– Yo soy mexicana. Me llamo Inés. Inés Rosenzweig. ¿Por qué no me lo habías preguntado?
Gabriel amplió la sonrisa pero la unió a un ceño fruncido.
– Para mi, no tienes nombre ni nacionalidad.
– Por favor, no me hagas reír.
– Perdóname. Eres la cantante que se aisló del coro para entregarme una voz bella, singular, sí, pero aún un poco salvaje, necesitada de cultivo…
– Gracias. No quería sentimentalismos…
– No. Simplemente una voz necesitada de cultivo, como los páramos de Inglaterra.
– Vieras los mezquitales en México -se apartó Inés con despreocupación.
– En todo caso -prosiguió Gabriel- una mujer sin nombre, un ser anónimo que se cruzó una noche en mi vida. Una mujer sin edad.
– ¡Romántico!
– Y que me vio orinar en un callejón.
Los dos rieron abiertamente. Ella se serenó primero.
– Una mujer a la que se trae de fin de semana para olvidarla el lunes -sugirió lnés soltándose la mascada y dejando que el viento de la aurora agitase su cabellera roja.
– No -Gabriel la abrazó-. Una mujer que entra en mi vida idéntica a mi vida, equivalente a las condiciones de mi vida…
¿Qué quería decir? Las palabras la intrigaron y por eso Inés no dijo
nada.
Tomaron el café en la cocina. El amanecer era lento, como corta seria la jornada de diciembre. Inés comenzó a percatarse de lo que la rodeaba, la simplicidad de la casa de adobes crudos, enjalbegada. Los pocos libros en la sala, en su mayoría clásicos franceses, algo de literatura italiana, varias ediciones de Leopardi, poetas del centro de Europa. Un sofá desvencijado. Una mecedora. Un hogar y en la repisa la fotografía de Gabriel muy joven, adolescente o quizás de veinte años, abrazado a un muchacho exactamente opuesto a él, sumamente rubio, sonriendo abiertamente, sin enigma. Era la foto de una camaradería ostentosa, solemne a la vez que orgullosa de si, con el orgullo de dos seres que se encuentran y reconocen en la juventud, reconociendo la oportunidad única de afirmarse juntos en la vida. Nunca separados. Nunca más…
En la sala también había dos taburetes de madera apartados por la distancia -calculó instintivamente Inés- de un cuerpo tendido. Gabriel acudió a explicarle que en las casas campesinas de Inglaterra siempre hay dos taburetes gemelos para posar sobre ellos durante la velación el féretro del ser desaparecido. Él había encontrado así, al tomar la casa, esos dos taburetes y no los había tocado, no los había movido, bueno, por superstición -sonrió- o para no perturbar a los fantasmas de la casa.
– ¿Quién es? -preguntó ella, acercando el vaho del tazón de café a sus labios sin dejar de mirar la fotografía, indiferente a las explicaciones folclóricas del maestro.
– Mi hermano -contestó con sencillez Gabriel, apartando la mirada de los taburetes fúnebres.
– No se parecen nada.
– Bueno, digo hermano como podría decir camarada.
– Es que las mujeres nunca nos decimos hermanas o camaradas entre nosotras.
– Amor, amiga…
– Si. Supongo que no debo insistir. Perdón. No soy fisgona.
– No, no. Sólo que mis palabras tienen un precio, Inés. Si tú quieres (no insistes, sólo quieres, ¿verdad?) que yo hable de mi, tú tendrás que hablar de ti.
– Está bien -rió ella, divertida por las maneras como Gabriel le daba vuelta a las cosas.
El joven maestro miró alrededor de su cottage costero tan despojado de lujos y dijo que, por el, no tendría un solo mueble, un solo utensilio. En las casas vacías sólo crecen los ecos: crecen, si sabemos escucharlas, las voces. Él venia a este lugar -miró con intensidad a Inés- para escuchar la voz de su hermano…
– Tu hermano?
– si, porque era sobre todo mi compañero. Compañero, hermano, ceci, cela, qué más da…
– ¿Dónde está?
Gabriel no sólo bajó la mirada. La perdió.
– No sé. Siempre le gustaron las ausencias largas y misteriosas.
– ¿No se comunica contigo?
– Si.
