Выбрать главу

Pero eso era, ya les cuento, cuando yo salía a pachanguear. Ahora ya no. He cumplido treinta y cinco años. De manera que ¿cuáles fiestas? Una parranda me mandaría al camposanto. Y es que a mí me invitaban las hijas de las amigas de mi mamá. Las amigas ya se murieron toditas. Las hijas ya se casaron y no me volvieron a buscar. Nadie me lo dice por educación: me consideran vieja quedada.

Por eso, esa tarde, me fui solita al Sanborns después de un agrio encuentro con mi mamá. -Leticia, quiero que le prestes atención al licenciado Pérez.

– Se la presto mamá, cómo que no. Aquí estoy siempre que nos visita, como me lo has pedido… Parada como indio de cigarrería…

– No sé de dónde sacas esas expresiones.

– Es que leo a Elenita Poniatowska y la Familia Burrón.

– No seas de a tiro… Quiero decir atención de a deveras…

– O sea, ¿que lo vea románticamente?

– Pues sí, pues sí -dijo sin dejar de acariciar a la peluda bestia.

– Pues no, pues no -le repliqué-. Está muy viejo, es muy aburrido, está más ciego que un murciélago y tiene halitosis.

– Halitosis y mucha lana -me miró sin mirarme, detrás de sus espejuelos negros, doña Emérita-. Hazme el favor de casarte con él.

– ¿Qué qué? -casi grité-. Antes la muerte.

– No, m'hijita. Antes mi muerte.

– ¿Qué quiere usted decir, mamá?

– Que antes de rendir el alma, quiero verte casada.

– ¿Para qué, si vivimos tan cómodas?

– Para que te hagas vieja con la decencia acostumbrada. Nomás.

Me mordí la lengua. Miren que hablar de matrimonio y decencia, la vieja solitaria y renegada y sin hombre. Me atreví, con un poquito de vergüenza, a contestarle.

– No hace falta, mamacita, Con la herencia me basta.

Como nunca, sentí no verle los ojos. Pero su mueca bastaba.

– No tendrás herencia si no te casas con el licenciado Pérez. He dicho.

Me entraron ganas de ahorcarla allí mismo y de paso darle matarili a la gata de angora. Mejor me fui a tomar un float a Sanborns para calmarme las neuronas.

Y en eso estaba, sorbiendo los popotes y papando moscas, cuando lo vi.

Lo vi a él.

Lo vi de perfil. De galanazo, palabra. Lo vi avanzar entre las mesas. Sin saco, camisa blanca, corbata de moño. Chin… me dije, es mesero. Mas no. Se sentó dándome siempre el perfil y ordenó algo.

Me quedé mirándolo, embelesada. Amor a primera vista. Hombre moreno, pelo lacio, melena larga muy cuidada y perfil de ensueño. Digamos, versión totonaca de Benjamin Bratt. Rogué con toda el alma.

– Virgencita Santa, que me mire por favor -sintiéndome, pues, la Julia Roberts del Tepeyac.

El milagro se hizo. Como suele suceder, cuando se mira con mucha intensidad a una persona, ésta acaba por sentirse vista y voltea buscando el ojo ajeno.

Así pasó. "Benjamin" abandonó el perfil perfecto y movió la cabeza. Me miró. Me sonrió. Yo me puse colorada. Ni siquiera le devolví los ojales de los nervios que me entraron. Me concentré en el popote y en sorber la bebida.

Cuando acabé de sorber, el muchacho ya se había marchado.

Me volví obsesiva. ¿Quién no conoce esa esperanza de volver a encontrar a un ser deseado, accidentalmente visto una vez? Regresé, contra toda probabilidad, tarde tras tarde al Sanborns del Tepeyac. Debía respetar el horario del encuentro inicial. Sólo que ¿cuál encuentro? Un cruce veloz de miradas, nada más… Y ahí nos vidrios. Menos importante que un choque de autos en el Periférico. Nada.

Y sin embargo, yo no lograba expulsar de mi recuerdo al hermoso joven de mi recuerdo, de mis amaneceres inquietos y solitarios, de mis sueños en los que el chico de Sanborns fornicaba arduamente con la criada Guadalupe a la que vi encuerada una tarde…

Otra tarde no salí porque escuché los gritos de mi madre y acudí al salón donde ella pasaba las horas. Apretaba a la gata Estrellita contra el pecho e insultaba a la "gata" Lupita.

– ¿En qué piensas, Salomé de huarache? -le gritaba-. ¿Para qué estás aquí, para cuidar la casa o para bailar el jarabe tapatío? Otro descuido de estos y te corto el sueldo a la mitad.

Nótese que no le decía: -Te voy a correr. Porque mi madre necesitaba a la criada y la criada lo sabía.

Pero, ¿por qué estaba así de alborotada mi mamá? Al verme entrar me lo dijo.

– Mira Leticia, esta gatuperia tarada ha dejado pasar un ratón por mis narices…

Miré con escepticismo las fosas nasales de mi progenitora y los pelos blancos que se asomaban allí, inquiriendo.

– ¿Un ratón, mami?

– Niégalo, esclava del metate -insistió mi madre ante la sirvienta.

