Luego pagó, se levantó y se fue. Pero abandonó la jaula.
Yo me dije: -Córrele, zonza, esta es tu chance.
Sólo que tuve el talento de tomar la jaula y no correr detrás del muchacho gritándole como babosa, "Joven, se le olvidó una cosa…" Mejor levanté la cobertura para mirar al pajarillo. Detrás de las rejillas no se asomaba un canario, sino una ratoncita blanca.
No lo dudé. Lo confirmé al regresar a casa. Era hembra. ¡Qué sorpresota para el Lirón!
Esa misma noche, con la ratoncita en la jaula, esperé la llegada puntual de mi amigo. Se hizo presente, alerta como siempre. Esa tarde pasó algo que yo le agradecí. Estaba tomando el café con mi madre y su inseparable angora. De repente, algo me distrajo. Mi madre hablaba de dinero, soledades, de la lejana muerte de mi padre, de su odio hacia todo, empezando por mi padre (no daba razones), la política, las criadas, los indios, la gente que se salía de su lugar, los nacos que se vestían mal, las taquimecas que se teñían de güero, el cuico mordelón de la esquina, el afrochofer que pasaba a mil por hora rompiendo la tranquilidad de la calle, etcétera. Su lista de odios era interminable.
Me distrajo la presencia de mi ratón. Me di cuenta de que lo miraba todo sin ser visto por nadie. Estaba allí como si escudriñara la casa, la gente, las costumbres. Ese solo hecho lo convertía en mi compañía secreta, mi confidente, ya no sólo nocturno, sino diario. Él y yo contra doña Emérita y su gata maldita.
La presencia vivaz de Lirón contrastaba con la modorra insultante de Estrellita. Me di cuenta de que los gatos no piensan en nada. Tienen el cerebro vacío. No es que sean misteriosos, como cree la gente. Es que están aislados por su propia estupidez.
Esa noche libré a la ratoncita blanca que abandonó mi galán incógnito para entregársela a mi Dormouse. Se miraron con sorpresa y se fugaron juntos. Era mi victoria. Pequeña, parcial, pero victoria al fin. Estrellita moriría virgen.
Dejé de sonreír.
Igual que yo.
– A ver, Cleopatra de los nopales -le espetó mi mamá a la criada la siguiente tarde-. Prepara un té y unas galletas para el licenciado Pérez. Viene a las cinco de la tarde. Es un hombre chic. Tiene costumbres inglesas. ¿Sabes qué es eso?
– Lo que diga su merced.
– Chic, chic quiere decir refinado, elegante, británico. Todo lo que tú no eres, gatuperia.
– Lo que mande la patrona.
La Lupe se fue a preparar las cosas y mi madre me pidió que la ayudara a llegar al "inodoro" como púdicamente llamaba al gabinete de los hedores. Se desplazaba con dificultad de manera que la llevé hasta el baño, abrazada a la gata, y la esperé un momento. Sentí asco cuando adiviné que mi madre y su gata orinaban al mismo tiempo. Era inconfundible. Dos chorritos distintos.
Salió encorvada, abrazada a la gata. Regresamos al salón a esperar la visita del cegatón halitoso licenciado Pérez. Ya para qué le pedía a mi madre que me excusara. Mi rostro sin sangre revelaba mi fatal destino. O me casaba con el licenciado o no heredaba ni la bacinica de mi mamá.
Cuál no sería, pues, mi sorpresa cuando entró al salón el licenciado José Romualdo Pérez, seguido como siempre por la secretaria de flecos laqueados pero ya no por el diminuto contador de caray camisa carmesíes.
Santo Niño de las Desamparadas. Detrás del licenciado y de la secretaria entró, con elegante portafolios en la mano, mi ilusorio galán del café, mi Rodolfo Valentino de Sanborns, alto, hermoso, su pelo negro largo y reluciente, su piel morena como azúcar sin refinar, su mirada límpida pero seductora…
Por poco me desmayo. El changazo ya lo había dado desde antes.
– Doña Emérita, le presento a mi nuevo CPT, don Florencio Corona.
Cima del éxtasis. Al darme la mano, Florencio Corona se inclinó y me guiñó un ojo. El licenciado Pérez, ciego como la pared, de nada se enteró.
2
Más que en mi casa he sido educada en Sanborns. Como voy sola al café, puedo ponerme orejas de Dumbo y oír lo que dice la gente a mi alrededor. Por eso (más Poniatowska y la Familia Burrón) he logrado tener mi vocabulario al día. Lo he escuchado todo. De chicho a chido pasando por suave. De joto a marica a gay. De arriba y adelante la solución somos todos a un changarro para cada mexicano y mexicana. De abur a nos vidrios a bye-bye. De novia a vieja a maridita. Maridita.
