en esta puerta, la del sollozo de Serena? ¿Por qué no en la otra, la del silencio de Zenaida?
Se sintió confundido, quizás amedrentado. Lo salvó su buena educación. Sí, no tenía derecho a entrometerse en la vida privada de unas viejas solteronas, excéntricas, al cabo un poco locas, pero sangre de su sangre. Y que le ofrecían hospitalidad.
Bajó como subió, en silencio, sin hacerse sentir, a la recámara.
Sobre la almohada descansaba un chocolate envuelto en papel plateado, como en los hoteles.
Alejandro no lo desenvolvió. Admitió que sintió miedo. En un arranque de violencia poco acostumbrada en él, debida acaso a las tensiones acumuladas y sujetas a rienda como un perro enojado, abrió la ventana y arrojó el dulce al parque.
Eran las diez de la noche.
Volvió a vencerlo el sueño, más que la imaginación.
6
Sólo al despertar, metiendo la mano debajo de la almohada con un gesto matutino que le era habitual, Alejandro de la Guardia tocó un paño que desconocía.
Apartó la almohada y encontró un pijama que no era suyo. Desconcertado, lo extendió sobre la cama. La prenda era muy pequeña. Como para un enano. O un niño. Alex miró la etiqueta en el cuello de la camisa. Claramente indicaba S, small.
No supo qué hacer con el pijama entre las manos. ¿También este regalo inútil de las tías (pues nadie más tenía acceso a la recámara) lo arrojaría al parque, para que lo recogiera uno de los niños pobres que allí se reunían a jugar después de la escuela?
Pensó que lo más sutil sería dejar el pijamita donde lo encontró, debajo de la almohada. Eso sí que desconcertaría a las tías. Lo frenó el uso del plural. Las hermanas no se hablaban, salvo para pelearse como ayer. Entonces, ¿cuál de las dos estaba haciendo estas bromas? Empezó a creer que una de ellas, más que excéntrica, estaba loca.
Pasó al baño para el aseo de la mañana. Usó la incomoda bañera y añoró una buena ducha. Se secó con una toalla, incómoda también, ya que era de tela como la que se emplea para limpiar y secar platos, sin el confort de la moderna toalla absorbente. Claro, las tías se habían quedado detenidas en otra época.
Tomó la crema de rasurar y empezó a untarla en el mentón y las mejillas, como todas las mañanas desde que tenía quince años. Automáticamente buscó el reflejo del espejo.
Ya no había espejo.
Había sido retirado.
Quedaba la sombra del espejo, el cuadro lívido del espacio ocupado por ese nuestro extraño y entrañable doble al cual ningún misterio le atribuimos. Un objeto de uso cotidiano. Recordó con cierta emoción poética los espejos del Orfeo de Cocteau, una película vista y revista por el joven Alex en la Cine mateca Francesa. Espejos que podíamos atravesar como si fuesen agua. Un líquido vertical, penetrable para pasar de una realidad a otra. En verdad, de la vida a la muerte.
Esa mañana, Panchita no estaba en la cocina. Con delantal bien puesto, era doña Zenaida quien lo atendía.
– Dormiste bien, angelito de mi alma? -preguntó la solícita señorita.
Alejandro asintió y recibió con sospecha el plato de huevos rancheros, la taza de barro de café con canela, la campechana…
– Gracias por el chocolate que me dejaron -dijo con cara de expresa normalidad Alejandro…
– Te gustó? -preguntó Zenaida sin levantar la cara hacendosa.
– Claro -dijo Alex con un tono neutro.
– Sobrino -Zenaida siguió ocupada-. Quiero que sepas una cosa. Cuando éramos jovencitas, Serena y yo nos adorábamos. Nos mimábamos, nos acariciábamos, sabes, era una costumbre romántica que las mujeres se mimaran y acariciaran. Una costumbre que ella y yo heredamos…
Alex se animó. -Sí, lo sé. He leído novelas inglesas del siglo XIX. Era propio de mujeres mimarse y acariciarse entre sí -rió-. Hoy causaría escándalo
Se detuvo. Una sombra había descendido sobre los ojos de la tía.
– De vieja, la vida se ve distinta. Una ya no busca compañía. Se la imponen a una. Queda una en manos ajenas. Manos extrañas. Todo por el pecado de ser vieja.
Alejandro dejó que pasara como una sombra la asociación indeseada. El estaba aquí porque se lo pidió a las tías y ellas escribieron encantadas de recibirlo.
Pero cada una escribió por separado. No fue una respuesta común como naturalmente debió ser. Y doña Zenaida continuaba hablando con tranquilidad.
– Quiero que sepas una cosa, m'hijito. A pesar de las apariencias yo amo a tu tía Serena. Mientras la tenga a ella, nadie ocupará su lugar.
– Me da gusto saberlo, tía Zenaida.
– Yo diría -prosiguió ella con un tono desacostumbrado para Alex- que nuestra crueldad es parte de nuestro amor.
Se limpió las manos con el delantal y Alex sintió un brote de compasión hacia estas dos solitarias mujeres.
– Tía Zenaida… Me gustaría acompañarla. ¿No quiere darse una vuelta por la calle conmigo? ¿Que la lleve a un cine? ¿O a un restorán?
– ¿No te he dicho que es peligroso caminar por las calles de México? -dijo ella con alarma-. Asaltantes, secuestradores, mirones, léperos. Una señorita no está a salvo…
– La protejo yo -dijo Alex, decidido a ser un huésped simpático.
– No, no -agitó la cabeza blanca doña Zenaida-. Nadie protege a nadie… Mira por la ventana.
Alex se asomó al parque público en el momento en que un policía detenía a un hombre viejo, andrajoso, con alarde de fuerza.
– ¿Ves? -murmuró Zenaida.
– Cómo no, tía. Ya ve. La ciudad no es tan insegura como usted dice.