Cómo me atormenta Nina. Es reservada, felina, elegante. Todo lo que hace tiene encanto; algunos llaman a eso tener estilo. Otros dirán que ella sabe cómo es y se siente a gusto consigo misma. Sus dudas no la minan, pero en ocasiones la hacen inaccesible. Debo de estar enamorado de ella. Pero me falta descubrir por qué.
¿Y?
¿Cuándo tomé conciencia de mi situación? ¿Cuándo se me pasó por la cabeza marcharme? Recuerdo que crucé el punto crítico durante una de mis largas y dispersas conversaciones con Victor en un bar que frecuentábamos. Mirando a toda aquella gente libre que pedía copas, me pregunté: ¿Qué me impide marcharme y no volver nunca? Pero la idea era demasiado cruel y desleal. De inmediato me sentí muy disgustado conmigo mismo y me vi a mí mismo de espaldas, corriendo; la imagen de todos los cobardes que han huido.
Eso fue hace ocho o nueve meses. Nina y yo nos veíamos con prisas hasta que llegaba la hora de volver a casa con Susan. Si nada como la traición sexual es capaz de provocar que uno se sienta abandonado, afligido y excluido, tal vez la única forma de evitar esta sensación sea no sentir nada por la mujer con la que uno se acuesta. Me hacía sentirme en cierto modo libre el animar a Nina a que viese a otros hombres y que me contase cosas de ellos para que yo pudiese reírme a sus expensas.
– ¿A cuántos has visto esta semana? ¿Y qué te hizo el último?
– Me besó.
– ¿Y tú se lo permitiste?
– Sí.
– Y después te puso las manos encima. Y tú, sin duda, le acariciaste con estas manos que ahora estoy besando. Y…
Cuantas más cosas me contaba, más guapa me parecía. Y cuanto más me distanciaba yo, más esperaba que ella me persiguiese. Sí, quería que me siguiese cuando yo la rechazaba, pero al mismo tiempo temía que ella acabase desanimándose.
He dudado, vacilado y buscado una razón para quedarme. Pero una vez que la voz diabólica de la tentación ha hablado, ya no se retracta. ¡Y sin embargo he esperado! ¿Para qué? Para estar completamente seguro. «Nada va a cambiar mi mundo», cantaba Lennon.
En casa me convertía en una persona sin fuerza e impotente. Apenas podía andar. ¿Qué motivo había para poner un pie delante del otro? Por la noche, cuando Susan dormía, yo no podía encender las luces; llevaba gafas de sol en la oscuridad y esperaba caerme. Nina vio cómo me marchitaba. Si carecía de fuerza, sería inocente. No podía hacer daño a nadie; sin culpa, no podía alentar un castigo. ¡Cómo deseaba carecer de deseos!
Durante un año Nina me vino a ver cada dos o tres semanas al apartamento que yo utilizaba como oficina. Era un sitio espacioso, propiedad de un actor que estaba trabajando en Estados Unidos. Nina vivía en Brighton, donde van a parar todos los fugitivos e individualistas. Enseñaba inglés a extranjeros, el último recurso para la gente sin norte. La conocí, o más bien me la ligué, un domingo por la tarde que yo estaba por la labor, me sentía magnético o «enrollado», en un café-teatro de Londres. Era un sitio al que no iba nunca, pero en esa ocasión había una exposición de un fotógrafo amigo mío. Ella estaba con otra chica y cuando las miré, recordé el consejo de Casanova según el cual es más fácil seducir a dos mujeres a la vez que a una sola. Después de muchas sonrisas y unas pocas palabras, me marché. Ella me siguió.
– Ven a tomar un té conmigo -le propuse.
– ¿Cuándo?
– ¿Qué te parece dentro de una hora?
Se quedó toda la noche. Ansioso de amor después de tanto tiempo, me comporté como un idiota y, si no recuerdo mal, pasé un buen rato arrodillado. Ella volvió al día siguiente.
Entonces Nina era sólo una niña que buscaba a alguien que la ayudase a liberarse de la presión que sentía. Había huido de su casa después de que el amante de su madre rompiera el cristal de la puerta de entrada con las manos y ella se viera obligada a esconderse en un armario. Era una chica infeliz e inestable que a menudo se ensimismaba en inexplicables arranques de melancolía. Nunca había recibido mucho afecto y mantenía las distancias. Necesitaba creer que podía apañárselas sin ayuda de nadie.
Cuando la conocí, vestía ropa hippie barata y ligera, y no se había cortado el pelo. Todavía se ruborizaba y volvía la cara. Cuando hablaba, lo hacía en voz tan baja que yo apenas la entendía.
– ¿Qué?
– ¿Cuál es tu situación? -repitió.
– ¿En qué sentido?
– En general.
– Ah. Mi situación.
– Sí. ¿Me lo vas a contar?
– Sí, te lo contaré.
La inasequibilidad puede resultar muy liberadora. Le pedí permiso para besarla. Ella tuvo que dar una vuelta a la manzana para pensárselo. Yo la esperaba junto a la ventana.
– Sí -dijo-. Sí, acepto.
Al poco tiempo intercambiábamos las más íntimas caricias y evitábamos las preguntas personales. En aquella época mi forma de contacto favorita era la anónima. ¿Quién podía culparme por tener miedo del latido de los sentimientos?
Ella decía que yo la observaba constantemente. Le gustaba que la mirase.
Jamás había conocido a una mujer que desease tanto ser deseada, ni a una mujer que lo temiese tanto. Jamás había conocido a nadie que llegase y se marchase tantas veces, no sólo a lo largo del día, sino durante una hora. Yo prefería que ella no saliera, y no tardé en reprocharle que tuviese una vida al margen de mí, lo cual me parecía una infidelidad. Esto es lo que metía en el bolso cada vez que salía: horquillas, pasadores y peines; cajitas de madera que contenían joyas indias baratas y hachís; protector labial, crema para los pezones; cintas con el sonido del mar o tal vez de delfines, pájaros o ballenas; manzanilla; una jirafa de peluche; postales y fotografías de gatos; ropa interior y otros accesorios del extraño equipaje imprescindible para las chicas que no paran quietas, además de cierta cantidad de ropa mía, entre otras cosas camisas, calcetines y mis mocasines.
Entonces, caminando sobre sus largas piernas, acompañada por un puñado de buenas intenciones y con la cabeza llena de caprichos, se dirigía hacia la puerta como si la persiguieran.
A mí me inquietaba pensar qué era lo que encontraba tan excitante fuera…, hasta que empecé a preguntarme qué encontraba especialmente excitante dentro. Me percaté de que cuanto más me amaba, más necesidad tenía de recordarse a sí misma que estaba sola. Comprender esto casi me destrozó, mientras, desde la ventana, contemplaba cómo se marchaba y la despedía moviendo la mano. Pero finalmente lo entendí.
Yo acababa de empezar a escribir un guión sobre una pareja frágil y envejecida cuyos hijos se han hecho mayores y han triunfado. Los padres van a visitarlos y descubren que los matrimonios de sus vástagos se desmoronan. Estaba tan entusiasmado con la idea y hablaba tanto de ella, que Nina tenía que entender lo que yo trataba de llevar adelante.
Se estiraba en el suelo junto a mi escritorio y me miraba trabajar. Decía que me envidiaba por tener algo importante que hacer cada mañana; algo que lo absorbía todo; algo por lo que vivir. Mi concentración la hacía sentirse excluida. No se creía que yo la envidiase por el hecho de levantarse cada mañana y preguntarse qué le apetecía hacer ese día. ¿Ir a bailar, hacer cerámica o dar un paseo? Iba a fiestas en la playa y en almacenes; era capaz de desplazarse hasta donde fuese por asistir a un rave. Tocaba la guitarra y cantaba en un grupo que fui a ver. Me dedicaba todas las canciones. Como todavía no había adquirido la fría indiferencia de las mujeres ocupadas de la city, hablaba con la gente en la calle y se sentía responsable de ellos. Sus amigos eran drogotas con ropa vieja y gorros de lana calados hasta los ojos. Eran indolentes y carecían de chispa…, en parte como ella y en parte no. Nina saltaba de un chico a otro. Cuando los dejaba, sugerían que se creía demasiado buena para ellos. Demasiado buena para todo el mundo excepto para mí.