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¿Y qué sucedería si yo me la encontrara ahora por primera vez en una fiesta? La miraría un par de veces, pero no tres. Es probable que me apeteciese hablar con ella. Temiendo a quienes ya no puede seducir, ella se puede mostrar extremadamente atenta con ciertos hombres, mirándolos con lo que yo llamo la «mirada embelesada», hasta que ellos se pregunten por qué esa mujer prefiere apelar a su vanidad antes que a su inteligencia. Hay mujeres a las que les gusta complacer a los hombres, y hombres a los que les gusta ser complacidos. Uno podría pensar que unas y otros se complementan a la perfección. Pero estoy convencido de que son las mujeres las que exigen ese tipo de atención hacia ellas, y no tardan en mostrarse resentidas por los privilegios que te han concedido.

Podría haber salido con ella durante seis meses. O tal vez un polvo de una noche hubiera sido suficiente. Pero yo no era lo bastante despiadado, y no sabía lo que quería.

Empiezo a acariciarme y menearme la polla.

¿Durante cuánto tiempo me va a detestar Susan? ¿Varios meses? ¿Años? Estas separaciones o abandonos pueden dejar heridas profundas. Pero detestar a alguien es agotador; odiar es ahogarse uno mismo interminablemente.

La mujer de Victor sigue sin dirigirle la palabra. No le permite entrar en casa y le obliga a esperar en el coche hasta que los niños están listos. Tal vez tenga algo que ver con el hecho de que Victor la convenció de que se la mamase y se tragase el semen -algo que ella jamás había hecho- la noche antes de abandonarla después de quince años de vida en común. En aquel momento él no podía sino detestarla.

Desde entonces, ella ha mantenido vivo su rencor y se lo ha inculcado a sus hijos, como si su salud mental dependiese de ello.

¿Soportaría yo ser detestado? Tal vez, en cierta forma, tenemos la fantasía arcádica de que llegará un día en que todo el mundo estará de acuerdo, en que no habrá discrepancias, disonancias ni lucha. Pero me he dado cuenta de que una de las virtudes que requiere el ser padre es saber aceptar que nuestros hijos nos detesten. A veces yo odiaba a mi padre. Le gritaba, incluso cuando volvió del hospital después de una operación a corazón abierto. Le ponía laxante en los cereales para que tuviera cagarrinas en el tren. Y a veces odio a mis hijos, igual que ellos deben de odiarme a mí. No dejas de querer a alguien sólo porque lo detestes.

Susan puede ser una oponente virulenta, con una lengua afilada de la que he disfrutado. Por desgracia, su encarnizamiento es demasiado inmediato para resultar ingenioso; le falta distancia. Pero sus toscos golpes pueden dar en el blanco. Sin embargo, uno se cansa pronto de ellos. Espero ansioso el día en que me importe un carajo lo que ella pueda decir, el día en que se rompa el hechizo.

¿Qué es lo que pido? Una amable indiferencia y ropa interior interesante. Tal como escribió Scott Fitzgerald: «Sigamos adelante…»

Rebusco en el cesto de la ropa sucia y saco unas bragas suyas, las separo de los pantis y las deposito sobre el lavabo. Allá vamos. No; a las bragas grises les falta je-ne-sais-quoi. Victor dice que tiendo a limitarme demasiado. Quizá las blancas resulten más convenientes. Pero tal vez las negras con el borde de encaje tienen más encanto. En el tema de la masturbación soy un esteta.

¿Se trata de un acto de amor o de odio, o ambas cosas a la vez?

Ojalá tuviera algo que mirar. Oh, hay una postal de la Odalisca con pantalón a rayas de Matisse clavada en la pared. Es una mujer voluptuosa, más estimulante que la mejor pornografía. Aunque, en mi opinión, la vida es la mejor pornografía.

Enseguida me pongo a recorrer mi biblioteca de escenas estimulantes. ¿Cuál voy a rebobinar: el episodio berlinés o la italiana madurita que lloraba? ¿O qué tal aquella chica que iba en bicicleta sin bragas? O quizá aquella ocasión en que yo llevaba unas prietas botas de cowboy y pantalones ceñidos, y, mientras la mujer estaba ya acostada esperándome, me percaté de que no podía quitarme ni los tejanos ni las botas, ni siquiera con la ayuda de ella estirando, y me vi obligado a proceder con todo puesto, como si de un juego de entorpecedor bondage sadomaso se tratase.

