Ulrike lo miraba, de pie, sin ocultar el desdén.
– Sigue usted hablando solo. Es un signo de demencia senil -dijo la ama de llaves.
Atlan-Ferrara escuchó el ruido insoportable de los movimientos de la mujer, sus faldas tiesas, sus manojos de llaves, sus pies arrastrados por el caminar herido, de piernas separadas.
– ¿Queda un solo sello de cristal, Ulrike?
– No, señor -dijo el ama de llaves con la cabeza baja, recogiendo el servicio-. Este que usted tiene aquí en la sala es el último que quedaba…
– Pásamelo, por favor…
Ulrike detuvo el objeto entre las manos y lo mostró con una mirada impúdica y arrogante al maestro.
– Usted no sabe nada, maestro.
– ¿Nada? ¿De Inez?
– ¿Alguna vez la vio realmente joven? ¿De verdad la vio envejecer? ¿O simplemente lo imaginó todo porque el tiempo de los calendarios se lo exigía? ¿Cómo iba a envejecer usted entre la caída de Francia y la blitz alemana y el viaje a México y el regreso a Londres y ella no? Usted la imaginó envejeciendo para hacerla suya, contemporánea suya…
– No, Dicke, te equivocas… yo quise hacer de ella mi pensamiento eterno y único. Eso es todo.
La Dicke rió estruendosamente y acercó el rostro al de su amo con una ferocidad de pantera.
– No volverá ya. Usted va a morir. Quizás la encuentre en otra parte. Ella nunca abandonó su tierra original. Sólo vino a pasar un rato aquí. Tenía que regresar a los brazos de él. Y él nunca regresará. Resígnate, Gabriel.
– Está bien, Dicke -suspiró el maestro.
Pero para si decía: Nuestra vida es un rincón fugitivo cuyo propósito es que la muerte exista. Somos el pretexto para la vida de la muerte. La muerte le da presencia a todo lo que habíamos olvidado de la vida.
Caminó con paso lento hasta su recámara y miro con atención dos objetos posados sobre la mesa de noche.
Uno, la flauta de marfil.
Otro, la fotografía enmarcada de Inez vestida para siempre con los ropajes de la Margarita de Fausto, abrazada a un joven de torso desnudo, sumamente rubio. Los dos sonriendo abiertamente, sin enigma. Nunca más separados.
Tomó la flauta, apagó la luz y repitió con gran ternura un pasaje del Fausto.
La criada lo escuchó de lejos. Era un viejo excéntrico y maniático. Ella se deshizo las trenzas. La cabellera larga, blanca, le colgaba hasta la cintura. Se sentó en la cama y alargó los brazos, musitando una lengua extraña, como si convocara un parto o una muerte.
9.
El recuerdo de la tierra perdida no alcanzará a consolarla.
Se paseará a orillas del mar y luego caminará costa adentro.
Tratará de recordar cómo fue la vida antes, cuando había compañía, hogar, aldea, madre, padre, familia.
Ahora caminará sola, con los ojos cerrados, tratando así de olvidar y de recordar al mismo tiempo, privándose de la vista para entregarse a la sonoridad pura, tratando de ser lo que logra escuchar, nada más, anhelando el rumor del manantial, el susurro de los árboles, el parloteo de los monos, el estruendo de la tormenta, el galope de los uros, el combate de los astados por el favor de la hembra, todo lo que la salve de la soledad que la amenazará con la pérdida de la comunicación y de la memoria.
Quisiera escuchar un grito de acción, inconsciente y discontinuo, un grito de pasión, ligado al dolor o a la felicidad, quisiera sobre todo que los dos lenguajes, el de la acción y el de la pasión, se mezclaran, para que los gritos naturales se convirtiesen de nuevo en deseo de estar con otro, de decirle algo a otro, de clamar la necesidad y la simpatía y la atención al otro perdido desde que salió de la casa expulsada por la ley del padre.
Ahora, ¿quién te verá, quién te prestará atención, quién entenderá tu llamado angustioso, el que al fin saldrá de tu garganta cuando corras cuesta arriba, llamada por la altura del risco de piedra, cerrando los ojos para aliviar la duración y el dolor del ascenso?
Un grito te detendrá.
Tú abrirás los ojos y te verás al borde del precipicio con el vació a tus pies, una honda barranca y, del otro lado, en una explanada calcárea, una figura que te gritará, agitará los brazos en alto, dirá con todo el movimiento de su cuerpo, pero sobre todo con la fuerza de su voz, detente, no caigas, peligro…
Él estará desnudo, tan desnudo como tú.
Los identificará la desnudez y él tendrá color de arena, todo, su piel, su vello, su cabeza.
El hombre pálido te gritará, detente, peligro.
Tú entenderás los sonidos e-dé, e-me, ayudar, querer, velozmente transformándose en algo que sólo en ese momento al gritarle al hombre de la otra orilla, reconocerás en ti misma: él me mira, yo lo miro, yo le grito, él me grita, y si no hubiese nadie allí donde él está, no habría gritado así, habría gritado para ahuyentar a una parvada de pájaros negros o por miedo a una bestia acechante, pero ahora grito pidiéndole o agradeciéndole algo a otro ser como yo pero distinto de mi, ya no grito por necesidad, grito por deseo, e-dé, e-me, ayúdame, quiéreme…
Él irá bajando de la roca con un gesto suplicante que tú imitarás con gritos, regresando sin poderlo evitar al gruñido, al aullido, pero ambos sintiendo en el temblor veloz de sus cuerpos que correrán para apresurar el encuentro tan deseado ya por ambos, habrá un regreso al grito y al gesto anteriores hasta encontrarse y enlazarse.
Ahora exhaustos dormirán juntos en el lecho del fondo del precipicio.
Entre tus pechos colgará el sello de cristal que él te habrá obsequiado antes de amarte.
Eso será lo bueno pero también habrán hecho algo terrible, algo prohibido.
Le habrán dado otro momento al momento que viven y a los momentos que van a vivir; han trastocado los tiempos; le han abierto un campo prohibido a lo que les sucedió antes.
Pero ahora no hay prevención, no hay temores.
Ahora hay la plenitud del amor en el instante.
Ahora cuanto pueda suceder en el porvenir deberá esperar, paciente y respetuoso, la siguiente hora de los amantes reunidos.
Fin
Cartagena de Indias, enero de 2000
Carlos Fuentes
nació en 1928. Debido a los diferentes cargos que su padre ocupó en el servicio diplomático exterior mexicano, pasó parte de su infancia en Estados Unidos, Chile y Argentina. Licenciado en Derecho, realizó cursos de Economía en el Instituto de Altos Estudios Internacionales de Ginebra (Suiza). Trabajó en la Secretaría de Relaciones Exteriores y fue embajador de México en Francia. Su obra abarca desde las novelas La región más transparente (1958; Alfaguara, 1998), La muerte de Artemio Cruz (1962), Cantar de ciegos (1964), Cambio de piel (1967), Zona sagrada (1967), Terra Nostra (1975), La cabeza de la hidra (1978), Gringo viejo (1985), Cristóbal Nonato (1987), El naranjo (Alfaguara, 1993), Diana o la cazadora solitaria (Alfaguara, 1994), La frontera de cristal (Alfaguara, 1995) y Los años con Laura Díaz (Alfaguara, 1999), hasta guiones cinematográficos, literatura dramática y ensayos, como El espejo enterrado (1992). En 1987 recibió el Premio Cervantes y en 1994 fue galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras.