Apago las luces y me percato de que estoy subiendo por la escalera hacia el dormitorio. ¿Qué estoy haciendo? Si ésta es mi última noche aquí, si éstas son de verdad las horas finales, ¿no sería mejor que hiciera las maletas y me marchase? Pronto estaré muerto. ¿Es realmente la última noche? No, no, no, nunca. En realidad no. Solamente estaba divagando. Quizá probaré suerte. Es una buena idea. Si Susan está despierta…, ¿qué? Sí, hablaré un poco con ella; después de todo, hacerlo ha aclarado mi confusión mental en otras ocasiones. Después dormiré y continuaré con mi rutina mañana por la mañana. Me alegraré de haber resistido esta instructiva y dura crisis sin haber hecho nada irreparable.
Dejo encendida la luz del pasillo. Entro en la habitación.
Distingo tu cabello entre la confusión de sábanas y almohadas. Me quedo de pie, mirándote.
Ojalá fueras otra persona.
¿Es demasiado pedir el querer una intimidad tierna y comprensiva? ¿Es demasiado pedir el querer dormir entre los acogedores brazos de alguien?
Hace semanas que no follamos. He dejado de acercarme a Susan con esa intención para comprobar si, por casualidad, me desea. He estado esperando cualquier mínima muestra de interés, por no hablar de lujuria o desenfreno. Soy un perro echado debajo de una mesa que espera que le den una galleta. No simples migajas.
Me estiro en la cama sin quitarme la ropa. Una luz amarillenta proveniente de una farola de la calle se cuela en la habitación. Es de un color áspero, enfermizo, que me recuerda el olor a gas. Contemplo el techo en el punto en el que hay una gotera del tejado. Tiene que venir alguien a repararla. Si yo no estoy aquí con actitud autoritaria, los albañiles podrían aprovecharse.
Se oyen voces procedentes de la calle. La mayoría de las noches se produce algún tipo de altercado. Mis vecinos se lían a puñetazos o cosas peores a la menor oportunidad. Y cada dos meses arde un coche.
Es un barrio mixto: hay inmaculadas mujeres negras vestidas con blusas blancas, pañuelo en la cabeza y falda larga, que se dirigen al cercano Centro Farrakhan, los hombres llevan traje y una pequeña pajarita roja. Chicos blancos delgados y dinámicos, con camisetas Ben Sherman de manga corta y el pelo corto y pulcro, corren hacia las peleas, con bolsas de patatas en las manos. Negros con camisas rasgadas y pantalones informes caminan arrastrando los pies hacia el pub de la esquina. Mujeres elegantemente vestidas de negro y con una cartera en la mano van y vienen del trabajo. Frente a los pubs esperan mujeres con cochecitos -las niñas llevan pendientes en las orejas- que a través de la puerta abierta les gritan a sus hombres allí aparcados a perpetuidad, con la cabeza levantada y sin apartar la vista de la pantalla del televisor. Los supermercados tienen guardias de seguridad que, con uniformes que no les sientan nada bien, te vigilan desde el final del pasillo mientras tocas la fruta.
No hay mucha cosa que robar. En mi nevera tengo más provisiones de las que hay en la mayoría de las tiendas. Uno se pregunta cómo lo aguanta la gente. Pero se acostumbran; son incapaces de ver que las cosas podrían ser de otro modo. Lo que me sorprende no es lo mucho que exige la gente, sino lo poco que pide.
No es un barrio seguro, me marcharé por la mañana. Recuerdo que la mujer de Victor le telefoneó con urgencia, después de que él saliera, para comunicarle que había habido una tentativa de robo en casa. Al volver, él se sorprendió al ver que habían roto la ventana… desde dentro.
Tengo calor y me estoy adormilando. La cama es cómoda. La casa está en silencio; los niños protegidos, sanos y dormidos. La cena preparada por Susan ha sido deliciosa. Después de terminar el vino, he bebido plácidamente mi coñac en la copa que ella me compró.
En la India no parecen dar la misma importancia al amor romántico. Las parejas copulan cuando es necesario y llevan vidas separadas. En Lahore mi tío vive en una parte de la casa con sus hijos, tres hermanos, amigos y cualquiera al que le apetezca quedarse un par de años. Mi tía, las hijas, las sirvientas y los niños pequeños viven en otra zona. Se encuentran alguna que otra vez, pero no sin un buen motivo.
