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Inez, envuelta en una gran capa negra forrada de pieles de reno rubio contra el frió de noviembre, tomó el brazo de Gabriel. El conductor era resistente al clima, con su traje de pana, la garganta cubierta por la larga bufanda roja que a veces se echaba a volar como una enorme llamarada cautiva.

– ¿Reconciliación o miedo? -prolongó ella.

– ¿Debí retenerte entonces, Inez? -preguntó él sin mirarla, con la cabeza baja, mirando la punta de sus propios zapatos.

– ¿Debí retenerte yo? -Inez guardó la mano sin guantes en la bolsa de la chaqueta de Gabriel.

– No -observó él-, creo que ninguno de los dos, hace veinte años, quería comprometerse con algo que no fuese su propia carrera…

– La ambición -lo interrumpió Inez-. Nuestra ambición. La tuya y la mía. No queríamos sacrificarla a otro, a otra persona. ¿Es cierto? ¿Basta? ¿Bastó?

– Tal vez. Yo me sentí ridículo después de la golpiza. Nunca pensé que era culpa tuya, Inez, pero sí pensé que si eras capaz de acostarte con un tipo así, no eras la mujer que yo quería.

– ¿Lo sigues creyendo?

– Te digo que nunca lo creí. Simplemente, tu idea de la libertad del cuerpo no era igual a la mía.

– ¿Crees que me acostaba con ese muchacho porque lo consideraba inferior y podía despacharlo a mi gusto?

– No, creo que no sólo no discriminabas lo suficiente, sino que te avergonzabas demasiado y por eso hacías pública tu preferencia.

– Para que nadie me acusara de ser una snob sexual.

– Tampoco. Para que nadie creyera en tu discreción y eso te liberara aún más. Tenía que acabar mal. Las relaciones sexuales tienen que mantenerse en secreto.

Inez se desprendió irritada de Gabriel.

– Las mujeres somos mejores guardianes de los secretos de alcoba que ustedes. Ustedes son los machos, los pavo reales. Tienen que ufanarse, como los kobs triunfantes en la lucha por la hembra.

Él la observó con intención.

– A eso me refiero. Escogiste a un amante que iba a hablar de ti. Ésa fue tu indiscreción.

– ¿Y por eso te fuiste sin una palabra?

– No. Tengo otra razón más seria.

Rió y le apretó el brazo.

– Inez, quizás tú y yo no nacimos para hacernos viejos juntos. No te imagino saliendo a comprar la leche a la esquina mientras yo busco el diario con paso arrastrado y terminamos el día mirando la tele como recompensa por estar vivos…

Ella no rió. Desaprobó la comedia de Gabriel. Se estaba alejando de la verdad. ¿Por qué se separaron después del Fausto de Bellas Artes? Casi veinte años…

– No hay historia sin sombras -apeló Gabriel.-

– ¿Hubo sombras en tu vida, todo este tiempo? -le preguntó ella cariñosamente.

– No sé cómo llamar a la espera.

– ¿Espera de qué?

– No sé. Quizás de algo que debía ocurrir para hacer inevitable nuestra unión.

– ¿Para hacerla fatal, quieres decir?

– No, para evitar la fatalidad.

– ¿Qué quieres decir?

– No sé muy bien. Es un sentimiento que sólo ahora reconozco, al verte después de tanto tiempo.

Le dijo que tuvo miedo de comprometerla mediante el amor con un destino que no era el de ella y acaso, con egoísmo, el de él tampoco.

– ¿Tú tuviste muchas mujeres, Gabriel? -repuso con aire burlón Inez.

– Si. Pero ya no recuerdo una sola. ¿Y tú?

Inez convirtió la sonrisa en carcajada.

– Me casé.

– Oí decirlo. ¿Con quién?

– ¿Recuerdas a ese músico o poeta o censor oficial que se sentaba a ver los ensayos?

– ¿El de las tortas de frijol?

Ella rió; ese mismo; el licenciado Cosme Santos.

– ¿Engordó?

