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Ella no le daba crédito al jefe de orquesta que manejaba el descapotable de dos asientos con el mismo vigor y concentración desenfadada con que dirigía el conjunto musical, como si quisiese proclamar a los cuatro vientos que también era un hombre práctico y no sólo un «long haired musician», como entonces se les llamaba en el mundo angloamericano: sinónimo de distracción casi bobalicona.

Ella dejó de prestarle atención a la velocidad, a la carretera y al miedo, para darse cuenta de dónde estaba, permitiendo que la ocupase una plenitud que le daba la razón a Gabriel Atlan-Ferrara -«La naturaleza perdura mientras la ciudad muere»- y la incitaba a entregarle sus sentidos a las huertas hundidas del camino, a los bosques y al olor de hojas muertas y a la niebla que goteaba desde las plantas perennes. La asaltaba la sensación de que una savia, inmensa como un gran río sin principio ni fin, invencible y nutricia, fluía con independencia de la locura criminal que sólo el ser humano introduce en la naturaleza.

– ¿Oyes a las lechuzas?

– No, el motor hace mucho ruido.

Gabriel rió.

– El signo del buen músico es saber escuchar muchas cosas al mismo tiempo y ponerle atención a todas ellas.

Que oyera bien a las lechuzas. Eran no sólo las vigías nocturnas del campo, sino sus afanadoras.

– ¿Sabias que las lechuzas capturan más ratones que cualquier ratonera? -afirmó, más que preguntó, Gabriel.

– Entonces para qué trajo Cleopatra sus gatos del Nilo a Roma -dijo ella sin énfasis.

Ella pensó que acaso valdría la pena tener lechuzas en casa como celosas amas de llaves. Pero ¿quién podría dormir con ese ulular perpetuo del ave nocturna?

Ella prefirió entregarse, durante el trayecto de Londres al mar, a la visión de la Luna que brillaba plenamente esa noche, como para auxiliar a la aviación alemana en sus incursiones. La Luna no era desde ahora excusa romántica. Era el faro de la Luftwaffe. La guerra cambiaba el tiempo de todas las cosas pero la Luna insistía en contar el paso de las horas y éstas no dejaban, a pesar de todo, de ser tiempo y acaso tiempo del tiempo, madre de las horas… Si no hubiera Luna, la noche seria el vacío. Gracias a la Luna, la noche se iba dibujando como un monumento. Cruzó la carretera un zorro plateado, más veloz que el automóvil.

Gabriel frenó y agradeció la carrera del zorro y la luz de la luna. Un viento pausado y murmurante corría por el páramo de Durnover y mecía ligeramente los alerces derechos y delgados cuyas hojas blandas de color verdegay parecían señalar hacia la espléndida construcción del circo lunar de Casterbridge.

Le dijo a ella que la Luna y el zorro se habían confabulado para detener la velocidad ciega del automóvil e invitarlos -descendió, abrió la puerta, le ofreció la mano a la mujer- a llegar juntos al coliseo abandonado por Roma en medio del yermo británico, abandonado por las legiones de Adriano, abandonadas las bestias y los gladiadores que murieron olvidados en las celdas subterráneas del circo de Casterbridge.

– ¿Oyes el viento? -preguntó el maestro.

– Apenas -dijo ella.

– Te gusta este sitio?

– Me sorprende. Jamás imaginé algo así en Inglaterra.

– Podríamos ir un poco más lejos, al norte de Casterbridge, hasta Stonehenge, que es un vasto círculo prehistórico, con más de cinco mil años de edad, en cuyo centro se levantan, alternados, pilares y obeliscos de arenisca y cobre antiguo. Es como una fortaleza del origen. ¿Lo oyes?

– ¿Perdón?

– ¿Oyes el lugar?

– No. Dime cómo.

– ¿Quieres ser cantante, una gran cantante?

Ella no contestó.

– La música es la imagen del mundo sin cuerpo. Mira este circo romano de Casterbridge. Imagina los círculos milenarios de Stonehenge. La música no los puede reproducir porque la música no copia el mundo. Tú escucha el perfecto silencio de la llanura y si aguzas el oído convertirás al Coliseo en la caja de resonancia de un lugar sin tiempo. Créeme que cuando dirijo una obra como el Fausto de Berlioz, renuncio a medir el tiempo. La música me da todo el tiempo que necesito. Los calendarios me sobran.

