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– Ah, muy bien, don Cosme, vamos a hablar de la pasión develada por la música. Vamos a repetir que el primer lenguaje de gestos y gritos se manifiesta apenas aparece una pasión que nos devuelve al estado en que nos encontrábamos al necesitarla.

Se pasó las manos nerviosas por la cabellera negra, agitada, gitana.

– ¿Saben por qué me aprendo de memoria el nombre de todos y cada uno de los miembros del coro?

Los ojos se le abrieron como dos cicatrices eternas.

– Para hacerles entender que el lenguaje cotidiano común a hombres y mujeres y animales es afectivo, es lenguaje de gritos, de orgasmos, de felicidades, de fugas, de suspiros, de quejas profundas.

Y las cicatrices abiertas eran dos lagunas negras.

Claro está -ahora sonrió-, cada uno de ustedes canta, señor Moreno, señorita Ambriz, señora Lazo, señor Laviada, cada uno de ustedes canta y lo primero que se les ocurre es que están dándole voz al lenguaje natural de las pasiones.

La pausa dramática de Gabriel Atlan-Ferrara. Inez sonrió. ¿A quién engañaba? A todo el mundo, nada más.

– Y es cierto, es cierto. Las pasiones que se quedan adentro pueden matarnos con una explosión interna. El canto las libera, y encuentra la voz que las caracteriza. La música sería entonces una especie de energía que reúne las emociones primitivas, latentes, las que usted nunca mostraría al tomar el autobús, señor Laviada, o usted al preparar el desayuno, señora Lazo, o usted al darse un regaderazo -perdón-, señorita Ambriz… El acento melódico de la voz, el movimiento del cuerpo en la danza, nos libera. El placer y el deseo se confunden. La naturaleza dicta los acentos y los gritos: éstas son las palabras más antiguas y por eso el primer lenguaje es un canto apasionado.

Se volteó a mirar al músico, burócrata y acáso censor.

– ¿Verdad, señor Santos?

– Por supuesto, maestro.

– Mentira. La música no es una sustitución de sonidos naturales sublimados por sonidos artificiales.

Gabriel Atlan-Ferrara se detuvo y, más que pasear o dirigir la mirada, penetró con ella a todos y cada uno de sus cantantes.

– Todo en la música es artificial. Hemos perdido la unidad original del habla y el canto. Lamentémoslo. Entonen el réquiem por la naturaleza. RIP.

Hizo un gesto de melancolía.

– Ayer oía un canto plañidero en la calle. «Tú, sólo tú, eres causa de todo mi llanto, de mi desencanto y desesperación.»

Si un águila hablase, miraría así.

– ¿Estaba ese cantante popular expresando en música los sentimientos de su alma? Es posible. Pero el Fausto de Berlioz es todo lo contrario. Señoras y señores -culminó Atlan-Ferrara-: Acentúen la separación de lo que cantan. Divorcien sus voces de todo sentimiento o pasión reconocible, conviertan esta ópera en una cantata a lo desconocido, a la palabra y el sonido sin antecedentes, sin más emoción que la de si mismos, en este instante apocalíptico que quizás sea el instante de la creación: inviertan los tiempos, imaginen la música como una inversión del tiempo, un canto del origen, una voz de la aurora, sin antecedente y sin consecuencia…

Bajó la cabeza con humildad fingida.

– Vamos a empezar.

Entonces ella no quiso rendirse ante él hace nueve años. Esperó a que él viniera a rendirse ante ella. Él quiso amarla en la costa inglesa y se guardó para siempre unas frases ridículas para el momento imaginado o soñado o deseado o todo ello al mismo tiempo, ¿cómo iba a saberlo?, «pudimos caminar juntos por el fondo del mar», para encontrarse con una mujer distinta que era capaz de despachar al amante fortuito de una noche.

– Vístete y lárgate.

Y era capaz de decírselo a ese pobre diablo bigotón pero también a él, al maestro Gabriel Atlan-Ferrara. Lo obedecía en los ensayos. Es más: había un entendimiento perfecto entre los dos. Era como si ese arco de luces art nouveau del escenario los uniese a él y a ella, dándose las manos del foso orquestal al escenario en un encuentro milagroso del conductor y la cantante que, además, estimulaba al Fausto tenor y al Mefistófeles bajo, acercándolos al circulo mágico de Inez y Gabriel, tan avenidos y parejos en su interpretación artística, como invertidos y disparejos en su relación carnal.

Ella dominaba.

Él lo admitía.

Ella tenía el poder.

Él no estaba acostumbrado.

Se miraba al espejo. Se recordaba siempre altivo, vanidoso, envuelto en capas imaginarias de gran señor.

Ella lo recordaba emocionalmente desnudo. Rendido ante un recuerdo. La memoria del otro joven. El muchacho que no envejecía porque nadie lo volvería a ver. El muchacho que desaparecía de las fotos.

