Me sorprendía que fuésemos a la psicóloga sin haber llegado a arrancarnos mutuamente la tráquea con las uñas. Susan y yo nos pasamos todo el trayecto discutiendo sobre la correcta duración de la inmersión de la bolsita del té. Según su opinión, yo carecía de cualquier asomo de talento para preparar el té, a pesar de que me pasaba el día bebiéndolo, en ocasiones añadiendo incluso -con más que aceptable éxito- un poco de leche o una rodaja de limón. Pero para Susan eso no era suficiente. Yo esperaba que el asunto del té no surgiese en la consulta de la psicóloga, al menos no de inmediato: me marcho porque no soy capaz de prepararle a mi mujer una taza de té.
Cuando enfilamos con el coche el camino de acceso a la casa de la psicóloga y nos dirigimos hacia la puerta, yo hubiera sido capaz de echarle a Susan agua hirviendo por la cabeza, y ella estaba preparada para sumergirme los testículos en esa misma agua.
Imagino que la terapia le ha sido de gran ayuda a Victor. Le da la oportunidad de pensar en sí mismo más de lo que lo hace habitualmente, pero de una forma menos lúgubre. Ahora sabe algunas cosas de sí mismo. Si ha cambiado o no, ya es otro asunto. Supongo que eso depende de si uno considera el conocimiento de sí mismo un progreso y cree en ello como en una meta esencial para la humanidad. Me pregunto si está naciendo una nueva distinción de clases entre quienes pueden permitirse mantener limpias sus mentes y sus emociones, depurando las nociones tóxicas de cada semana, y quienes deben vivir con aquello que los envenena.
Sin embargo, a pesar de mi renuencia a ir -a ser obligado, una vez más-, había decidido confesarlo todo, descubrir ciertos secretos sin inhibición alguna, tal cual eran. Pretendía colaborar para recibir ayuda. A pesar de ello, cuando entramos en la habitación di un traspié, porque imaginé que oía los aullidos de las patéticas parejas atrapadas por siempre entre aquellos muros. Tuve que apoyar la frente contra la pared del lavabo y sobreponerme a la idea de escapar de allí saltando por la ventana y fugarme a la Región de la Salud.
Susan y yo nos sentamos, separados por un par de metros, frente a una mujer de mediana edad y cierto aire de superioridad, que adoptó una expresión «preocupada», si no abiertamente afligida. Vaya oficio este de cosechar la miseria humana. Nunca le faltará trabajo.
Susan no tardó en tener que hacer uso de un segundo pañuelo.
La psicóloga, como yo, parecía simpatizar con Susan, sobre todo cuando -en un intento de entrar en materia- yo intenté definir el amor como una forma de curiosidad. Argumenté que el movimiento, la inquietud, la curiosidad y el deseo de novedades eran la raíz misma de la vida…, tal como uno podía comprobar en los niños. Dije que Susan había dejado de producirme curiosidad. Dije que ya no me apasionaba conocer su alma. Me aburre; o yo me aburro cuando estoy con ella. Y añadí:
– ¡Lo único que cuenta es la bisagra!
La psicóloga se inclino hacia adelante y me preguntó:
– ¿A qué se refiere usted con eso de la bisagra?
– ¿La bisagra?
– Sí. ¿Qué representa para usted?
Me incliné hacia ella y respondí:
– ¡La bisagra de la mente de uno! Depende de si se abre hacia fuera o hacia dentro. Pongamos que se abre hacia fuera. ¡Hacia… fuera!
Volví a apoyarme en el respaldo de la silla, avergonzado de mi deseo, de todo lo que pretendía. Que yo no quisiese vivir con Susan -lo cual debería haber sido suficiente- resultaba inexplicable y cruel. La psicóloga, que sin duda había captado el asunto de la bisagra, me iba a ayudar a superarlo.
La mujer, que presumiblemente creía en los ingobernables deseos del inconsciente, parecía sin embargo una especie de racionalista. Replicó con un tono paciente que las relaciones con el tiempo resultaban menos apasionadas. Era algo con lo que había que contar. El entusiasmo inicial se reemplazaba por otro tipo de compensaciones.
¡Compensaciones! Ansioso por saber cuáles eran, podría haberla besado para tomar esas compensaciones de sus labios.