La miró con sus ojos negros y salvajes a esa hora y se sorprendió de que la Luna volviese transparentes los párpados cerrados de la mujer que lo escuchaba sin decir palabra.

Acercó los labios a los de la mujer y ella no se opuso, pero tampoco lo celebró.

Él había alquilado la casa -bueno, el cottage- desde antes de la guerra, cuando empezaron a solicitarlo para dirigir conciertos en Inglaterra. Fue una decisión oportuna -sonrió con una mueca el director-, aunque ni yo ni nadie pudo prever la velocidad con que Francia caería rendida.

Era una caseta normal de la costa. Dos pisos estrechos y un techo de dos aguas, sala y cocina, comedor abajo, dos recámaras y un baño encima. ¿Y el ático?

– Una de las recámaras la uso como desván -sonrió Gabriel-. Un músico va juntando demasiadas cosas. No soy viejo, pero mi parafernalia ya acumula un siglo entre partituras, notas, croquis, dibujos de vestuarios, escenografías, libros de referencia, qué sé yo…

La miró sin pestañear.

– Puedo dormir en la sala.

Ella estuvo a punto de encogerse de hombros. Se lo impidió la visión de la escalera. Era tan empinada que parecía, casi, una escala vertical, abordable no sólo con los pies, sino con las manos, barrote tras barrote -como una hiedra, como un animal, como un mono.

Apartó la mirada.

– Si. Como gustéis.

Él guardó silencio y dijo que era tarde, en la cocina había huevos, chorizo, una cafetera, quizás un pan duro y una rebanada de Cheddar más endurecida aún.

– No -negó ella, quería mirar cuanto antes el mar.

– No es gran cosa -él no perdía por nada del mundo su sonrisa afable, pero siempre con una punta de ironía-. La costa aquí es baja y sin drama. La belleza de la región está tierra adentro, por donde pasamos esta noche. Casterbridge. El circo romano. El viento pausado y murmurante, aún las partes más áridas me gustan, me gusta saber que detrás de mi hay toda una vértebra de canteras, colinas de creta y siglos de arcilla. Todo ello te empuja hacia el mar, como si la fuerza y hermosura de la tierra inglesa consistiese en moverte hacia el mar, alejarte de una tierra celosa de su soledad sombría y lluviosa… Mira, aquí, del otro lado de donde nos encontramos, mira la isla sin árboles, un islote de pura roca, imagina cuándo surgió del mar o se separó de la tierra, calcula no en miles sino en millones de años.

Indicó con el brazo alargado.

– Ahora, debido a la guerra, el faro de la isla está apagado. To the Lighthouse! No más Virginia Woolf -rió Gabriel.

Pero ella tenía otra impresión de la noche de invierno y la belleza ardiente del campo helado pero intensamente verde, boscoso; agradeció las avenidas arboladas porque la protegían del aire incendiado, de la muerte desde el cielo…

– La costa verdaderamente bella es la del oeste -continuaba Gabriel-. Cornwall también es un páramo empujado por un campo de brezos al océano Atlántico. Lo que sucede en esa costa es un combate. La roca empuja contra el océano y el océano contra la roca. Como lo supondrás, acaba ganando el mar, el agua es fluida y generosa porque siempre está ofreciendo forma, la tierra es dura y deforma, pero el encuentro es magnífico. Los muros de granito se levantan hasta trescientos pies sobre el mar, resisten el embate gigantesco del Atlántico, pero toda la formación de los acantilados es obra del ataque incesante del gran oleaje del océano. Hay ventajas.

Gabriel colocó el brazo sobre la espalda de la cantante. Esta fría madrugada frente al mar. Ella no lo rechazó.

– La tierra se defiende del mar con su piedra antigua. Abundan las cuevas. La arena es plateada. Dicen que las cuevas fueron guaridas de contrabandistas. Pero la arena delata sus pasos. Sobre todo, el clima es muy suave y la vegetación abundante, gracias a la corriente del Golfo de México, que es la calefacción de Europa.

Ella lo miró separándose un poco del abrazo.