Ya anticipan ustedes la decisión que entonces tomé. Yo no dormiría nunca en espera de que ella me dirigiese la mirada. Al principio, acomodé mis horarios de sueño a los suyos. De doce de la noche a once de la mañana, ella desaparecía detrás de las cortinas… Pero un día tuve una sospecha fatal. ¿Y si ella aprovechaba los horarios del sueño para dirigirme la mirada y sólo encontraba unos batientes cerrados? Podía, acaso, ser tan pudorosa que sólo buscase mi mirada cuando sabía que yo no se la podía devolver.
Nada confirmaba esta sospecha. Por eso se convirtió en acertijo y me condenó a una vigilia perpetua. Quiero decir: me instalé en el centro del marco de mi ventana día y noche, dispuesto a no perder el momento en que mi ninfa sucumbiese a la atracción de mi mirada y me ofrendase la suya.
Debo añadir que a estas alturas una especie de razón de la sinrazón había penetrado mi cerebro. Era esta. Ella me obedecía. Era yo quien anticipaba los movimientos de ella. Yo, sólo yo, le impedía dirigirme la mirada. Yo era el autor de mi propia tortura. Yo, sólo yo, podía ordenarle:
– Mírame.
Me pregunto: ¿es la necesidad tan loable como la paciencia o la bondad?
Mi médico español me había dado dosis suficientes de diazepam para apacentar mi insomnio. Me juzgaba un hombre, a pesar de todo, razonable. La soledad no espanta a los hispanos. La cultivamos, la nombramos, la ponemos a la cabeza -es el título- de nuestros libros. Ningún latino se ha muerto de soledad. Eso se lo dejamos a los escandinavos. Somos capaces de desterrar la soledad con el sueño y suplir la compañía con la imaginación. De tal suerte que me bastaba abandonar los barbitúricos para instalarme en una vigilia salvadora que no perdiese un instante de lo que aconteciera en la obsesiva ventana de mi amada. Y si la vigilia me traicionaba, el doctor me daría anfetaminas.
Claro que no pude mantener este programa de vigilia perpetua. Cabeceando a veces, profundamente dormido otras, despertado con el sobresalto de un íncubo, azotándome mentalmente por la indisciplina de caer dormido, temblando de miedo porque ella pudo aparecer y verme durmiendo, aplazando la visita al doctor (¿quién no lo hace?) me compensaba de estos terrores la convicción de que, viviendo un silencio tan sólido, hasta la mirada haría ruido. Si ella me mirase, me despertaría con sus ojos sonoros como una campana. Esto me consolaba. Quizá nuestro destino sería sólo este. Vernos de lejos.
Se cumplían ya veinticinco días de la vida con mi amor de la ventana. Mi ninfa.
Una noche, con mis luces apagadas para que ella no se sintiera observada -aunque supiese que esto no era cierto, ya que lo desmentían las horas de sol-, la muchacha se acercó a la ventana. La miré como siempre. Pero esta vez, por vez primera, ella no sólo movió los labios. Los unió primero. Enseguida los movió en silencio y lanzó un mugido.
Un mugido animal, de vaca, pero también elemental como el poderoso rumor del viento y terrible como el grito iracundo de una amante despechada.
Mugió.
Mugió y me miró por primera vez.
Creí que me iba a convertir en piedra.
Pero ella no era la Medusa.
Su mirada, acompañada de ese mugido feroz y plañidero a un tiempo, era de abandono, era de socorro, era de locura.
La voz me atravesó con tal fuerza que me obligó a cerrar los ojos.
Cuando los abrí, la ventana de enfrente estaba cerrada. Las cortinas unidas. Y el apartamento, desde ese momento, vacío.
Ella se fue.
4 El escenario
Regresé a mi rutina. La salud mental me ordenaba que pusiese detrás de mí la enfermiza obsesión que me mantuvo casi un mes pegado a la ventana. El ejercicio de la vigilia, debo admitirlo, aguza las facultades. Regresé al trabajo con un renovado sentido del deber. Esto fue notado y aprobado (a regañadientes) por mis superiores. Como tenían el prejuicio de que todos los mexicanos somos holgazanes y que sólo aspiramos a dormir largas siestas a la sombra del sombrero, mi diligencia les llamaba la atención, aunque la reserva inglesa les impidiese alabarla. A lo sumo, un Right on, old chap.
No esperaba diplomas en la oficina. Mi deleite era nuevamente ver teatro y ahora, a medida que se disipaba mi obsesión amorosa, regresó con ímpetu acrecentado mi deseo de sentarme en una platea y elevarme a ese cielo del verbo y de la imaginación que es la obra teatral. Como siempre, ese verano del año 03, había de dónde escoger. Ibsen y Strindberg estaban de moda. Ian MacKellan bailaba en el Lyric una Danza de la muerte en la que el genio de Strindberg arranca con la disputa agria de un matrimonio intolerable y termina, contra toda expectativa, en la reconciliación con la esposa -Frances de la Tour-, revelando que el rostro de esa pareja agria ha sido el amor y su máscara, el odio. Me encaramé a las gradas del Donmar para admirar a Michael Sheen resucitando el Calígula de Camus como si lo cegara la misma luz que lo revela, la luz del poder.
