Juro que no era mi intención. Sólo que Ofelia, flotando en el agua agitada de stage down cantando "viejas canciones" (como le informase la Reina a Laertes) pero ahora sin voz, alargó la mano fuera de la fluyente piscina teatral y me arrojó una flor de aciano que se arrancó del pelo y que fue a dar a mi mano, pues era tal mi concentración en lo que ocurría que no podía faltar al deber de recibir la ofrenda de mi Ninfa antes de verla irse, flotando en el llanto del arroyo, con su ropa de sirena, hacia su tumba de agua y lodo…
Yo sólo prestaba atención a la flor que sostenía entre mis dedos. Al levantar la vista al escenario, me encontré con la mirada arrogante, detestable, de este joven Júpiter de la escena, Peter Massey, su insolente belleza rubia, su figura de adolescente maldito, su estrecha cintura y piernas fuertes y camisa abierta, mirándome con furia, pretendiendo enseguida que lo ocurrido era parte de su puesta en escena originalísima, pero revelando en su mirada de diabólico tirano que esto no estaba previsto, que Ofelia era su ninfa, no la mía, y que la entrega de la flor no formaba parte de un proyecto escénico de verdadera posesión del alma de Ofelia.
– Si Dios ha muerto -me decía en silencio la mirada asesina de Massey-, sólo quedan en su lugar el Demonio y el Ángel. Yo soy ambos. ¿Quién eres tú?
Concluyó la obra. Tronaron los aplausos. Sólo Peter Massey salió a recibirlos. Los demás actores, como si no existieran. Lo que existía era la inconmensurable vanidad de este hombre, este cuasi-adolescente cruel y prepotente, enamorado de sí y dueño de los demás sólo para engrandecer su propio poder. No había amor en su mirada. Había el odio del tirano hacia el rebelde anónimo e imprevisto. Insospechado.
Salí del teatro con mi flor en la mano, dándole la espalda a Peter Massey, su vanagloria, sus revoluciones teatrales.
Quise imaginarlo viejo, solitario, maniático. Olvidado. No pude. Massey era demasiado joven, bello, poderoso. ¿Qué sería de Ofelia después de esta representación final en el Royal Haymarket? Mañana -no, esta misma noche- la escenografía sería desmontada, los ropajes colgados en la guardarropía para otra, improbable ocasión. La ilusión teatral era eso. Espejismo, engaño, fantasma de sí misma.
Sentí la tentación de abrirme paso a los camerinos. Me detuve a tiempo. Me arredró la idea de que Ofelia hubiese realmente muerto. Sacrificada al realismo revolucionario de Peter Massey. ¿Se atrevería él mismo, un día, a morir arañado por la daga envenenada del feroz sargento, La Muerte? Entretanto, ¿mataría a sus anónimas heroínas, escondidas durante meses enteros de ensayos solitarios?
Recordé a mi Ninfa paseándose por su apartamento, memorizando un papel sin palabras, ajena a la idea de que la representación teatral y el destino personal fuesen idénticos.
No quise averiguar. Quizás debería esperar a que Peter Massey, el joven y perverso director que dirigía mi propia vida, repusiera algún día el Hamlet con una Ofelia que podía ser la mía u otra nueva. ¿Tendría yo el valor, en la siguiente ocasión, de acercarme al camerino de la actriz y verla, por así decirlo, en persona? ¿Me expondría a encontrar, al abrirse la puerta, con una mujer desconocida? La muchacha de la ventana tenía las cejas depiladas. La del escenario, cejas gruesas. ¿Me equivocaba identificándolas? ¿Aceptaría, más bien, que mi Ninfa permaneciese para siempre, a fin de ser realmente mía, en el misterio, parte de la hueste invisible de todas las actrices que durante cuatro siglos han interpretado el papel de Ofelia?
7
No den ustedes crédito a la noticia aparecida hoy en los diarios. No es cierto que cuando Ofelia pasó flotando entre ortigas y acianos un espectador desquiciado saltó de su butaca de primera fila al escenario para rescatar a la actriz intérprete de Ofelia de la muerte por agua, besándola, devolviéndole el aliento, empapado con ella, hasta darse cuenta de que Ofelia está ya realmente muerta, que él no había logrado devolverle a la heroína de Hamlet el aliento fugitivo con el suyo desesperado.
Que Ofelia realmente había muerto la noche de la representación final.
Tampoco es verídico que ese ser desquiciado que gritaba palabras en un idioma inventado (era el castellano) sacase a Ofelia del agua en medio de la conmoción del auditorio y la parálisis incrédula de los actores -Claudio y Laertes-. Como tampoco es cierto que mientras ese loco cargaba a Ofelia ahogada, de entre bambalinas surgió Hamlet, el Príncipe de Dinamarca, el símbolo oscuro de La Duda, despojado esta vez de toda incertidumbre, blandiendo el puñal desnudo del monólogo, levantando el brazo, hundiéndoselo al trastornado extranjero -pues no era británico, obviamente- en la espalda.
