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– También estoy yo. No está solo.

– Pero tú estás aquí, a mi lado. No te hace falta la foto.

– ¿Y él?

– Él es sólo su imagen. Nunca he visto a un hombre tan bello.

– No sé dónde está -concluyó Gabriel y la miró con enfado y una suerte de orgullo vergonzoso-. Si quieres, piensa que las cartas las escribo yo mismo. No vienen de ningún lado. Pero no te sorprendas si algún día reaparece.

Inés no quiso arredrarse ni mostrar asombro. Con seguridad, una regla del trato con Gabriel Atlan-Ferrara era ésa: afirmar la normalidad en toda circunstancia salvo en la gran creación musical. No seria ella quien alimentase la hoguera de su creatividad dominante, no seria ella quien se riese de él cuando entró sin avisar al único baño -la puerta estaba entreabierta, no violaba ningún tabú- y lo vio ante el espejo como un pavo real que fuese capaz de saberse reflejado. Luego vino la risa de él una risa forzada mientras se peinaba rápidamente, explicando con los hombros encogidos, desdeñosos:

– Soy hijo de madre italiana. Cultivo la bella figura. No te preocupes. Es para impresionar a los demás hombres, no a las mujeres. Ése es el secreto de Italia.

Ella sólo traía puesta una bata de algodón metida apresuradamente en el maletín de weekend. Él estaba completamente desnudo y se acercó a ella excitado, abrazándola. Inés lo alejó.

– Perdón, maestro, ¿crees que vine aquí sólo como una gama, sólo para atender a tu llamado sexual?

– Toma la recámara, por favor.

– No, el sofá de la sala está bien.

Inés soñó que esta casa estaba llena de arañas y puertas cerradas. Quería escapar del sueño pero los muros de la casa chorreaban sangre y le impedían el paso. No había puertas abiertas. Manos invisibles tocaban a los muros, rat-tat-tat, rat-tattat… Recordó que los búhos se comen a las ratas. Logró escapar del sueño pero ya no supo distinguirlo de la realidad. Vio que se acercaba a un acantilado y que su sombra se proyectaba sobre la arena plateada. Sólo que era la sombra la que la miraba a ella, obligándola a huir de regreso a la casa y pasar por un rosedal donde una niña macabra arrullaba a un animal muerto y la miraba, sonriéndole con dientes perfectos pero manchados de sangre, a ella, a Inés. El animal era un zorro plateado, recién creado por la mano de Dios.

Cuando despertó, Gabriel Atlan-Ferrara estaba sentado a su lado mirándola dormir.

– La oscuridad nos permite pensar mejor -dijo él con voz normal, tan normal que parecía ensayada. Malebranche sólo podía escribir con las cortinas cerradas. Demócrito se sacó los ojos para ser filósofo de verdad. Homero sólo ciego pudo ver el mar color de vino. Y Milton sólo ciego pudo reconocer la figura de Adán naciendo del lodo y reclamándole a Dios: Devuélveme al polvo de donde me sacaste.

Se alisó las negras y salvajes cejas.

– Nadie pidió que lo trajeran al mundo, Salieron, después del frugal almuerzo de huevos y chorizo, a caminar frente al mar. Él con su pullover de cuello de tortuga y sus pantalones de pana, ella con la pañoleta amarrada a la cabeza y un traje sastre de lana gruesa. Él empezó por bromear diciendo que éste era país de cacería suntuosa, si pones atención puedes adivinar el paso de las aves costeras con sus picos largos para arrancar el alimento, si miras tierra adentro verás pasar al urogallo rojo en busca de su desayuno de brezos, a la perdiz de patas rojas o el estricto y esbelto faisán; los patos salvajes y los patos azules… y yo sólo puedo darte, como Don Quijote, «duelos y quebrantos».

Le pidió perdón por lo de anoche. Quería que ella lo entendiese. El problema del artista era que a veces no sabia distinguir entre eso que pasa por ser la normalidad cotidiana y la creatividad que también es cotidiana, no excepcional. Ya se sabe que el artista que espera la llegada de la «inspiración» se muere en la espera, mirando pasar al urogallo, y acabando con un huevo frito y medio chorizo. Para él, para Gabriel Atlan-Ferrara, el universo estaba vivo en todo momento y en todo objeto. De la piedra a la estrella.