– Regresaré -dice el monstruoso César cuando acaba de morir-. Estoy vivo.
Siempre regresan, porque son uno solo. La tiranía es una hidra. Corta una de sus cabezas y renacen cien, dijo Corneille en Cinna.
Como contraste, fui ese verano al apartado Almeida a ver a Natasha Richardson en La dama del mar de Ibsen, el doble papel de una mujer que vive la vida cotidiana en tierra y otra vida, la de excepción, en el mar. Sólo encuentra la paz en el silencio, protegida por el cuerpo de su esposo… Y al céntrico Wyndhams a ver el Cosí é se vi pare de Pirandello. Un brillante ejercicio de Joan Plowright sobre la locura como pretensión personal. Pero acaso nada me reservó más gusto que aplaudir a Ralph Fiennes en otra resurrección tan temida como la del emperador Calígula, el Brand fundamentalista, intransigente, el pastor protestante que todo lo condena porque nada puede satisfacer la exigencia absoluta de Dios. El genio de Ibsen, su profunda intuición política, aparece dramáticamente cuando el antagonista de Brand se le enfrenta con una intolerancia superior a la de Brand. Ver esta obra en los trágicos días de la invasión y ocupación de Iraq por el fundamentalismo norteamericano me convenció de que el siglo XXI será peor que el XX, sus crímenes mayores, e impunes los criminales, porque ahora el agresor no tiene, por primera vez desde la Roma de Calígula, contrincante a la vista. Calígula pasó como una sombra por el escenario de Brand.
Bueno, esto -el verano teatral del año 2003 en Londres- me compensaba, digo, de todo lo demás. Los desastres de la guerra. La rutina del trabajo. Y la desaparición de la mujer de la ventana. Noten bien: ya no era "la muchacha", "la chica", ya no era "mi amor". Era, como en un reparto teatral de vanguardia, "la mujer". Yo sabía, parafraseando a Cortázar, que nunca más encontraría a La Ninfa…
Brand se representaba en mi teatro favorito, el Royal Haymarket a dos cuadras de Picadilly. Si asociamos el teatro británico a una riquísima tradición ininterrumpida, ¿hay espacio que la confirme con más bella visibilidad que éste? Data de 1720 y lo construyó un carpintero, lo remodeló el famoso John Nash en 1821 y por sus tablas han pasado Ellen Terry y Marie Tempest, Ralph Richardson y Alec Guinness. Colecciono datos curiosos, dada mi insaciable voracidad teatral. Aquí se inauguró la costumbre de la matiné, se inauguró también la luz eléctrica teatral y se abolió -con escándalo- el foso orquestal.
Si distraigo al lector con estos detalles es sólo para dar prueba de mi pasión por la escena.
Sí, soy el amante del teatro.
A la salida de la representación de Ibsen vi el anuncio.
Próximamente se presentaría en el Haymarket un Hamlet protagonizado por Peter Massey. Di un salto de alegría. Massey era, junto con Fiennes, Mark Rylance y Michael Sheen, la promesa, más joven aún que éstos, de la escena inglesa. Tarde o temprano debía abordar el papel más prestigioso del teatro mundial, la prueba que en su momento, para ceñir sus lauros, debieron pasar Barrymore, Gielgud, Olivier, Burton, O'Toole… ¿Cuándo se estrenaría la obra? pregunté en taquilla.
– Están ensayando.
– ¿Cuándo?
– Octubre.
– ¿Tanto?
– El director es muy exigente. Ensaya la obra por lo menos con tres meses de anticipación.
– ¿Puedo comprar ya un boleto para el estreno?
– Primero ven la obra los patrocinadores, luego los críticos.
– Ya lo sé. Y yo, ¿cuándo?
– La tercera semana de octubre.
– ¿Quién trabaja, además de Massey?
El taquillero sonrió.
– Señor. Cuando Massey es la estrella, sobra y basta. No se dan a conocer los nombres de los demás actores.
– Y ellos, ¿soportan tanta vanidad?
El agrio señor de la taquilla se encogió de hombros.
Perdí la paz tan anhelada. Una explicable impaciencia atribuló mis días. La expectativa me devoraba. ¡Massey en Hamlet. Era un sueño. Jamás había conseguido boletos para aplaudir a este muy joven actor. Su carrera, fulgurante, se había iniciado hace apenas un año, con una reposición de Fantasmas de Ibsen donde Massey hacía el papel del condenado joven Oswald en una adaptación moderna que sustituía la mortífera sífilis del siglo XIX por el no menos terrible sida del XX. Unánimemente, el público y la crítica se volcaron en elogios a la inteligencia y sensibilidad de Peter Massey para cambiar los calendarios del joven Oswald ahondando, en vez de disiparlo, el drama de la madre culpable y del hijo moribundo.