Ofelia y el extraño cayeron juntos sobre el tablado.
Se dice que la obra continuó como si nada. El público estaba tan acostumbrado a la originalidad de Peter Massey. Un espectador que en realidad era un actor no mencionado en el reparto -todos sabían que Massey sólo se daba crédito a sí mismo- salió a rescatar el cadáver de Ofelia, recibiendo -del actor imprevisto, el intruso?- el puñal en la espalda.
8 La flor
El lector sabrá, si algún día lee estos papeles que he venido garabateando desde la noche que regresé del Royal Haymarket a mi flat a la vuelta de Wardour Street, que subí lentamente las escaleras, entré al apartamento pero no encendí las luces.
Tampoco miré fuera de mi ventana a la estancia de enfrente. Para mí, está cerrada, a oscuras, deshabitada. Para siempre.
Tomé un pequeño florero de los de Talavera que me envió de regalo de cumpleaños mi mamá desde México.
Con ternura, introduje en él el tallo largo de la flor de aciano, prueba única de la existencia de Ofelia. Me senté a contemplarla.
No quería que pasara un minuto sin que la flor me acompañara, de aquí al terrible momento de su propia muerte. Pues la flor de Ofelia prolongaba la vida de Ofelia.
La miré, fresca, azul, bella, esa noche y la siguiente. Llevo meses mirándola. La flor no se marchita.
LA GATA DE MI MADRE
A Tomás Eloy Martínez, exorcista
1
Me llamo Leticia Lizardi y detesto el gato de mi madre. Insisto en decirle "el gato" a sabiendas de que era una gata, una felina no, aunque genéricamente sí, un felino. Lo indudable es que esta gata, cariñosamente bautizada "Estrellita" por mi madre, me sacaba de quicio.
Estrellita -está bien, la dispenso del entrecomillado- era gata de angora. Blanca, felpuda, con una cabecita redonda y un cuerpo corto. Corto el rabo, cortas las patas, un auténtico monstruito, un verdadero leopardo miniaturizado, como si hubiese bajado de las nieves más lejanas para instalarse, indeseado e indeseable, en el hogar de doña Emérita Lizardi y su hija Leticia, en el lejano barrio de Tepeyac en la Ciudad de México, cercano a la Basílica de la Virgen de Guadalupe. Esta fue la razón por la que mi madre nunca se mudó de su vieja y destartalada casa, fácilmente descrita.
Gran puerta cochera anterior al automóvil. Entrada a enorme patio para caballos y carruajes del siglo XIX, establos y graneros, cocinas y lavanderías, en la planta baja. Escaleras metálicas a la segunda planta. Comedor, baños y recámaras sobre el patio. Sala de estar adyacente -la única con vista a la calle y un balcón saboreado por mi madre para ver el paso de un pueblo al que, sin embargo, despreciaba profundamente-. Vista, sobre todo, al Cerro del Tepeyac y a la Basílica de Guadalupe. Escalera de caracol a la azotea con sus tinacos de agua, sus cilindros de gas y la habitación de las sirvientas, en México llamadas "criadas" y como si esto no fuera insulto suficiente, cuando no nos oyen, las llamamos "gatas".
– Me gusta sentirme cerca de la Virgencita -decía, muy devota, con el rosario entre las manos, mi madre, una de esas mujeres que parecen haber nacido viejas. No le quedaba un solo rastro de juventud y como era sumamente blanca, las arrugas se le acentuaban más que a la gente morena que, según ella, eran así porque "tenían piel de tambor", comentario que la santa señora acompañaba de un tamborileo de los dedos sobre el objeto más cercano: mesa, plato, espejo de mano, arcaica rodilla o, sobre todo, la masa pilosa y blanca de Estrellita, eternamente sentada sobre el regazo de mi madre, objeto de caricias que atenuaban la feroz inquina de su ama.
Porque doña Emérita Labraz de Lizardi no estaba contenta en el mundo o con el mundo. Yo nunca pude averiguar la razón de este permanente estado de bilis derramada. Antes, buscaba con afán algún retrato de su juventud, el retrato de su día de bodas, su primera comunión, algo, lo que fuese. Concluí, resignada, que acaso mi madre no había tenido ni infancia, ni boda, ni juventud. O que había desterrado toda efigie que le recordase los años perdidos y ello, yo no lo negaba, servía para asentarla en su edad actual, sin pasado evocable. Doña Emérita era figura presente, sólo presente, incomparable, arraigada a este lugar y a esta hora con el gato (la gata) en el regazo y la mirada oculta día y noche por gafas negras.