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Gritó el coro, como si la obra se hubiese apocopado a sí misma, saltándose toda la tercera parte para precipitarse hacia la cuarta, la escena de los cielos violados, las tormentas ciegas, los terremotos soberanos, Sancta Margarita, aaaaaaaaaah…

Desde el fondo del auditorio avanzaron hacia la escena la mujer desnuda con la cabellera roja erizada, los ojos negros brillando de odio y venganza, la piel nacarada rayada de abrojos y maculada de hematomas, cargando sobre los brazos extendidos el cuerpo inmóvil de la niña, la niña color de muerte, rígida ya en manos de la mujer que la ofrecía como un sacrificio intolerable, la niña con un chorro de sangre manándole entre las piernas, rodeadas de gritos, el escándalo, la indignación del público, hasta llegar al escenario, paralizando de terror a los espectadores, ofreciendo el cuerpo de la niña muerta al mundo mientras Atlan-Ferrara dejaba que los fuegos más feroces de la creación pasaran por su mirada, sus manos no dejaban de dirigir, el coro y la orquesta lo seguían obedeciendo, ésta era acaso una innovación más del genial maestro, ¿no había dicho varias veces que quería hacer un Fausto desnudo?, la doble exacta de Margarita subía desnuda al escenario con un bebé sangrante entre las manos y el coro cantaba Sancta María, ora pro nobis y Mefistófeles no sabia qué decir fuera del texto prescrito pero Atlan-Ferrara lo decía por él, hop! Hop! hop! y la extraña adueñada del escenario silbaba jas, jas, jas y se acercaba a Inez Prada inmóvil, serena, con los ojos cerrados pero con los brazos abiertos para recibir a la niña sangrante y dejarse desnudar a gritos, rasgada, herida, sin resistir, por la intrusa de la cabellera roja y los ojos negros, jas, jás, jas, hasta que, desnudas las dos ante el público paralizado por las emociones contradictorias, idénticas las dos sólo que era Inez quien ahora portaba a la niña, convertida Inez Prada en la mujer salvaje, como en un juego óptico digno de la gran mise-en-sce'ne de Atlan-Ferrara, la mujer salvaje se fundía en Inez, desaparecía en ella y entonces el cuerpo desnudo que ocupaba el centro del escenario caía sobre el tablado, abrazada a la niña violada y el coro exhalaba un grito terrible,

Sancta Margarita, ora pro nobis jas! irimuru karabao!jas!Jas!jas!

En el silencio azorado que siguió al tumulto, sólo se escuchó una nota espectral, jamás escrita por Berlioz, el tañido de una flauta tocando una música inédita, rápida como el vuelo de las aves raposas. Música de una dulzura y melancolía que nadie había escuchado antes. Toca la flauta un hombre joven, pálido, rubio, color de arena. Tiene las facciones esculpidas hasta el punto que una talla más de la nariz afilada, los labios delgados o los pómulos lisos las hubiera quebrado o quizás borrado. La flauta es de marfil, es primitiva, o antigua, o mal hecha… Parece rescatada del olvido o de la muerte. Su solitaria insistencia quiere decir la última palabra. El joven rubio no parece, sin embargo, tocar la música. El joven rubio padece la música, ocupa el centro de un escenario vacío frente a un auditorio ausente.

7.

Ya estará dicho. Volverá a ser. Regresará.

En ese momento ella se entregará a la única compañía que la consolará de algo que comenzará a dibujar en sus sueños como «algo perdido».

Así le dirá su instinto. «Lo perdido» será una aldea antigua que para ella será siempre porvenir, nunca ya fue sino ya será porque en ella vivirá la felicidad que no perdió, sino que se volverá a hallar.

¿Cómo será eso que se perderá sólo para volverse a encontrar?

Es lo que ella sabrá mejor. Si no lo único, por lo menos será lo mejor que sabrá.

Habrá un centro en ese lugar. Alguien ocupará ese centro. Será una mujer como ella. Ella la verá y se verá a sí misma porque no tendrá otra manera de decir esas palabras terribles yo soy sino traduciéndolas velozmente a la imagen de la gran figura sentada sobre la tierra, cubierta de harapos y de metales, objetos que serán dignos de ser canjeados por carne y vasijas, por tropeles y varas «preciosas» para darles el valor reconocido de cambiarse por otras cosas de menor valor, añadirá, pero más necesarias para vivir.

