Dios mío, enséñame a ser irreflexivo.
Vamos. Adelante.
¿Cómo visten los fugitivos? Esto es importante. Debería hacer una lista, tal como me enseñó Susan. En casa de Victor no habrá un lugar apropiado para colocar mi ropa. Me molesta ese tipo de incomodidades. Sería mejor dejar la mayor parte aquí. Pero si Susan tiene un mínimo de instinto, me rasgará la chaqueta de Vivienne Westwood. Sería descorazonador que mi partida pasase inadvertida; un poco de delirio resulta esencial. En cuanto a los zapatos, no puedo llevarme muchos pares, pero necesitaré unos confortables y elegantes al mismo tiempo para conseguir tener confianza en mí mismo.
Tengo muchos trajes, a cada uno de los cuales doy prioridad en diferentes momentos, y me gusta ponérmelos para ir a almorzar, un acontecimiento que espero durante toda la mañana, ya que es el primer momento del día en que tomo conciencia de la existencia de los demás. Esta semana me inclino por el cruzado a rayas de cuatro botones. El pantalón es ahusado, con bolsillos delante. Lo llevo con mocasines de ante azules. No es extraordinariamente vistoso, pero me hace sentir irresistible. Estoy convencido de que me atenderán el primero en las tiendas y de que puedo hablarle a la gente con un aire de superioridad. Lo necesitaré para todos los bares y restaurantes a los que iré con Victor, para contrarrestar su modelo azul cielo. Pero no puedo pasearme de esa guisa cada día. También necesitaré otro tipo de ropa.
El otro día, para animarme, me compré un traje de cuadros marrón, un traje ligero para el verano. Había que hacerle unos retoques y no me lo enviarán hasta dentro de unos días. También compré camisas, pero no recuerdo ni cuántas ni de qué colores. De todas formas, no puedo seguir aquí por este motivo; tendré que telefonear a la tienda y decirles que me envíen el pedido a la dirección nueva. Ni siquiera es época de ponerme esa ropa todavía. Y cuando empiece a hacer más calor, ya hará un tiempo que me habré marchado.
Descuelgo de la pared mi fotografía dedicada de John Lennon y la guardo en la bolsa vacía. Eso es algo que quiero llevarme. Y también un puñado de compacts. ¿Alfred Brendel o Emil Gilels? ¿Marvin Gaye u Otis Redding? Tal vez debería recordarme a mí mismo que me estoy largando a hurtadillas y no preparándome para asistir al programa «¿Qué discos se llevaría a una isla desierta?». Sin embargo, soy incapaz de escuchar el comienzo de «Stray Cat Blues» sin sentir deseos de hacer autoestop en dirección a España con una adolescente. La verdad es que me atrae más escuchar a los Hot Rats que leer a Sartre, Camus, Ionesco, Beckett y otros poetas de la soledad y el horror que me reconfortaban cuando era adolescente. Quizá el que en el fondo vivamos aislados y muramos solos forme parte de la condición humana. Pero esta noche deseo tanto largarme que sería capaz de lanzarme por la ventana.
La paciencia sólo es una virtud en los niños y los prisioneros. Ni Susan ni yo somos impulsivos. A la manera de la clase media, mientras otros disfrutaban de la vida y malgastaban su dinero -¡cómo envidiaba yo esa prolongada disipación!-, nosotros hacíamos planes y controlábamos nuestra frivolidad para conseguir todo lo que tenemos hoy. Tuve un profesor que solía decir que cada año suplementario de estudios añade cinco mil libras a tus ingresos anuales de por vida. He sido capaz de levantarme a las cinco, salir de casa y llegar a mi estudio a las cinco cuarenta y cinco. He logrado renunciar a cosas que me gustaban; no resulta divertido renunciar a cosas que no son divertidas. Cuando estoy desanimado me pongo a pensar en placeres a los que renunciar. Pero Victor -¿o es su psicoanalista?, hoy en día es fácil confundir a esos conspiradores- dice que la tolerancia puede convertirse en un hábito pernicioso. Sí, voy a aplazar el aplazamiento. Voy a seguir adelante. ¡Quiero hacerlo ahora!
He estado bebiendo. Voy a dejar la botella después de este trago.
