¿Recuerdas algo más?
No. Sólo la lengua. Al regresar la lengua, regresó el lugar.
Supe que habíamos estado aquí.
¿Los dos? ¿Sólo tú?
Él se quedó callado un largo rato y acarició la cabeza rojiza de la niña. Miró los muros de su vieja patria. Por primera vez a-nel vio vergüenza y dolor en la mirada del padre de su hija.
Sólo sé pintar sobre piedra. No sobre tierra. O marfil.
Contéstame -le dice con voz baja y angustiada-. ¿Cómo sabes que yo también estuve aquí?
Él vuelve a callar pero sale como siempre a la caza y regresa con el rostro ensimismado. Así pasan muchas noches. Tú te alejas de él, te abrazas a la niña como a tu salvación, tú y él no se hablan, pesa sobre los dos un silencio más encadenado que cualquier cautiverio, cada uno teme que el silencio se vuelva odio, desconfianza, separación…
Al fin, una noche ne-el no resiste más y se arroja llorando en tus brazos, te pide perdón, cuando el recuerdo regresa ya ves que no siempre es bueno, la memoria puede ser muy mala, creo que debemos bendecir y añorar el olvido en que vivíamos porque gracias al olvido nos juntamos tú y yo, pero además -te dice- los recuerdos de un hombre y una mujer que se reencuentran no son iguales, uno recuerda algunas cosas que el otro ha olvidado, y al revés, a veces se olvida porque el recuerdo duele y hay que creer que lo ocurrido nunca ocurrió, se olvida lo más importante porque puede ser lo más doloroso.
Dime lo que yo he olvidado, ne-el.
No quiso entrar contigo. Te guió hasta el lugar pero allí él tomó a la niña de pelo rojizo y ojos negros entre los brazos y te dijo que regresaría a la casa para que nadie sospechara, y para salvar a la niña, afirmaste, queriendo preguntar.
Si.
Era un montículo de tierra cocida cubierto por las ramas del bosque, disimulado por ellas. tenía un hoyo en la cúpula y muchas ramas colgando de lo alto y metiéndose por allí dentro de la choza de tierra. había otro hoyo a ras de tierra.
Por allí entraste a cuatro patas, tardando en acostumbrarte a la oscuridad pero embargada por los pungentes olores de hierba podrida, cáscaras vaciadas, semillas viejas, orin y excremento.
Te guió el ronroneo de una respiración incierta, como si proviniera de alguien capturado sin saberlo entre la vigilia y el sueño, o entre la agonía y la muerte.
Cuando al fin tu mirada se hermanó con la penumbra, viste a la mujer recostada contra el muro cóncavo, cubierta de mantas pesadas y rodeada de rumiantes de lomo gris y vientre blanco que acompañaban a la mujer con el olor más fuerte de todos. Lo reconociste por tu vida en la otra orilla, donde las falanges de almizcleros se refugiaban en las cavernas y las llenaban de ese mismo olor segregado de crepúsculo. Cerca de ella había también cáscaras de fruta y huesos roídos.
Ella te miraba desde que entraste. La sombra era su luz. Yerta, no parecía tener fuerzas para moverse de ese sitio escondido en el bosque afuera de la empalizada de marfil.
La mujer mantenía los brazos escondidos bajo las mantas. La súplica de su mirada bastaba para llamarte a su lado. El techo era muy bajo y cóncavo. Te hincaste junto a ella y viste dos lágrimas rodar por sus mejillas arrugadas. No hizo nada para enjugarlas. Mantenía los brazos guardados bajo las pieles. Tú la limpiaste tomando mechones de su larga y dura cabellera blanca para limpiarle el rostro de ojos profundos, brillantes, sumidos en el perfil de anchas aletas nasales y boca grande, entreabierta, babeante.
Volviste, te dijo con la voz trémula.
Tú dijiste que si con la cabeza, pero tu mirada delataba tu ignorancia y tu desconcierto.
Supe que volverías, sonrió la anciana.
¿Era anciana en verdad? Lo parecía por la cabellera blanca y desordenada que le escondía las facciones más allá de ese perfil emocionado y extraño. parecía vieja por la postura inánime, como si el cansancio fuese ya la única prueba de su vitalidad. Más allá de la fatiga que sentiste al verla, sólo habría la muerte.
Te dijo que podía verte muy bien porque estaba acostumbrada a vivir en tinieblas. Su olfato era muy vivo porque era su sentido más útil. Y debías hablarle en voz baja porque viviendo en el silencio sabia distinguir los murmullos más lejanos y las voces altas la llenaban de espanto. tenía las orejas muy grandes: se apartó la cabellera y te mostró una oreja larga y velluda.
