Victor no tiene mucha música en su casa, y muy pocos libros. Sólo la Biblia, y nadie la lee, ni siquiera El Cantar de los Cantares. Ahora yo lo acompaño a las tiendas de discos y él ojea los compacts y va preguntando:
– ¿Quién es éste? ¿Y esto qué es?
Muestra una adorable incompetencia que provoca mi entusiasmo. Lo llevé a ver a un amigo que tiene una tienda. Se compró un traje azul cielo que sin duda llama la atención, pero no escandalizará, excepto en ciertos tugurios de baja estofa. Se ha teñido el pelo. Tiene cierto aire de tejón, y yo me he quedado perplejo con su pendiente en la oreja. Pero sofoco las carcajadas, y ante la situación diría: cualquier avance en el dominio de la sabiduría requiere una buena dosis de impudor.
Una pareja de clase media baja de los años cincuenta jamás se hubiera separado. Mis padres permanecieron bajo el mismo techo toda su vida. Mamá estaba allí sólo parcialmente. Se pasaba la mayor parte del día sentada en su silla, inerte y obesa. Apenas hablaba, excepto para discutir; jamás tocaba a nadie, y rompía a llorar a menudo; se odiaba a sí misma y nos odiaba a todos: era un pedazo de carne muerta en vida. No se lavaba nunca; había telarañas en todas las habitaciones; los platos y la cubertería estaban impregnados de grasa. Casi no nos mudábamos de ropa. Cualquier esfuerzo era un problema; vivía al borde del pánico, como si todo estuviese a punto de romperse en mil pedazos. Alguna que otra vez afloraban vestigios de vida, una sonrisa o un chiste, incluso una conversación. Pero eran signos poco habituales y fugaces. Durante mucho tiempo tuve la extraña sensación de que me recordaba a alguien que conocía.
En cierto modo, ella era consciente de eso.
«Egoísta», se llamaba a sí misma, porque el alma le dolía tanto que sólo podía pensar en sí misma. No sabía cómo disfrutar de la gente, del mundo o de su propio cuerpo. Yo tenía miedo de acercarme a ella, porque con una madre así uno nunca sabía si te mandaría a hacer puñetas o tendería los brazos para besarte. Yo vivía una existencia perturbada. Como para ella era una carga o una interrupción, no podía pedirle nada. Pero aunque ella no me quería, yo le daba motivos de preocupación. Y me preocupaba su agobio. La angustia nos encadenaba el uno al otro. Al menos teníamos algo en común.
Cuando fui nominado a un Oscar y la telefoneé para darle la noticia, me dijo:
– ¿Tendrás que ir a América? Está muy lejos.
– Gracias por preocuparte -le respondí.
Cuando yo era más mayor, íbamos muy justos de dinero. Papá se negó a buscar otro trabajo y no quería trasladarse a una zona distinta del país. No se podía tomar ninguna decisión hasta que «lo lograse». Mamá se vio obligada a buscar un empleo. Trabajó en el comedor de una escuela; trabajó en fábricas y oficinas; trabajó en una tienda. Creo que para ella la obligación de trabajar y el trato con otras personas eran mejores opciones que pasarse el día entero sentada en casa.
El día que empecé a convivir con mi melancólica novia en Londres fui a casa a recoger mis cosas. Imaginaba que sería la primera y última vez que me marcharía de casa. No sabía que acabaría convirtiéndolo en hábito. Mis padres estaban sentados cada uno en un sillón, contemplando cómo me llevaba mis discos. ¿Qué les quedaba a ellos por hacer? ¿No los estaba condenando a la inutilidad?
Pero cuando mi hermano y yo nos marchamos, nuestros padres empezaron a ir a galerías de arte, al cine, a pasear, y a tomarse largas vacaciones. Manifestaron un nuevo interés el uno por el otro y les faltaba tiempo para disfrutar de la vida. Victor dice que una vez que las luces de un amor se han apagado, nunca puedes volver a encenderlas, del mismo modo que no se puede recalentar un suflé. Pero mis padres atravesaron la oscuridad y descubrieron una nueva intimidad.
¿No puedes pues aplicarte tú? Susan me acusa a menudo de falta de aplicación. Era lo que decían mis profesores, que no me concentraba. Pero yo sí me concentraba. Creo que la mente siempre está concentrada… en alguna cosa que le interesa. En mi caso las faldas, las bromas, el criquet y la música pop. A pesar de nosotros mismos, sabemos lo que nos gusta, y nuestros errores y excursiones alocadas son iluminaciones. Tal vez sólo merece la pena de verdad aquello que no buscamos…, como el rostro de Nina y las caricias de sus largos dedos.
