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Se quedó solo en la sala abandonada. Inez le dijo dándole la mano en medio del aplauso:

– Nos vemos dentro de una hora. En tu hotel.

Gabriel Atlan-Ferrara, sentado en primera fila de butacas del teatro vacío, vio el descenso del gran telón de vidrio compuesto a lo largo de casi dos años por los artesanos de Tiffany con un millón de piececillas relucientes, hasta formar, como un río de luces que aquí encontraran su desembocadura, el panorama del Valle de México y sus temibles y amorosos volcanes. Se iban apagando con las luces del teatro, de la ciudad, de la representación concluida… Pero seguían brillando, como sellos de cristal, las luces del telón de vidrio.

En la mano, Gabriel Atlan-Ferrara tenía y acariciaba la forma lisa del sello de cristal que Inez Roserizweig-Prada había colocado allí a la hora de los aplausos y las gracias frente al público.

Él salió de la sala a los vestíbulos de mármol color de rosa, murales estridentes e instalaciones de cobre lustroso, todo en el estilo art nouveau con que concluyó, en 1934, la construcción iniciada con boato cesáreo en 1900 e interrumpida por un cuarto de siglo de guerra civil. Afuera, el Palacio de Bellas Artes era un gran pastel de bodas imaginado por un arquitecto italiano, Adarno Boati, seguramente para que el edificio mexicano fuese la novia del monumento romano al rey Vittorio Emmanuele: el matrimonio se consumaria entre sábanas de merengue y falos de mármol e hílos de cristal, sólo que en 1916 el arquitecto italiano salió huyendo de la Revolución, horrorizado de que su sueño de encaje fuese pisoteado por las caballadas de Zapata y Villa.

Quedó, abandonado, un esqueleto de fierro y así lo vio Gabriel Atlan-Ferrara al salir de la plazoleta al frente del Palacio: desnudo, despojado, oxidado durante un cuarto de siglo, un castillo de herrumbre hundiéndose en el fango rencoroso de la ciudad de México.

Cruzó la avenida al jardín de la Alameda y una máscara de obsidiana negra lo saludó, llenándolo de alegría. La máscara de muerte de Beethoven lo miraba con los ojos cerrados y Gabriel se inclinó y le dio las buenas noches.

Entró al parque solitario, acompañado sólo por estrofa tras estrofa de Ludwig Van, hablando con él, preguntándole si en verdad la música es el único arte que trasciende los límites de su propio medio de expresión, que es el sonido, para manifestarse, soberanamente, en el silencio de una noche mexicana. La ciudad azteca -la Jerusalén mexicana- estaba hincada ante la máscara de un músico sordo capaz de imaginar el rumor de la piedra gótica y el río renano.

Las copas de los árboles se mecían con gran suavidad en las horas después de la lluvia, goteando los poderes dóciles del cielo. Atrás quedaba Berlioz, resonando aún en la caverna de mármol con sus valientes vocales francesas rompiendo las cárceles de las consonantes nórdicas, esa «espantosa articulación» germana armada de corazas verbales. El cielo en llamas de La valkiria era de utilería. El infierno de aves negras y caballos desbocados de Fausto era de carne y hueso. El paganismo no cree en sí mismo porque nunca duda. El cristianismo cree en si mismo porque su fe siempre está a prueba. En estos plácidos jardines de la Alameda, la Inquisición colonial ejecutó a sus víctimas y, antes, los mercaderes indios compraron y vendieron esclavos. Ahora, los altos árboles rítmicos cobijaban la desnudez de estatuas blancas e inmóviles, eróticas y castas sólo porque eran de mármol.

El cilindrero lejano rompió primero el silencio de la noche. «Sólo tu sombra fatal, sombra del mal, me sigue por dondequiera, con obstinación.»

El primer golpe lo recibió en la boca. Lo tomaron de los brazos para inmovilizarlo. Luego el bigotón de barba rala le pegó con las rodillas en el vientre y en los testículos, con los puños en la cara y el pecho, mientras él trataba de mirar a la estatua de la mujer acuclillada en postura de humillación anal, ofreciéndose, malgré tout, a pesar de todo, a la mano amorosa de Gabriel Atlan-Ferrara manchando con su sangre las nalgas de mármol, tratando de entender esas palabras ajenas, cabrón, chinga a tu madre, no te acerques más a mi vieja, te faltan güevos, pinche joto, esa mujer es mía… jas, jas, Mefisto, hop, hop, hop!

¿Requería una explicación sobre su conducta en la costa inglesa? Podría decirle que él siempre huyó de las situaciones en que los amantes adoptan costumbres de matrimonio viejo. El aplazamiento del placer es un principio a la vez práctico y sagrado del verdadero erotismo.

– Ah, te imaginabas una falsa Luna de miel… -sonrió Inez.

– No, prefería que tuvieras de mi un recuerdo misterioso y amante.

– Arrogante e insatisfecho -ella dejó de sonreír.

– Digamos que te abandoné en la casa de la playa para preservar la curiosidad de la inocencia.

– ¿Crees que ganamos algo, Gabriel?

– Si. La unión sexual es pasajera y sin embargo es permanente, por más fugaz que parezca. En cambio, el arte musical es permanente y sin embargo resulta pasajero frente a la permanencia de lo verdaderamente instantáneo. ¿Cuánto dura el orgasmo más prolongado? ¿Pero cuánto dura el deseo renovado?

– Depende. Si es entre dos o es entre tres…

– ¿Eso esperabas en la playa? ¿Un ménage á trois?

– Me presentaste a un hombre ausente, ¿recuerdas?

– Te dije que él va y viene. Sus ausencias nunca son definitivas.

– Dime la verdad. ¿Alguna vez estuvo ese muchacho en la foto?

Gabriel no contestó. Miró la lluvia lavándolo todo y dijo que ojalá durase para siempre, llevándoselo todo…

Pasaron una noche deseada de paz y plenitud profundas.

Sólo al amanecer, Gabriel acarició con ternura las mejillas de Inez y se sintió obligado a decirle que quizás el muchacho que tanto le gustó a la mujer reaparecería un día…

– ¿Realmente no has averiguado adónde se fue? -preguntó ella sin demasiadas ilusiones.

– Supongo que se fue lejos. La guerra, los campos la deserción… Existen tantas posibilidades para la acción en un futuro desconocido.

– Dices que tú sacabas a bailar a las muchachas y él te miraba y te admiraba.

– Te dije que me tenía celos, no envidia. La envidia es rencor contra el bien ajeno. Los celos le dan importancia a la persona que quisiéramos sólo para nosotros. La envidia, te dije, es una ponzoña impotente, queremos ser otro. El celo es generoso, queremos que el otro sea mío.

La mirada de Gabriel impuso una larga pausa. Al cabo sólo dijo:

– Quiero verlo para resarcirlo de un mal.

– Yo quiero verlo para acostarme con él -le contestó Inez sin asomo de malicia, con helada virginidad.

5.

Cada vez que se separen, gritarán: ne-el en el bosque cada vez mas frió y despoblado, a-nel en la cueva cada vez menos tibia a la que el hombre traerá pieles arrancadas a gritos a los pocos bisontes que rondan los parajes y que él matará no sólo para alimentarlas a ti y a tu hija, sino, ahora, para cubrirlas contra las ventiscas heladas que lograrán colarse por las cuarteaduras inesperadas de la caverna como el hálito de un cabrio blanco y vengativo.