La bañera se vacía lentamente, porque los juguetes de los niños tapan el desagüe. No quieren salir hasta que no quede ni gota de agua, y entonces se hacen bigotes y sombreros con la espuma que queda. Finalmente levanto al más pequeño. Susan se ocupa del otro.
Los envolvemos en gruesos albornoces con capucha. Cansados, con el cabello mojado y gotas de agua en el cuello, parecen un par de boxeadores en miniatura después de un combate. Discuten sobre qué pijamas se van a poner. El pequeño sólo aceptará la camiseta de Batman. Parece que ya a su temprana edad se sienten inseguros. Deben de haberlo heredado de nosotros.
Susan le da al pequeño un biberón, que él se lleva a la boca con las dos manos, como si fuese un trompetista. Contemplo cómo ella le acaricia el pelo, le da besos en los hoyuelos de los deditos y le frota el vientre. Él se ríe sofocadamente y se retuerce. Qué espléndida inocencia muestra un ser humano cuando no teme que le hagan daño. ¿Quién podría destruirla sin herirse a sí mismo? En la escuela -yo debía de tener ocho o nueve años- se sentaba junto a mí un chico apestoso que venía de una familia pobre. Un día, cuando todos nos poníamos en pie, se le deslizó una pierna por detrás de la banqueta. Yo la moví deliberadamente y se la aprisioné. Nunca se me ha borrado de la mente su expresión de inexplicable e inesperado dolor. Uno puede elegir entre comportarse bondadosa o malévolamente con los demás.
Llevamos a los niños a la planta baja, donde se recuestan sobre almohadones despreocupadamente, mientras chupan sus chupetes y miran El mago de Oz con los ojos entreabiertos. Parecen un par de señorones fumándose un puro en el campo un día de calor. Me piden galletas de jengibre, como si yo fuese el mayordomo. Las cojo de la cocina sin que Susan se percate. Los chicos tienden sus dedos golosos, pero no apartan la mirada del televisor. A medida que avanza la película, no sólo murmuran los diálogos, sino que también imitan los efectos sonoros. Al cabo de un rato recojo las migas y, después de preguntarme qué hacer con ellas, las tiro en un rincón.
Susan trabaja en la cocina, mientras escucha la radio y contempla el jardín. Le gusta hacerlo. La vida con su familia, como la mía, ha sido más bien desagradable. Ahora se toma muchas molestias para comprar bien y preparar buenas comidas. Incluso si tomamos comida preparada, no nos deja comer entre una maraña de periódicos, libros infantiles y correspondencia. Saca servilletas, enciende velas y abre la botella de vino, insistiendo en que disfrutemos de una comida familiar como Dios manda, incluyendo los silencios incómodos y las discusiones violentas.
A Susan le gustan las subastas, en las que compra cuadros, grabados y muebles insólitos, a menudo con algún adorno de gastado terciopelo. Tenemos un montón de lámparas, almohadones y cortinas, algunas de las cuales cuelgan en medio de la sala, como si estuviera a punto de empezar una representación teatral, y de las que trato de evitar que los niños se cuelguen para balancearse. En todas las habitaciones hay grandes sillones, televisores, teléfonos, pianos, cadenas de música, los últimos números de las revistas y los libros más recientes. La mayor parte de la gente no disfruta de una comodidad, una abundancia y un sosiego como éstos.
Pero no me siento en casa en mi casa. Mañana por la mañana abandonaré todo esto. Definitivamente. Adiós.
Me siento en el suelo, cerca de los niños, y me desabrocho la hebilla del cinturón cuando logro localizarla entre los pliegues de mi barriga. Por una vez ni cojo el periódico ni me pongo a mirar la película, sino que observo a mis hijos, sus pies, sus orejas, sus ojos. Esta noche en que estoy y no estoy aquí -ya soy casi un fantasma- no beberé, ni me colocaré, ni me pelearé. Tengo que ser consciente de todo. Quiero grabarme una imagen mental que pueda llevarme y evocar cuando esté en casa de Victor. Será la primera de las pocas cosas que esta noche debo elegir para llevarme.