Por ese hueco -por esa ausencia- se colaba Inez para dominar a Gabriel. Él lo sintió y lo aceptó. Ella tenía dos látigos, uno en cada mano.

Con uno le decía a Gabriel, te he visto despojado, indefenso ante un cariño que te empeñas en disfrazar.

Con el otro le fustigaba: Tú no me escogiste a mi, yo te escogí a ti. No me hiciste falta entonces y tampoco me haces falta ahora. Nos amamos para asegurar la armonía de la obra. Cuando terminen las representaciones, terminaremos, también, tú, yo…

¿Sabía todo esto Gabriel Atlan-Ferrara? ¿Lo sabia y lo aceptaba? En brazos de Inez decía si, lo aceptaba, con tal de gozar a Inez aceptaría cualquier trato, cualquier humillación. ¿Por qué tenia que estar ella siempre montada sobre él, el boca arriba y ella encima, ella conduciendo el juego sexual, pero exigiéndole a él, desde su posición yacente, sujeta, sometida, tactos, imperativos, placeres evidentes que él no tenía más remedio que obsequiar?

Se acostumbraba a estar con la cabeza sobre la almohada, tendido, mirándola a ella erguida encima de él como un monumento sensorial, una columna de carne embelesable, un solo río carnal del sexo unido al suyo rumbo a los muslos abiertos, las nalgas jineteando sobre sus testículos, fluyendo hacia la cintura a la vez noble y divertida como una estatua que se riera del mundo gracias a las gracias del ombligo, divertida también y al cabo por los senos duros pero rebotantes, pero confluyendo, la carne, en un cuello de una blancura insultante mientras el rostro se alejaba, ajeno, oculto por la masa de pelo rojizo, la cabellera como máscara de una emoción perdediza…

Inez Prada. («Se ve mejor que Inés Rosenzweig en las marquesinas y se pronuncia mejor en otros idiomas.»)

Inez Venganza. («Todo lo dejé atrás. ¿Y tú?»)

¿De qué, Dios mío, después de todo, de qué se estaba desquitando? («La interdicción pertenecía a dos tiempos distintos que ninguno de los dos quería violar.»)

La noche del estreno, el maestro Atlan-Ferrara subió al podio en medio del aplauso de un público expectante.

Éste era el joven conductor que le había arrancado sonoridades insospechadas -latentes no, perdidas- a Debussy, a Ravel, a Mozart y a Bach.

Esta noche dirigía por primera vez en México y todos querían adivinar la fuerza de esa personalidad tal y como la anunciaban las fotografías, la cabellera larga, negra y rizada, los ojos a medio camino entre el fulgor y el sueño, las cejas malditas que reducían a comedia los disfraces del Mefisto; las manos implorantes que volvían torpes los gestos de deseo del Fausto…

Decían que era superior a sus cantantes. Sin embargo, todo lo dominaba la sintonía perfecta, creciente y admirable entre Gabriel Atlan-Ferrara e Inez Prada, entre el amante dormido en el lecho y alerta en la escena. Pues por más que ella luchase por la paridad convenida, en el teatro él se imponía, él conducía el juego, él la montaba, la sujetaba a su deseo masculino y la ubicaba al fin, al terminar la obra, en el centro del escenario, tomada de la mano de los niños-serafines. Cantando al lado de los espíritus celestes, haciéndole notar que, contra lo que ella pudiese sospechar, Inez era siempre la que dominaba, el centro de la relación que (ni ella ni él dejarían de pensarlo) en todo caso era paritaria sólo porque ella era la reina del lecho y él el dueño del teatro.

Murmuraba el maestro dirigiendo las escenas finales de la ópera, las vírgenes tan hermosas apaciguan tu llanto, Margarita, te arrancan del dolor de la tierra, te devuelven esperanza, y entonces Margarita que es Inez unida de la mano a los niños del coro, cada niño dándole la mano a otro y el último dándosela a un cantante del coro celestial y éste al vecino y el siguiente al que tenia a su lado hasta que todo el coro, con Margarita/Inez en el centro, era realmente un solo coro reunido por la cadena de las manos y entonces los dos ángeles en el extremo del semicírculo formado en el escenario extendieron cada uno la mano al palco más cercano al foro y tomaron la mano del espectador más próximo y éste de la persona más cercana a él y ésta la de la siguiente hasta que la totalidad del teatro de las Bellas Artes era un solo coro de manos tomadas las unas de las otras y aunque el coro cantó conserva la esperanza y sonríe de felicidad, el teatro era un gran lago en llamas y en el fondo de las almas un horroroso misterio tenia lugar: todos se fueron juntos al Infierno; creían subir al Paraíso y se iban al Demonio, Gabriel Atlan-Ferrara exclamó en triunfo, jas! Irimuro karabao, jas, jas, jas!