¡Qué poca franqueza encontramos cuando miramos a nuestro alrededor! Sólo logramos claridad mirando las cosas tangencialmente. Qué danza más redundante y horrible, como si nuestros sentimientos fueran armas mortales y las palabras sus balas. Subiré al piso superior, me sentaré al borde de la cama y le diré a Susan, con un tono firme y sincero, que me marcho. No puedo permanecer aquí ni una noche más. ¿Qué sentido tendría? ¡Resulta absurdo pensar que esto es algo para lo que uno puede prepararse! Ante mí no tengo más que lo desconocido y mi capacidad de apañármelas. ¡Haré la maleta, les daré un beso a los niños y me iré! ¡Así ya estará hecho y yo estaré lejos!
¡Sí!
Mis hijos rebuscan en sus cajas de juguetes y dejan a un lado algunos que en otra época adoraban, para coger los que en estos momentos despiertan su interés. Yo actúo de la misma forma con los libros, la música, las películas y los periódicos. ¿Podemos hacer eso con la gente? Se consideraría un comportamiento frívolo. Debemos tratar a los demás como si fueran reales. ¿Pero lo son?
Sin embargo, ¿qué es lo que me hace creer que debería conseguir lo que quiero? Desde luego, no puedes estar reemplazando constantemente a la gente que no sacia tus necesidades. Tiene que haber otras maneras de saciarlas: el cine, los libros, la danza…, incluso uno mismo. Pero todas estas alternativas están cargadas de amor y deseo, y han sido creadas a partir de esos sentimientos.
Susan, que es cuatro años más joven que yo, opina que vivimos en una época egoísta. Ella habla de un thatcherismo mental, que considera que las personas no se necesitan unas a otras. En el amor, hoy en día hay un mercado libre; curiosear y comprar, mirar y elegir, alquilar y rechazar, a tu gusto. No hay ninguna seguridad ni social ni sexual; cada cual tiene que cuidar de sí mismo, o no hacerlo. La satisfacción, la expresión de la propia personalidad y la «creatividad» son los únicos valores existentes.
Susan decía que necesitamos otras formas sociales. ¿Cuáles? Probablemente las menos agradables: deber, sacrificio, dedicación a los demás y autodisciplina.
Cuando habla así, me pregunto si no hemos sido una generación particularmente privilegiada y malograda. Entre las privaciones de la miseria de la posguerra y la crueldad de los años ochenta, fuimos niños de un consumismo inocente y los herederos de las libertades conquistadas por nuestros sediciosos mayores a finales de los sesenta. Tuvimos una educación libre, superior y laxa. Después cobramos el subsidio de desempleo durante cinco años para vivir de acuerdo con nuestra farisaica visión del mundo, antes de empezar a trabajar en los medios de comunicación y ganar un montón de dinero. No nos frenaba demasiado ni la moralidad ni la religión. Nuestros tótems eran la música, el baile y follar sin ninguna preocupación. Alardeábamos de ser los seres humanos más libres que jamás habían pisado la tierra.
Como los hippies, desdeñábamos el materialismo. Pero éramos menos frívolos que los primeros drogotas. Si dejábamos los estudios para convertirnos en carpinteros o jardineros era porque queríamos compartir la experiencia de la clase trabajadora. Éramos una generación fervorosa y honesta, con severos principios políticos. Fuimos la última generación que defendió el comunismo. He conocido a gente que pasaba las vacaciones de verano en Albania; por lo visto las playas son una maravilla. Uno de mis amigos manifestó su apoyo a la Unión Soviética el día que invadieron Afganistán.
Rechazábamos y despreciábamos el thatcherismo, pero estábamos tan absorbidos por nuestras propias obsesiones ideológicas que nos resultaba imposible comprender su capacidad de seducción. Lo cual no quiere decir que no lo combatiéramos. Se produjeron la huelga de los mineros y las batallas en Wapping. Nos dejaron enervados y confusos. Pronto no supimos en qué creíamos. Algunos permanecieron en la izquierda; otros se retiraron hacia la política sexual; algunos se hicieron thatcherianos. Éramos el tipo de gente que se mantenía a distancia del Partido Laborista.