Ten piedad de mi, dijo la mujer súbitamente.
¿Cómo?, murmuraste, obedeciéndola instintivamente.
Recordándome. Ten piedad.
¿Cómo te recordaré?
La mujer sacó entonces una mano de debajo de las pieles que la arropaban.
Extendió un brazo cubierto de pelo grueso, entrecano. Mostró un puño cerrado. Lo abrió.
En la palma color de rosa descansaba una forma ovoide, gastada, pero que a pesar del uso no alcanzaba a disimular lo que era. Adivinaste, a-nel, una forma de mujer con cabecita estrecha y desdibujada, seguida de un cuerpo ancho con grandes senos, caderas y nalgas, hasta desaparecer en piernas y pies diminutos.
De tan desgastada, la materia se estaba volviendo transparente. Las formas originales desaparecían hasta volverse ovoides.
Ella puso el objeto en tu mano sin decir palabra.
En seguida te abrazó.
Sentiste su piel rugosa y peluda junto a tu mejilla pulsante. Sentiste repulsión y cariño al mismo tiempo. Te cegó el dolor inesperado y desconocido de la mitad de tu cabeza pulsante, un dolor idéntico al esfuerzo que hacías por reconocer a esta mujer…
Entonces ella se descubrió y te empujó suavemente hasta recostarte a sus pies boca arriba pero con la cabeza por delante y abrió las piernas cortas y velludas y mezcló un grito de dolor con otro de placer mientras tú yacías de espaldas, como si acabaras de salir del vientre de la mujer y entonces ella sonrió y te tomó de los brazos, te atrajo y tú miraste la rajada de su sexo como una fresa abierta y ella te atrajo hasta su rostro y te besó, te lamió, escupió lo que extrajo de tu nariz y tu boca, acercó tus labios a sus senos flácidos, rojos y velludos, luego repitió en pantomima el acto de alargar los brazos hasta su sexo desprotegido y hacer como si tomará tu cuerpo recién nacido, sin esfuerzo, con los brazos largos hechos para el parto solitario, sin ayuda de nadie…
La mujer unió con satisfacción los brazos, te miró con cariño y te dijo sálvate, corres peligro, nunca digas que viniste aquí, conserva lo que te di, dáselo a tu descendencia, ¿tienes hijos, tienes nietos?, no quiero saberlo, acepto mi suerte, he vuelto a verte, hija, es el día más feliz de mi vida.
Se incorporó y se movió en cuatro patas mientras tú salías, gateando, del recinto oscuro.
Tu desconcierto amoroso te hizo voltear la cara a unos pasos de allí.
La viste colgando de un árbol, despidiéndote con un brazo largo y una mano peluda de palma color de rosa.
Le dijiste con los ojos llenos de lágrimas a ne-el que tu único trabajo en este lugar era cuidar a tu hija y a la mujer del bosque, servirla, devolverle la vida.
Ne-el te tomó de los brazos y te trató por primera vez con violencia, no puedes, te dijo, por mí, por ti misma, por nuestra hija, por ella misma, no digas lo que has visto, tú no podías recordarla, es mi culpa, no te debí llevar, me dejé arrastrar por la piedad, pero yo si, recordé, a-nel, somos hijos de madres distintas, no lo olvides, madres distintas, claro, ne-el, lo sé, lo sé…
Si, pero del mismo padre, dijo esa noche el hombre joven de cabellera trenzada, piel oliva y joyería ruidosa. Ahora miren a su padre. A nuestro padre. Y díganme si merece ser el jefe, el padre, el fader basíl.
Lo bajaron de la casa de marfil desnudo salvo un taparrabos. En el centro de la plazoleta había un tronco de árbol despojado de ramas. Una columna engrasada, dijo el hombre de las trenzas, para ver si nuestro padre puede subir hasta el remate y demostrar que merece ser el jefe…
Hizo sonar las argollas de sus brazos y el viejo fue soltado y aproximado a la columna por los guardias con lanzas.
Sentado en un tronco de marfil, el joven oscuro le explicó a la joven pareja llegada de la otra orilla: El tronco está engrasado de almizcle, pero aún sin grasa nuestro padre y señor no podría abrazarse y subir. No es un mono -rió- pero sobre todo no tiene vigor. Es tiempo de cambiarlo por un nuevo jefe. Ésta es la ley.