– Engordó. ¿Y sabes por qué lo escogí? Por la razón más débil y obvia del mundo. Era un hombre que me daba seguridad. No era el mequetrefe violento que, hay que admitirlo, era un verdadero stud, un garañón al que nunca le fallaba el vigor sexual y que no te cuenten cuentos, no ha nacido mujer que resista eso. Pero tampoco era el gran artista, el ego supremo que me prometería ser pareja creadora con él, sólo para dejarme atrás, o dejarme sola, en nombre de lo mismo que debió unirnos, Gabriel, la sensibilidad, el amor a la música…

– ¿Cuánto duró tu matrimonio con el licenciado Cosme Santos?

– Ni un minuto -hizo ella una mueca e imitó la reacción impuesta por el frió-. Ni el sexo ni el espíritu se dieron. Por eso duramos cinco años. No me importaba. Pero no me estorbaba. Mientras él mismo se restó importancia y no se metió en mi vida, lo toleré. Cuando decidió volverse importante para mi, pobrecito, lo abandoné. ¿Y tú?

Habían dado la vuelta completa a las avenidas boscosas de Holland Park y ahora cruzaban el prado en el que algunos chiquillos jugaban soccer. Gabriel tardó en contestar. Ella sintió que se reservaba algo, algo que no podría decir sin desconcertarse a sí mismo, más que a ella.

– ¿Recuerdas cuando nos conocimos? -dijo al cabo Inez-. Tú eras mi protector. Pero también entonces me abandonaste. En Dorset. Me dejaste con una foto mutilada de la cual había desaparecido un muchacho del cual quisiera haberme enamorado. En México volviste a dejarme. Ya van dos veces. No te lo reprocho. Te devolví en prenda el sello de cristal que me regalaste en la playa inglesa en 1940. ¿Tú crees que puedes hacerme ahora un don para corresponderme?

– Es posible, Inez.

Había tal duda en su voz que Inez acrecentó el calor de la suya.

– Quiero entender. Es todo. Y no me digas que fue al revés, que yo te dejé a ti. ¿O es que estaba demasiado disponible y te rebelaste con disgusto contra algo parecido a la facilidad excesiva? Te gusta conquistar, yo lo sé. ¿Me viste muy ofrecida?

– Nadie ha sido más difícil de conquistar que tú -dijo Gabriel cuando salieron de vuelta a la avenida.

– ¿Cómo?

El ruido súbito del tráfico la ensordeció. Cruzaron con la luz verde y se detuvieron frente a la marquesina del cine Odeón en el cruce con Earls y Court Road.

– ¿Por dónde quieres seguir? -le preguntó él.

– Earls Court es muy ruidosa. Ven. A la vuelta de aquí hay un callejón.

Hasta el callejón llegaba la banda sonora del cine, la música típica de las películas de James Bond. Pero al final se abría el pequeño parque arbolado y enrejado de Edwardes Square con sus casas elegantes de balcones de fierro y su pub cuajado de flores. Entraron, se sentaron y pidieron dos cervezas.

Gabriel dijo mirando alrededor que un lugar así era un refugio y lo que sintió en México era todo lo contrario. En esa ciudad no había amparo, todo estaba desprotegido, una persona podía ser destruida en un instante, sin advertencia…

– ¿Y me abandonaste a eso, sabiendo eso? -silbó ella, pero sin reproche.

Él la miró directamente.

– No. Te salvé de algo peor. había algo más peligroso que la terrible amenaza de vivir en la ciudad de México.

Inez no se atrevió a preguntar. Si él no entendía que ella no podía inquirir directamente, más le valía quedarse callada.

– Quisiera decirte qué peligro era ése. La verdad es que no lo sé.

Ella no se enfadó. Sintió que él no estaba evadiendo nada al decirle esto.

– Sólo sé que algo en mí me prohibió pedirte que fueras mi mujer para siempre. En contra de mi, a favor tuyo, así fue.

– ¿Y aún no sabes qué obstáculo te lo impidió, por qué no me dijiste…?

– Te amo, Inez, te quiero para siempre conmigo. Sé mi mujer, Inez… Eso debí decir.

– ¿Ni ahora lo dirías? Yo hubiese aceptado.

– No. Ni ahora.

– ¿Por qué?

– Porque todavía no sucede lo que temo.

– ¿No sabes qué cosa temes?

– No.

– ¿No temes que lo que temes ya sucedió y que lo que sucedió, Gabriel, es lo que no sucedió?

– No. Te juro que aún no ocurre.