Tal vez sea una buena idea tener a las mujeres cerca pero no demasiado. Presumiblemente, allí en la India contienen sus deseos camales, pero yo pertenezco a una generación que cree en la necesidad de satisfacerse a uno mismo.
Tal vez; pero he perdido el entusiasmo por la vida. Soy apático y me paso el tiempo sin desear nada, excepto comprender por qué no ha habido más felicidad aquí. ¿Todo el mundo corre la misma suerte? ¿Es esto todo lo que se puede conseguir? ¿No hay más que esto?
Mañana por la mañana me habré marchado.
Es mi deseo de una vida más satisfactoria lo que ha provocado esta situación, y somos criaturas deseantes, un saco de insistentes necesidades. El sentido común dice que uno no debe ceder a todos los impulsos, perseguir a todas las mujeres que le gustan. Pero uno, supongo, puede correr detrás de algunas, sin saber nunca por adelantado qué tesoro puede descubrir.
Susan se mueve en la cama.
¿Qué científico fue el que dijo que los cuerpos nunca se encuentran? Le acaricio la espalda. Estoy seguro de que ella puede sentir mis pensamientos, puede sentir mi deseo por ella. Si se despierta, tiende los brazos y me dice que me quiere, dejaré que mi cabeza se hunda en la almohada y no me marcharé nunca. Pero Susan jamás ha hecho algo así; ni yo tampoco con ella. Lo cierto es que, al notar mis dedos sobre su piel, se aparta y se sube las mantas.
¿Y entonces por qué no la sacudo para despertarla y obligarla a que me mire? ¿Lo he intentado lo suficiente? ¿Por qué tengo que imaginar que es fácil convivir conmigo? Quizá durante todo este tiempo Susan ha estado haciendo un esfuerzo heroico por convivir con un idiota malhumorado, hipersensible y ensimismado. El otro día me dijo:
– Imagínate el esfuerzo que requiere vivir con alguien que se pasa horas sin hablar y de pronto pregunta distraídamente: «¿Has pensado alguna vez en hacerte adepta de alguna Iglesia?»
También se quejó de mi costumbre de rascarme el culo continuamente en la cama, lo cual crea un constante fondo sonoro, como el canto de los grillos en una película ambientada en un país cálido. No hay duda de que hacer la compra, ocuparse de la casa y lavar son cosas que me producen aversión. De algún modo, cuento con que todo eso se haga sin que yo tenga que pensar en ello.
Recuerdo que Nina decía que yo era inflexible. Me llamó tirano. Sí, soy una persona de sentimientos fuertes y deseos abusivos. Tal vez por eso he pasado por largos periodos, de hecho años, de indiferencia impuesta, como si nada importase. Mi encogimiento de hombros de total indiferencia en un café fue mi gesto más elocuente. Había aprendido a ser frío y me sentía al margen: intacto, nadie podía tocarme, sobre todo las mujeres a las que dejaba que se enamorasen de mí. Las deseaba; las conseguía; perdía interés. Nunca les volvía a telefonear, ni les daba ningún tipo de explicación. Siempre que estaba con una mujer, me rondaba la idea de dejarla. No deseaba lo que perseguía. La pasión que ellas sentían me repelía o me divertía. ¡Qué estúpidas eran al ser tan sentimentales!
Actualmente apenas soporto la fuerza de lo que siento. Había noches en que tenía ganas de darme cabezazos contra la pared, sobre todo cuando estaba aquí echado junto a Susan, sabiendo que mi amante -fuera quien fuese en ese momento, habitualmente Nina- estaba fuera de la ciudad. Quizá me echara de menos, aunque probablemente estuviera con otro hombre joven. Sufriendo por lo que no podía tener a mi alcance, odiándome por mi incapacidad para vivir como me gustaría, me levantaba, me vestía, salía de casa y paseaba bajo la luz de las estrellas mi desdicha hasta sentirme agotado. Al volver, me encontraba con que uno de los niños se había cagado encima o había vomitado mientras dormía.
Ahora, como Oliver Twist, reclamo más.
Dentro de unos minutos despertaré a Susan y le contaré alguna de estas cosas.