Estaba, pues, preparada para adoptar cualquier jerga o slang de los pasados veinticinco años con toda naturalidad. Vana ilusión. Mi galán el joven abogado Florencio Corona hablaba un correctísimo español, sin mexicanismo cual ninguno. Más castiza era la criada Guadalupe con sus "mesmos" y "mercedes" porque así aprendieron los indios a hablar " la Castilla " en tiempos del veleidoso Cortés y su barragana la Malinche.
Florencio Corona, señoras y señores, era lo que en inglés se llama un dreamboat. Guapo, alto, ya lo dije, con trajes perfectos y la audacia de usar corbatas de moño que nadie luce fuera de los EUA salvo nuestro difunto presunto Adolfo Ruiz Cortines. Será que los gringos temen mancharse las corbatas largas con salsa ketchup. O prevén que en la cárcel la gente se ahorca con corbatas pero no con moños. Y no hay, ustedes saben, un solo gringo que no haría cualquier cosa, estafar, matar, asaltar un banco, violar a una niña, con tal de no ir a la cárcel.
Bueno, el hecho es que mi galán y yo nos dimos cita todas las tardes en el Sanborns de la Villa de Guadalupe, descubriendo quiénes éramos, contándonos nuestras vidas, hablando de todo menos de lo que nos unió por primera vez durante la visita del licenciado Pérez: la herencia de mi madre.
Florencio Corona venía de Monterrey y había estudiado leyes y contaduría en el Tecnológico de la llamada "Sultana del Norte" aunque todos conocemos los chistes y lugares comunes sobre los habitantes de la capital norte del país, que si son más tacaños que un escocés en ayunas, incapaces como Scrooge de extender la mano y duros del codo -codomontanos- e incapaces de darle agua ni al gallo de la Pa sión. Bueno, pues mi Florencio era todo lo contrario a esa bola de clisés pendejos. Generoso, disparador, cariñoso, sencillo, tierno, parecía conocerme desde siempre, dándome trato de "señorita" hasta que le dije "Leticia, please" y "Dime Lety" y él se rió:
– No me vayas a llamar Flo.
Es decir, al rato ya guaseábamos juntos y para acabar pronto, azotamos. Nos enamoramos.
Abrevio porque no sé cómo contar la manera como se enamoran las personas. Yo le llevaba siete años (bueno, diez) pero hacíamos bonita pareja. Él alto y gallardo, musculoso y atlético, yo delgadita, fina y pequeña, a medio camino -me dije con pena- entre el ratón y la rata. Sacudí la cabeza. El inesperado romance con Florencio me había obligado a descuidar al Dormouse y su pareja. De hecho, descuidaba a mi madre y a la suya, la siniestra gata Estrellita. O sea, Florencio me tenía obsesionada y aún no pasábamos de manita sudorosa de torta compuesta en la mesa del Sanborns.
Sin embargo, él mismo me había regalado a la Minnie Mouse, de manera que el asunto no le era ajeno y un día me atreví a abordarlo.
– Gracias por la ratoncita, Florencio. Creo que el Lirón está tan contento que me dio calabazas.
– Búscalos esta noche -me dijo enigmáticamente mi novio.
Lo hice. Era lo más sencillo. ¿Dónde iban a estar, sino debajo de mi cama? Y con quién iban a estar Dormouse y Minnie, sino con su camada de cuatro ratoncitos, engendrados en un abrir y cerrar de ojos. Lisos, lampiños, llegados al mundo sin abrigo alguno. Me llenaron de ternura. Dormouse y Minnie Mouse me miraron con gratitud, como diciendo,
– Gracias por darnos abrigo.
– Gracias por no exterminarnos.
– Los ratones gestan en veinte días -me dijo Florencio.
– ¿Y cuánto logran vivir?
– Ni un año.
Sofoqué un gritito de melancolía. Florencio me acarició la mano.
– Casi siempre es porque son perseguidos. Por las lechuzas, por las aves de rapiña.
Me lo dijo con sus cálidos y brillantes ojos: -Cuídalos. Son pareja, igual que tú y yo. Me atreví.
– Florencio, mi mamá quiere casarme con tu boss, el viejo Pérez.
– No te preocupes, Leti.
– Claro que me preocupo. Si no me caso, me corta. Me deja sin un mísero quinto.
Florencio sonrió y pidió una cocacola con helado de limón.
Sí, esa noche, once de diciembre, festejé a la pareja de ratoncitos y a su carnada, les traje pedacitos de queso gruyere esta vez, para variar, platitos con agua y hasta fui a la cocina a buscar huesos de pollo.
– ¡Lupe! -llamé a la sirvienta-. ¡Guadalupe!
No estaba y eso que era la hora de la cena.
Subí al cuarto de servicio. No sólo no estaba. Se había llevado sus cosas. Los santos, las veladoras, los pin-ups de Brad Pitt y el luchador Blue Demon. Los ganchos de la ropa, solitarios.