En los viejos tiempos contaba con escenas del futuro -escenas susceptibles de producirse realmente- que podía utilizar como ayuda, en vez de toda esta nostalgia. Y cuando, por error, miro el espejo y veo a una figura de pelo cano, haciendo muecas, con la mirada enloquecida y aires simiescos, con un puño cerrado delante de sí y la otra mano suavemente posada sobre la cadera porque le duele la espalda de levantar a los niños, sé que estoy más cerca de ponerme a llorar que de eyacular.

Yo también fui niño.

Voy a pensar en Nina.

A menudo estoy sentado en un bar o en un restaurante, o en una fiesta con amigos, y lo único que deseo es verla aparecer por la puerta. Tengo la certeza de que en ese momento todo será perfecto. Nadie puede compararse con ella. Hay tantas cosas que querría decirle. Nuestro amor es más importante que ninguna otra cosa. Aunque soy consciente de lo proclives que somos todos a la ilusión. Qué perturbador resulta que nuestras ilusiones sean a menudo nuestras creencias más importantes.

No creo que pueda mantener esto empinado mucho más tiempo. Antes, la simple evocación de un cuerpo femenino me provocaba una eyaculación, ahora este acto requiere concentración y un considerable esfuerzo. Si no encuentro una manera de excitarme rápidamente, me va a dar un calambre o se me va a agarrotar un músculo.

Tres dedos, hundidos hasta los nudillos, en tu interior, estirando la flexible carne hasta que parece un guante de piel. «Parece un pulso», dices. Mi mano forma parte de ti y sin embargo te controla.

El rostro de Nina; y después la manera como se vuelve y me ofrece su culo.

Esto debería funcionar.

Dios mío. Sí.

Tiro las bragas de Susan en el cesto de la ropa sucia y recuerdo el comentario de D. H. Lawrence sobre que hasta los animales se sienten tristes después de la eyaculación. Me pregunto qué tipo de observaciones llevaron a Lawrence a esta conclusión. Aun así, me siento mejor, como si quisiera desembarazarme del deseo.

Me estoy lavando las manos cuando oigo un ruido. Me abrocho los pantalones rápidamente. La puerta del lavabo se abre, como empujada por un fantasma. Miro y escucho.

Desde la oscuridad del pasillo emerge la luminosa silueta de un niño que entra en el lavabo, un minúsculo círculo de luz verde. El niño tiene los ojos cerrados mientras se mantiene ahí de pie, con su camiseta de Batman, su pantalón de pijama y sus zapatillas de felpa; tiene tres años. De hecho, está dormido. De pronto se tambalea y automáticamente levanta los brazos como si acabase de marcar un gol. Deslizo mis manos por debajo de sus axilas, lo cojo en brazos y olisqueo y beso su cabello.

– ¿Qué estás haciendo aquí, cariño?

Lo llevo a la planta baja, enciendo una lámpara de lectura y abro las contraventanas. Lo echo en el sofá y le quito el pantalón y el pañal empapado. El olor es desagradablemente acre y familiar al mismo tiempo; es él. Es travieso y no para de intentar darse la vuelta, así que coloco una mano en el centro de su pecho para mantenerlo quieto, mientras con la otra le agarro por los tobillos, como si me dispusiera a colgarlo boca abajo de un gancho. Él se debate y parpadea mientras yo lo limpio. Después lo levanto y empujo para colocar el pañal en la posición correcta. Es como tratar de cambiar la rueda de un coche en marcha. Me aterra la posibilidad de que empiece a gritar. Por fin logro volver a ponerle el pantalón del pijama.

Espero que algún día él hará lo mismo por mí.

Respirando fuerte, me siento junto a la ventana con él en brazos, susurrándole y echándole aire en la oreja.

– ¿Me he portado bien contigo, pequeño?

No lo disfruté mucho cuando era un bebé, temía sus lloros y gimoteos, sus negativas a vestirse, comer o ir a dormir, como si mi único objetivo en esta vida fuese conseguir que hiciese todo aquello que se negaba a hacer. Asistía atónito a la sucesión de días enteros en los que no quedaba tiempo para hacer otra cosa que cuidarlo, ni siquiera a última hora de la tarde, y sobre todo por la noche. Después de haber consultado un montón de libros sobre cómo criar niños, que normalmente leía a primera hora de la mañana, a menudo con restos de heces o vómito en los dedos, en una ocasión llegué a lanzarlo a la cuna y se dio un golpe en la cabeza. Puse coñac en la leche de su biberón. Le di una buenas patadas en el pañal antes incluso de que empezara a andar. ¿Cómo pueden los niños hacer que nos sintamos tan desvalidos?