Inés miraba con un instinto hipnótico hacia la isla que podía mirarse, muy lejana, en el horizonte marino. La Luna había tardado en dormirse y continuaba exactamente arriba de sus cabezas.

– ¿Has visto a la Luna de día? -preguntó él.

– Si -contestó ella sin sonreír-. Muchas veces.

– ¿Sabes por qué está tan alta la marea hoy? -ella negó y él prosiguió-: Porque la Luna está exactamente encima de nosotros, en su más poderoso momento magnético. La Luna hace dos órbitas alrededor de la Tierra cada veinticuatro horas más cincuenta minutos. Por eso todos los días hay dos mareas altas y dos mareas bajas.

Ella lo miró divertida, curiosa, impertinente, preguntándole en silencio ¿a qué viene todo esto?

– Dirigir una obra como La Damnation de Faust requiere convocar todos los poderes de la naturaleza. Tienes que tener presente la nebulosa del origen, tienes que imaginar un Sol gemelo del nuestro que un día estalló y se dispersó en los planetas, tienes que imaginar al universo entero como una inmensa marea sin principio ni fin, en expansión perpetua, tienes que sentir pena por el Sol que en unos cinco mil millones de años quedará huérfano, arrugado, sin oxígeno, como un globo infantil exhausto…

Hablaba como si dirigiese una orquesta, convocando poderes acústicos con un solo brazo extendido y un solo puño cerrado.

– Tienes que encarcelar la ópera dentro de una nebulosa que esconde un objeto invisible desde afuera, la música de Berlioz, cantando en el centro luminoso de una galaxia parda que sólo revelará su luz gracias a la luminosidad del canto, de la orquesta, de la mano del director… Gracias a ti y a mí.

Guardó un silencio momentáneo y se volvió a mirar, sonriente, a Inés.

– Cada vez que sube o baja la marea en este punto donde nos encontramos en la costa inglesa, Inés, la marea sube o baja en un punto del mundo exactamente opuesto al nuestro. Yo me pregunto y te lo pregunto a ti, igual que la marea sube y baja puntualmente en dos puntos opuestos de la Tierra, ¿aparece y reaparece el tiempo?, ¿la historia se duplica y se refleja en el espejo contrario del tiempo, sólo para desaparecer y reaparecer azarosamente?

Tomó ágilmente un guijarro y lo lanzó, veloz y cortante, saeta y daga, por la superficie del mar.

– Y si a veces me entristezco, ¿qué importa que no haya alegría en mi si la hay en el universo? Oye el mar, Inés, óyelo con el oído de la música que yo dirijo y tú cantas. ¿Oímos lo mismo que el pescador o la muchacha que sirve copas en el bar? Quizás no, porque el pescador tiene que saber cómo ganarle la presa al ave madrugadora y la camarera cómo parar en seco al cliente abusivo. No, porque tú y yo estamos obligados a reconocer el silencio en la hermosura de la naturaleza que es como un estruendo si lo comparas con el silencio de Dios, que es el verdadero silencio…

Arrojó otra piedrecilla al mar.

– La música está a medio camino entre la naturaleza y Dios. Con suerte, los comunica. Y con arte, nosotros los músicos somos los intermediarios entre Dios y la naturaleza. ¿Me escuchas? Estás muy lejos. ¿En qué piensas? Mírame. No mires tan lejos. No hay nada más allá.

– Hay una isla rodeada de niebla.

– No hay nada.

– La estoy viendo por primera vez. Es como si hubiese nacido durante la noche.

– Nada.

– Hay Francia -dijo al fin Inés-. Tú mismo me lo dijiste ayer. Vives aquí porque desde aquí se ve la costa de Francia. Pero yo no sé qué es Francia. Cuando vine aquí, Francia ya se había rendido. ¿Qué es Francia?

– Es la patria -dijo sin inmutarse Gabriel-. Y la patria es la lealtad o la deslealtad. Mira, toco a Berlioz porque es un hecho cultural que justifica el hecho territorial que llamamos Francia.

– ¿Y tu hermano, o camarada?

– Ha desaparecido.

– ¿No está en Francia?

– Es posible. ¿Te das cuenta, Inés, que cuando no sabes nada del ser al que amas, puedes imaginarlo en cualquier situación posible?