No hará falta demasiado. La madre enviará a los hombres a buscar comida y ellos regresarán jadeando, rasguñados, cargando sobre las espaldas a los jabalíes y a los ciervos, pero a veces regresarán asustados, corriendo en cuatro patas, que será cuando el padre se incorpore y les demuestre así, sobre dos pies, olviden lo otro, lo otro ya no es, ahora seremos así, en dos patas, ésta es la ley, y ellos primero se levantarán pero cuando la madre vuelva a sentarse sobre el trono de sus anchas caderas, ellos se acercarán a ella, la abrazarán y la besarán, le acariciarán las manos y ella hará los signos con los dedos sobre las cabezas de sus hijos y les repetirá lo que dirá siempre, ésta es la ley, todos serán mis hijos, a todos los querré por igual, ninguno será mejor que otro, ésta será la ley y ellos llorarán y cantarán con alegría y besarán a la mujer recostada con un amor enorme y ella, la hija, se unirá también al gran acto de amor y la madre repetirá sin cesar, todos iguales, ésta será la ley, todo compartido, lo necesario para vivir contentos, el amor, la defensa, la amenaza, el coraje, el amor otra vez, siempre todos…

Entonces la madre le pedirá que cante y ella quisiera que llegara la protección que siempre necesitará, eso canta.

Canta que quisiera tener la compañía que siempre añorará.

Canta que quisiera evitar los peligros que encontrará en el camino.

Porque de ahora en adelante estará sola y no sabrá cómo defenderse.

Es que antes todos teníamos la misma voz y cantábamos sin necesidad de forzarnos.

Porque ella nos quería por igual a todos.

Ahora era llegado el tiempo de un solo jefe ordenando los castigos, los premios y las tareas. Ésta es la ley.

Ahora era llegado el tiempo de alejar a las mujeres y entregarlas a otros pueblos para evitar el horror de hermanos y hermanas fornicando juntos. Ésta es la ley.

Ahora éste era un tiempo nuevo en que el padre manda y designa su preferencia por el hijo mayor. Ésta es la ley.

Antes éramos iguales.

Las mismas voces.

Las extrañará.

Empezará a imitar lo que escucha en el mundo.

Para no estar sola.

Se dejará guiar por el tañido de una flauta.

8.

Dirigió por última vez el Fausto de Berlioz en el Festspielhaus de Salburgo, la ciudad adonde se había retirado a pasar sus últimos años. Mientras conducía a los cantantes, el coro y la orquesta hacia el final apocalíptico de la obra, quería creer que nuevamente él era el joven maestro que ponía en escena por primera vez la obra en un lugar que él quería por primera vez también pero que, fatalmente, estaba lleno de nuestro pasado.

A los noventa y dos años, Gabriel Atlan-Ferrara rehusaba con desdén el taburete que le ofrecían para dirigir sentado, un poco encorvado, si, pero de pie porque sólo de pie podía invocar la respuesta musical a una naturaleza destructiva que anhelaba regresar al gran original y, allí, entregarse en brazos del Demonio. ¿Era cierto que, a pesar de la sonoridad de la obra, él escuchaba pasos que se acercaban al podio y le decían al oído: «He venido a reparar el daño»?

Su respuesta era vigorosa, no la pensaba dos veces, él iba a morir de pie, como un árbol, dirigiendo orquestas, comprendiendo hasta el fin que la música puede ser sólo una evocación impresionista y que al director le incumbe imponer una contemplación serena que sólo así le entrega la verdadera pasión a la obra. Era la paradoja de su creación. El viejo llegó a entender esto y esta tarde en Salzburgo hubiese querido saberlo y comunicarlo en Londres en 1940, en México en 1949, otra vez en Londres en 1967, cuando un público idiota salió creyendo que su Fausto seguía las huellas de la moda nudista de ¡Oh Calcutta! Sin enterarse nunca del secreto expuesto a la mirada de todos…