Sigo considerando mi falta de amor por Susan una debilidad, un fracaso del que soy responsable. ¿Pero qué sentido tiene marcharse si este fracaso se reproduce con cada mujer? ¿Y si se trata de una enfermedad que uno transmite a cada persona con la que mantiene una relación? ¿No debería mantener una maleta permanentemente preparada junto a cada puerta tras la cual me refugie?
No quiero pensar en eso.
Mi bolsa está en el suelo.
Necesitaré bolígrafos y papel para mi viaje. No quiero olvidar ninguna emoción importante. Seguiré el rastro de mis sentimientos como un detective, buscando pistas del crimen, escribiendo a medida que me lea a mí mismo. Quiero conseguir una sinceridad absoluta que no implique tan sólo admitir lo horrible que es uno. ¿Cómo me gusta escribir? Con un lápiz blando y la polla bien dura, nunca a la inversa.
Me gustan todos los tipos de papeclass="underline" crema, blanco, amarillo; grueso, fino, pautado, sin marcas. En mi armario tengo al menos cincuenta cuadernos de notas, cada uno de los cuales, cuando lo compré, me llenó de la excitación de lo que diría, del descubrimiento de nuevos pensamientos. Cada uno tiene una hoja de papel secante entre las páginas, y todos están en blanco, a excepción de la primera página, en la que normalmente escribo algo del estilo de: «En este cuaderno anotaré todo lo que me venga a la mente, y pasado algún tiempo veré cómo emerge una imagen de mí, armada con fragmentos significativos…» Y después, nada. Me quedo helado, como le pasa a uno cuando las cosas adquieren un interés ilegítimo.
He intentado consagrar cada cuaderno de notas a un tema diferente: los libros que estoy leyendo, mis ideas políticas, los problemas que tengo con mi madre, Susan, mis actuales amantes, etc. Pero en cuanto empiezo, me distraigo limpiando mis plumas que gotean, recargándolas, probando las plumillas y preguntándome por qué la tinta no fluye regularmente. Hay pocos instrumentos más exquisitos que una pluma que se desliza sobre un papel de calidad, como un dedo sobre una piel joven.
Pero, de algún modo, estoy hecho para garabatear feroz e incontroladamente en pedazos de papel con bolígrafos viejos y lápices cortos de punta blanda.
De niños, como deberes de la escuela, a veces nos pedían que escribiéramos sobre el tema: «Qué he hecho hoy.» Ahora me siento como si estuviera elaborando una lista: las cosas que no he hecho hoy. Las cosas que no he hecho en esta vida.
Pienso en la gente a la que conozco (después podría escribir sus nombres en el cuaderno correspondiente) y me pregunto quién de ellos sabe vivir bien. Si vivir es un arte, desde luego es un arte extraño, un arte total, y especialmente el arte del placer vigoroso. Su forma desarrollada implica la aglutinación de un cierto número de cualidades: inteligencia, encanto, buena suerte, virtud natural, junto con sabiduría, buen gusto, conocimiento, comprensión y la aceptación de la angustia y el conflicto como parte de la vida. La riqueza no sería indispensable, pero sí la inteligencia que nos permitiría acceder a ella cuando fuese necesario. De las personas que conozco, las que poseen talento para la vida son las que disfrutan de una existencia libre, conciben grandes proyectos y los ven realizados. Son, también, la mejor compañía.
El otro día, Victor y yo estábamos en nuestro bar favorito, viendo un partido de fútbol por televisión.
– Cuando pienso que mi mujer y yo estuvimos juntos todas aquellas noches y aquellos años estériles y complicados, no entiendo nada. Tal vez fuese una especie de idealismo loco. Yo había hecho una promesa que tenía que cumplir a cualquier precio. ¿Pero por qué? El mundo jamás se recuperaría del fin de mi matrimonio. Mi fe en todo se haría pedazos. Creía todo eso sin saber hasta qué punto creía en ello. Era una obediencia, una sumisión ciega y estúpida. Probablemente fuese el único tipo de fe religiosa que he tenido en toda mi vida. Yo me tenía por un radical, pero era incapaz de destruir aquello que más me aprisionaba. ¿Destruirlo? ¡Si ni siquiera era capaz de verlo!