De pronto siento náuseas y me tapo la boca con la mano. Se me pasa. ¡Pero ahora tengo ganas de gritar! Me siento como si fuese un avión que cae en picado. Veré a los niños tantas veces como me sea posible, pero echaré de menos ciertas cosas de esta casa. El desorden de la vida familiar: las voces de mis hijos cuando cantan su versión escatológica de «El patio de mi casa»; contemplarlos mientras miran la televisión con sus prismáticos nuevos; los tres bailando al ritmo de los Rolling Stones, el mayor en precario equilibrio encima de la mesa de centro, el otro saltando sobre el sofá; observarlos cuando montan en sus bicicletas y ver cómo se alejan rápidamente de mí dando gritos; mirar cómo bajan por la calle soleada, con los paraguas abiertos, entonando «Cantando bajo la lluvia». Una vez, cuando el mayor era un bebé, vomitó dentro de uno de mis zapatos, y yo no me di cuenta hasta que estaba en el taxi camino del aeropuerto.
Si regreso a casa y los niños no están, aunque tenga un montón de cosas que hacer, puedo pasarme el rato yendo de una habitación a otra, esperando a que sus caras asomen por la puerta y su caótica energía reanime el mundo.
¿Qué puede ser más importante? Perdido en mitad de mi vida y sin posibilidades de volver a casa, ¿en nombre de qué tipo de experiencia me imagino que estoy renunciando a todo esto? He tenido un montón de experiencias emocionales con hombres, mujeres, colegas, progenitores y conocidos. He leído, pensado y hablado durante años. Pero, esta noche, ¿en qué me va a ayudar todo eso? Tal vez debería sentirme impresionado por el hecho de que no me he atado a las cosas, de que me siento lo suficientemente suelto y libre para marcharme por la mañana. ¿Pero de qué me sirve esa libertad? Sin duda la libertad última consiste en poder elegir, en eximirse con esa libertad de las obligaciones que a uno lo atan a la vida…, en implicarse.
No voy a poder dejar de sentirme confuso. Pero por la mañana más vale que me haya aclarado sobre ciertas cosas. No debo caer en la autocompasión, al menos no por más tiempo del necesario. Me he dado cuenta de que no son mis bajones anímicos en sí lo que me frustra, sino su intensidad y la incapacidad de determinar su duración. Si me siento un poco abatido, temo pasar por una depresión de un año. Cada vez que Nina, mi amante hasta hace poco, tenía una actitud distante o agresiva, yo creía que se iba a alejar definitivamente de mí.
Esta noche mi sentimiento predominante es el miedo al futuro. Al menos, dirán algunos, es mejor que las cosas nos provoquen temor antes que aburrimiento, y la vida sin amor es un inacabable aburrimiento. Puedo tener miedo, pero no soy un cínico. Estoy intentando actuar con firmeza. Esta noche lo voy a pasar mal.
También debería reflexionar sobre qué es lo que me gusta de la vida y de la gente. De lo contrario me arriesgo a convertir el futuro en un erial, eliminando toda posibilidad antes de que nada pueda fructificar. Es fácil matarse sin morir. Por desgracia, para alcanzar el futuro uno tiene que vivir el presente.
Mientras reflexionaba sobre todo esto, he pensado en un montón de gente que parece haberse pasado la mayor parte de su vida deprimida, y ha aceptado un estado de relativa infelicidad como si fuese su obligación. ¿Cuánto tiempo me han hecho perder mis numerosas depresiones? Al menos tres años. Más tiempo del que ocupan todas mis satisfacciones sexuales juntas, de eso no me cabe duda.
Me animo a mí mismo a pensar en los placeres de ser un hombre soltero en Londres, en las cosas agradables que podré hacer. Mis hijos levantan la vista cuando oyen que me río solo. La otra noche, Victor va a un bar, conoce a una mujer que lleva un aro en la lengua y que lo invita a su loft en el East End. A la mujer le gusta que la aten; dispone de todo lo necesario para ello. El piercing que lleva en la lengua recorre el escroto de Victor, como si fuera, según sus propias palabras, una babosa con una canica en la cabeza. La broma sobre la posibilidad de perder las llaves. A Victor le acaba escociendo el culo.