– No es culpa de La Chapetes -dije con mala leche-. ¿Para qué tiene usted a la gata, madre? Creo que los gatos saben cazar ratones.

– ¿Qué qué? -gritó doña Emérita-. ¿Manchar con sangre de rata la trompita de mi micifuz adorada?

Me encogí de hombros.

– Quiero que me traigas bien muerta, agarrada de la cola, a esa bestia inmunda, tan inmunda como tú -le dijo mi madre a Guadalupe-. ¡Gata, tráeme la rata!

– Lo que mande la patrona.

La existencia del ratón me llenó de una extraña euforia. Era como si hubiese descubierto un digno contrincante para la gata de mi madre. Como Tom y Jerry, pues. Crucé miradas con la Lupe. Sus ojos eran como de piedra. Digo, más emoción tiene un semáforo en rush-hour. En cambio, yo abrigué un secreto deseo. Tan ferviente como el de encontrarme de nuevo al guapísimo muchacho del café. Un galán y un ratón. Qué ridículo. El hecho es que me consideré afortunada – la Reina de la Primavera- de tener dos obsesiones donde antes sólo existía en mi vida una pasividad limitada a esperar la muerte de mi madre.

Dios Nuestro señor me oyó, como sin duda dicen que escucha a los desamparados. No sé si yo era de su número, pero así me sentía, de a tiro rascuache, ánima en pena, "vieja quedada", solitaria solterona condenada a vestir santos… Pues he aquí que una noche, de tanto desearlo, se me hizo. Escuché el rumor muy leve, luego el chillido como de cerradura oxidada. Me incorporé en la cama, miré al piso y allí, anidado en una de mis babuchas, estaba el ratoncito.

Me observaba con ojos brillantes. Más luminosos que la noche. Se levantaba sobre las patas traseras y juntaba, como en oración, las de adelante. Éstas eran cortas, las de atrás, más largas. Los bigotes, tiesos. La sonrisa, espontánea. Mi ratoncito me enseñó los fuertes incisivos albeantes. Pero lo más notable eran los ojillos vivaces, nerviosos, atentos.

La presencia del ratón no era, no podía ser gratuita, de a oquis. Quería decirme algo. Quería introducirme a un misterio. Quería guiarme a un mundo secreto, subterráneo, aquí mismo, en mi casa -o sea, la casa de mi madre.

Allí se me iluminó el cocoliso. El ratón se había hecho presente para acompañarme en contra de mi madre y su gata Estrellita. Cada cual -madre e hija- iban a tener su pet, su compañía doméstica, su mascota. Sólo que Estrellita la gata de mi madre podía exhibirse con toda su prepotente vanidad, acurrucada en el regazo emérito, en tanto que mi minúsculo roedor era anónimo y, además, sería secreto. No iba a reposar en mi regazo. Ni siquiera podía mostrarlo, pasearlo, vamos: tutearlo. Sería mi misterio nocturno. Mi compañero ¿O compañera? Como si adivinase mis pensamientos, el ratón se acostó patas arriba y me mostró un diminuto pene, una mínima salchichita escondida entre sus patas traseras pero revelada por su torso pelón, color de rosa. ¿Qué me estaba diciendo?

Creo que supe leer su mirada.

– Yo veo sin ser visto, Leticia. Yo estoy en todas partes pero nadie me ve. Observo.

Se escurrió velozmente.

De allí en adelante procuré atraerlo cada noche depositando al pie de mi cama trocitos de queso manchego. Decidí llamarlo "Dormouse" -lirón- como homenaje a mi lectura infantil de Alicia. Al principio comió con gusto los pedazos de manchego. Al poco tiempo los rechazó con displicencia. Quería algo más. Sus largos incisivos crecían desmesuradamente. Tenía que darle algo más que queso a mi Dormouse. Algo duro.

– Tú que vienes del campo -me atreví a preguntarle a la Lupita-, ¿qué le gusta a los ratones además del queso?

Ella estaba en la cocina, preparando la comida. Cortaba en pedazos un pollo. Limpió rápidamente de carne una de las patas y me ofreció el hueso. Entendí.

El Lirón me agradeció el banquete esa noche. De ahora en adelante sólo los huesos satisfarían la voracidad de sus incisivos. Esto ya lo sabía: un roedor tiene que roer o se muere. Si abandona su vocación, los dientes le perforan el cráneo y le ahogan el gaznate porque el incisivo de un ratón crece hacia arriba y hacia abajo.

La alimentación estaba resuelta, pues. No así el hambre sexual. ¿Qué iba yo a hacer? No me veía a mí misma en safari doméstico buscándole hembra a mi Dormouse. No iba a rebajarme pidiéndole a la criada que le encontrase novia a mi roedor.

Cavilaba mi pequeño dilema sobre un float en Sanborns cuando mi sueño se volvió realidad. Reapareció el chamaco de mis ilusiones. Como la vez anterior, no volteó a mirarme aunque yo lo devoraba con los ojos. Muy llamativamente, en cambio, subía y bajaba una jaula cubierta por un paño grueso, como suele suceder en las prisiones de pájaros. La subía a la mesa y la bajaba a la silla. Y así varias veces.