– ¿Qué cosa?
– El peligro que represento para ti.
Mucho tiempo después, no sabrían recordar si hubo algunas cosas que se dijeron cara a cara, o sólo las pensaron al mirarse después de tanto tiempo, o si las pensaron a solas, antes o después del encuentro. Uno y otro se desafiaron y desafiaron a todos los seres humanos, ¿quién recuerda exactamente el orden de una conversación, quién sabe con exactitud si las palabras de la memoria fueron dichas realmente o sólo pensadas, imaginadas, socalladas?
Antes del concierto, en todo caso, Inez y Gabriel no supieron recordar si uno de ellos se atrevió a decir no queremos vernos más porque no queremos vernos envejecer y quizás no podemos querernos ya por la misma razón.
– Nos estamos desvaneciendo como fantasmas.
– Siempre lo fuimos, Inez. Lo que pasa es que no hay historia sin sombras, y a veces confundimos lo que no vemos con nuestra propia irrealidad.
– Te sientes pesaroso? ¿Te arrepientes de algo que pudiste hacer, dejando pasar la ocasión? ¿Debimos casarnos en México?
– No sé, sólo te digo que por fortuna nunca tuvimos tú y yo el peso muerto de un amor fracasado o de un matrimonio insoportable.
– Ojos que no ven, corazón que no siente.
– A veces he pensado que volverte a amar seria sólo una indecisión voluntaria…
– Yo en cambio a veces creo que no nos queremos porque no queremos vernos envejecer…
– ¿Has pensado, sin embargo, en el temblor que sentirás si un día yo camino sobre tu tumba?
– ¿O yo sobre la tuya? -rió al cabo la mujer.
Lo cierto es que él salió al frió de noviembre pensando que no tenemos otra salvación que olvidar nuestros pecados. No perdonarlos, sino olvidarlos.
Ella, en cambio, permaneció en el hotel preparándose un lujoso baño y pensando que los amores frustrados hay que dejarlos rápidamente atrás.
¿Por qué, entonces, los dos, cada uno por su lado, tenían la intuición de que esa relación, este amor, este affaire, no acababa de concluir, por más que ambos, Inez y Gabriel, lo diesen, no sólo por terminado, sino, acaso, por nunca iniciado en un sentido profundo? ¿Qué se interponía entre los dos, no sólo para frustrar la continuación de lo que fue, sino para impedir que tuviese lugar lo que nunca fue?
Inez, enjabonándose con delectación, pudo pensar que la pasión original nunca se repite. Gabriel, caminando por el Strand (pólvora de 1940, polvo de 1967), añadiría más bien que la ambición había vencido a la pasión, pero que el resultado era el mismo: nos estamos desvaneciendo como fantasmas. Ambos pensaron que nada debía interrumpir, de todos modos, la continuidad de los hechos. Y los hechos ya no dependían ni de la pasión ni de la ambición ni de la voluntad de Gabriel Atlan-Ferrara o de Inez Prada.
Ambos estaban exhaustos. Lo que habría de ser, sería. Ellos iban a cumplir el último acto de su relación. La Damnation de Faust de Berlioz.
En el camerino, vestida ya para la representación, Inez Prada continuó haciendo lo que, obsesivamente, hacía desde que Gabriel Atlan-Ferrara puso en sus manos la fotografía y se fue del hotel Savoy sin decir una palabra.
Era la vieja foto de Gabriel en su juventud, sonriente, desmelenado, con sus facciones menos definidas pero con los labios llenos de una alegría que Inez jamás conoció en él. Estaba desnudo hasta la cintura; el retrato no llegaba más abajo.
Inez, sola en la suite del hotel, un poco deslumbrada por el encuentro del decorado de plata y el pálido Sol del invierno que es como un niño nonato, miró largamente la foto, la postura del joven Gabriel con el brazo izquierdo abierto, separado del cuerpo, como si abrazara a alguien.