– ¿Ah, sí? -dije.
– La satisfacción -murmuró ella.
Me volví a inclinar hacia adelante.
– ¿Perdón?
Lo repitió: satisfacción.
Era partidaria de la madurez y la aceptación. ¡Sí!
La llorosa Susan asentía.
Cómo me hubiera gustado asentir también… con la cara entre las piernas de Nina, mis manos agarrando su culo como si fuera un plato que voy a devorar con hambre, metiendo la lengua en todos sus agujeros a la vez…, ¡lágrimas, baba, el jugo del coño, fresas! Sorbo la sopa de tu amor. Doctora del alma, psicóloga…, ¿quién te hace cosquillas con la lengua en tu vieja raja? No estoy preparado para la sabiduría del sufrimiento; ya he pasado por eso con mi madre. ¡A mí me atrae la pasión, la frivolidad, los placeres infantiles! Sí, esto es el grito de un adolescente. Quiero más. ¿De qué? ¿Qué me propones?
La psicóloga insistió en que volviésemos otro día de esa misma semana.
El rostro hinchado y enrojecido de llorar de Susan en esa misma habitación la segunda vez, mientras yo digo que no creo que las cosas se puedan solucionar. Para dejarlo absolutamente claro, debería haberle dado una bofetada o metido un dedo en el ojo. ¡Entonces lo habrían entendido! En cambio, la psicóloga se pone en pie y coge un libro de la estantería. Me lo ofrece e intenta que lea un poema en voz alta. Le echo un vistazo. En cuanto compruebo que es un poema malo, actúo con rapidez y le digo que se me han olvidado las gafas. La siempre obediente Susan se siente en la obligación de leerlo con voz temblorosa, mientras me lanza miraditas al estilo de los viejos tiempos, como diciéndome: Después nos reiremos de todo esto. Yo no me puedo quitar de la cabeza esta idea: estoy pagando para escuchar poesía leída en voz alta. Pagaría por no oírla. ¡Ni siquiera la poesía puede ayudarnos!
Después de mi café matinal, aparecía tras la ventana abierta de mi apartamento, en el oeste de Londres, la cabellera rubia de Susan; un ramo de flores y un libro o un vídeo ocultos detrás de la espalda. Entonces, hace diez años, ella no trabajaba. Cuando yo ya había hecho suficiente por ese día, ella aparecía al final de la mañana, en su pequeño coche negro, con ropa ceñida que resaltaba las oscilaciones y balanceos de sus senos. Yo le daba un beso y la ayudaba a entrar por la ventana.
Nos íbamos al campo.
– Levántate la falda -le decía yo, mirándola mientras el coche avanzaba y ansiando más-. ¡Más arriba!
La mañana después de la primera vez fuimos a comprar arenques ahumados y setas fritas. Mientras caminábamos, ella me abrazó. Recuerdo sobre todo cómo me estrujó. ¡Cómo me atrajo hacia ella! Si la detestase por completo y no estuviese enamorado de Nina… Lo que nos gusta: los pueblos costeros ingleses, por ejemplo, incluso en invierno. Ciertas bromas; las preferencias de ella en lo referente a comida y cine. Las largas discusiones sobre los grupos mods ingleses de los sesenta.
Había otros placeres; tiene que haberlos habido. O tal vez se tratase de consuelos. Sin embargo, no logro recuperarlos en la confusión del pasado. Sin duda hay menos de los que me gustaría. No hay muchos que me vengan rápidamente a la memoria. No puedo decir que Susan me haya defraudado deliberadamente jamás o haya sido más cruel de lo necesario gratuitamente con alguien tan recalcitrante como yo. Le daría una buena carta de recomendación.
– ¡He intentado que las cosas funcionasen! -gritó ayer-. ¡He procurado diariamente que fueses feliz!
Ante ella me siento avergonzado. Pero la verdad es que no soy capaz ni de divertirla ni de animarla. Y, sin embargo, de entre toda la gente que hay en el mundo nos hemos elegido el uno al otro. ¿Para qué? Para una grave y difícil tarea: frustramos y castigarnos el uno al otro. Pero ¿por qué?
La empujo un poco, con brusquedad, para comprobar si va a despertarse. Se mueve, suspira y sigue durmiendo, totalmente inconsciente.