– Entonces, si sabes dónde está.
– Las cartas no tienen fecha ni lugar.
– ¿De dónde llegan?
– Yo lo dejé a él en Francia. Por eso escogí este sitio.
– ¿Quién te las trae?
– Desde aquí, estoy más cerca de Francia. Veo la costa normanda.
– ¿Qué te dice en las cartas? Perdón… siento que no me has dado permiso…
– Si. Si, no te preocupes. Mira, le gusta hacer recuerdos de nuestra vida de adolescentes. Bah, recuerda, no sé, cómo me envidiaba cuando yo sacaba a bailar a la muchacha más bonita y la hacía lucir en la pista. Confiesa que me tenía celos, pero tener celos es darle importancia a la persona que quisiéramos sólo para nosotros, celos, Inés, no envidia, la envidia es una ponzoña impotente, queremos ser otro. El celo es generoso, queremos que el otro sea mío.
– ¿Cómo era? ¿Él no bailaba?
– No. Prefería verme bailar y luego decirme que sentía celos. Él era así. Vivía a través de mi y yo a través de él. Éramos camaradas, ¿te das cuenta?, teníamos esa liga entrañable que el mundo pocas veces comprende y siempre trata de romper, aislándonos mediante el trabajo, la ambición, las mujeres, las costumbres que cada cual va adquiriendo por separado… La historia.
– Quizás es bueno que sea así, maestro.
– Gabriel.
– Gabriel. Quizás si la maravillosa camaradería de la juventud se prolongara, perdería su luz.
– La nostalgia que la sostiene, quieres decir.
– Algo así, maestro… Gabriel.
– ¿Y tú, Inés? -cambió el tema bruscamente Atlan-Ferrara.
– Nada especial. Me llamo Inés Rosenzweig. Mi tío es diplomático mexicano en Londres. Desde pequeña todos notaron que tenía buena voz. Entré al Conservatorio de México y ahora estoy en Londres -rió- metiendo el desorden en el coro de La Damnation de Faust y dándole cólicos al célebre y joven maestro Gabriel Atlan-Ferrara.
Levantó el tazón de café como si fuese una copa de champaña. Se quemó los dedos. Estuvo a punto de preguntarle al maestro:
– ¿Quién te trae las cartas?
Sólo que Gabriel se adelantó.
– ¿No tienes novio? ¿No dejaste a nadie en México?
Inés negó con un movimiento de cabeza que sacudió su melena acerezada. Frotó los dedos irritados, discretamente, contra la falda a la altura del muslo. El sol ascendiente parecía conversar con la aureola de la muchacha, envidiándola. Pero ella no apartaba la mirada de la foto de Gabriel y su hermano-compañero. Era un muchacho muy bello, tan diferente de Gabriel como puede serlo un canario de un cuervo.
– ¿Cómo se llamaba?
– Se llama, Inés. No ha muerto. Sólo ha desaparecido.
– Pero recibes sus cartas. ¿De dónde llegan? Europa está aislada…
– Hablas como si quisieras conocerlo…
– Claro. Es interesante. Y muy bello.
Una belleza nórdica tan lejana de la personalidad latina de Gabriel -¿era buen mozo o sólo impresionante?, ¿hermano, compañero?-. La pregunta dejó de preocupar a Inés. Era imposible ver la fotografía del muchacho sin sentir algo por él, amor, inquietud, deseo sexual, intimidad quizás, o quizás cierto desdén helado… Indiferencia no. No la permitían los ojos claros como lagunas jamás cursadas por navegantes, la cabellera rubia y lacia que era como el ala de una espléndida garza real y el torso esbelto y firme.
Los dos muchachos estaban sin camisa pero la foto se detenía en los vientres. El torso del joven rubio correspondía a la suma de las facciones esculpidas hasta el punto en que una talla más de la nariz afilada, los labios delgados o los pómulos lisos los hubiese quebrado o, quizás, borrado.
El muchacho sin nombre merecía atención. Eso se dijo Inés esta madrugada. El amor que exigía el hermano o camarada era el amor atento. No dejar que pasaran las ocasiones. No distraerse. Estar presente para él porque él estaba presente para ti.
– ¿Eso te hace sentir esta foto?
– Te soy franca. No es la foto. Es él.