Ahora, en el camerino de Covent Garden, la imagen se había completado. Lo que esa tarde fue una ausencia -Gabriel solo, Gabriel jóven se había ido convirtiendo, poco a poco, con levísimas palideces primero, con contornos cada vez más precisos después, con una silueta inconfundible ahora, en una presencia en la fotografía: Gabriel abrazaba al muchacho rubio, esbelto, sonriente también, exactamente opuesto a él, sumamente claro, sonriendo abiertamente, sin enigma. El enigma era la reaparición lenta, casi imperceptible, del muchacho ausente, en el retrato.
Era la foto de una camaradería ostentosa, con el orgullo de dos seres que se encuentran y reconocen en la juventud para afirmarse juntos en la vida, nunca separados.
«¿Quién es?»
«Mi hermano. Mi camarada. Si tú quieres que yo hable de mí, tendrás que hablar de él…»
¿Fue eso lo que dijo entonces Gabriel? Lo dijo hace más de veinticinco años…
Era como si la foto invisible se hubiese revelado, ahora, gracias a la mirada de Inez.
La foto de hoy volvía a ser la del primer encuentro en la casa de playa.
El muchacho desaparecido en 1940 reaparecía en 1967.
Era él. No cabía duda.
Inez repitió las primeras palabras del encuentro:
– Ayúdame. Ámame. E-dé. E-mé.
Unas terribles ganas de llorar la pérdida se adueñaron de ella. Sintió en su imaginación una barrera mental que le vedaba el paso: prohibido tocar los recuerdos, prohibido pisar el pasado. Pero ella no podía abandonar la contemplación de esa imagen en la cual las facciones de la juventud iban regresando gracias a la contemplación intensa de una mujer también ausente. ¿Bastaba mirar con atención una cosa para que lo desaparecido reapareciera? ¿Todo lo oculto estaba simplemente esperando nuestra mirada atenta?
La interrumpió el llamado a escena.
Más de la mitad de la ópera había transcurrido ya, ella sólo hacia su aparición en la tercera parte, con una lámpara en la mano. Fausto se ha escondido. Mefistófeles se ha escapado. Margarita va a cantar por primera vez:
Cruzó miradas con Atlan-Ferrara dirigiendo la orquesta con un aire ausente, totalmente abstraído, profesional, sólo que la mirada negaba esa serenidad, contenía una crueldad y un terror que la espantaron apenas cantó la siguiente estrofa,
«mi sueño de ayer es la causa de mi inquietud» y en ese instante, sin dejar de cantar, dejó de escuchar su propia voz, sabia que cantaba pero no se oía a sí misma, ni oía a la orquesta, sólo miraba a Gabriel mientras otro canto, interno a Inez, fantasma del aria de Margarita, la separaba de ella misma, entraba a un rito desconocido, se posesionaba de su propia acción en el escenario como de una ceremonia secreta que los demás, todos los que habían pagado boletos para asistir a una representación de La Damnation de Faust en Covent Garden, no tenían derecho a contemplar: el rito era sólo de ella, pero ella no sabia cómo representarlo, se confundió, ya no se escuchaba a sí misma, sólo veía la mirada hipnótica de Atlan-Ferrara recriminándola por su falta de profesionalismo, ¿qué cantaba, qué decía?, mi cuerpo no existe, mi cuerpo no toca la tierra, la tierra empieza hoy, hasta lanzar un grito fuera de tiempo, un anticipo de la gran cabalgata infernal con que culmina la obra.
Y entonces la voz de Inez Prada pareció convertirse primero en eco de si misma, en seguida en compañera de si misma, al cabo en voz ajena, separada, voz de una potencia comparable al galope de los corceles negros, al batir de las alas nocturnas, a las tormentas ciegas, a los gritos de los condenados, una voz surgida del fondo del auditorio, abriéndose paso por las plateas, primero entre la risa, en seguida el asombro y al cabo el terror del público de hombres y mujeres maduros, engalanados, polveados, rasurados, bien vestidos, ellos secos y pálidos o rojos como tomates, sus mujeres escotadas y perfumadas, blancas como quesos añejos o frescas como rosas fugaces, el público distinguido del Covent Garden ahora puesto de pie, dudando por un momento si ésta era la audacia suprema del excéntrico director francés, la «rana» Atlan-Ferrara, capaz de conducir a este extremo la representación de una obra sospechosamente «continental», por no decir «diabólica»…