Выбрать главу

La amiguita le replicó que él había dejado que sus hijos destruyeran su historia de amor. Era a él a quien ella quería, no a los niños que él había tenido con una mujer a la que no amaba. Alrededor de la mesa, otros hombres con aire pesimista, que habían visto por última vez a sus esposas en la puerta del juzgado, asintieron, refunfuñaron y menearon la cabeza. Entonces la mujer se levantó y se marchó. Yo debería haber salido corriendo detrás de ella. Mi amigo, con los ojos húmedos, dijo que había renunciado a casi todo lo que tenía por ella. Pero cuando, al cabo de dos meses de relación, ambos se percataron de que no se gustaban demasiado, y después de que ella intentase nada menos que arrancarle una oreja, ya no había posible vuelta atrás, ningún camino de regreso hacia algo sólido.

– Y todo eso por un polvo -murmuré.

Los demás hombres presentes se rieron. Pero, después de haber visto cómo acariciaba aquella descarada al gato de la casa mientras su amante lloriqueaba, llegué a la conclusión de que debía de haber sido un señor polvazo. A continuación, se produjo en la mesa un debate sobre la carga ética de un dilema de estas características. Pero yo sólo podía pensar en que hay ciertos polvos por los que una persona sería capaz de lanzar a un mar helado a su media naranja y a sus hijos. Mi reino por un revolcón. Y he notado que las mujeres son particularmente tenaces a este respecto. Cuando desean a alguien, no hay obstáculo que las detenga.

Hijo mío, quizá un día te explique algunas de estas cosas, porque quizá llegue un día en que las entienda.

Sosteniéndole la cabeza con una mano y cogiéndolo por la espalda con la otra -tiene los ojos cerrados y la boca abierta- lo llevo a su cama. Pero cuando estoy a punto de depositarlo en ella, tengo una extraña sensación. A veces te miras en un espejo sin recordar la edad que tienes. De algún modo, esperas encontrarte con un chaval de doce años, o de dieciocho, devolviéndote la mirada. Pues ahora siento como si me estuviese mirando en un espejo. Él es yo; yo soy él; ambos somos parte del otro, aunque separados en este mundo. Por un momento me estoy llevando a mí mismo en brazos.

Lo acuesto en la cama y lo tapo.

Me pregunto cuándo volveré a dormir junto a él, si es que vuelve a darse la oportunidad. Da unas patadas atroces y tiene cierta tendencia a vomitarme sobre el pelo cuando menos lo espero. Pero también sabe palmearme y acariciarme la cara como un amante. Sus palabras de cariño y su vocecita son para mis oídos aliento divino.

Bajo por la escalera sin hacer ruido. Me pongo la chaqueta. Cojo las llaves. Me dirijo hacia la puerta y la abro. Salgo de casa. Está oscuro y hace frío. El gélido viento me atraviesa de lado a lado. Me revigoriza.

Vete. Debes irte.

Estoy sacando los pies del plato.

Uno entra en las tinieblas con el temor de que nunca saldrá.

Debe de ser la hora de la muerte, lo más profundo de la noche. Apenas se mueve ningún ser vivo, incluyéndome a mí.

Fuera el viento mueve las hojas oscuras de los árboles como cientos de largas lenguas verdes y las ramas me golpean.

Si puedo, voy a liarme un porro. Esta hierba huele horriblemente mal. Como una hoguera de leña húmeda, según dice Susan, sobre todo cuando la fumo sin tabaco.

Me gusta contemplar cómo crecen las plantas al fondo del jardín. Cuando vuelvo a casa por la tarde, después de unas cuantas copas, y no hay otro remedio que cerrar la puerta, y sé que tendré que permanecer bajo este techo hasta la mañana siguiente, como si estuviese cumpliendo un arresto domiciliario, una de las pocas cosas que verdaderamente me gustan es salir al jardín. Riego mis plantas de marihuana, con mi hijo pequeño, ataviado con su pijama de una pieza y sus zapatillas de fieltro, tirando de la manguera detrás de mí.

De vez en cuando corto algunas hojas, las envuelvo en papel de periódico y las seco en el hervidor. Tengo éxtasis, LSD y una vieja botella de nitrato de amilio en la nevera. Durante algún tiempo he tomado éxtasis diariamente, la primera pastilla después del desayuno. Me hacía sentirme peor, y yo era consciente de ello. Pero no dejé de tomarlo. Siempre me ha gustado drogarme en las situaciones más normales, por ejemplo durante las cenas con mis padres. Y todavía acudo a las ocasionales reuniones de padres de alumnos y profesores vestido con mi traje favorito y con un colocón de ácido. Y las anuales veladas navideñas en mi opinión mejoran mucho con una pastilla de Purple Haze. Es el hacerlo en secreto lo que me encanta, y quizá el desafío.

Nina se metía conmigo diciendo que mi actitud hacia las drogas pertenecía a otra época. Es cierto que durante mi adolescencia las drogas eran utilizadas como carburante para el viaje hacia el conocimiento de uno mismo. También me conectaron con un universo más peligroso y rebelde, incluso literario: De Quincey, Baudelaire, Huxley. Para Nina las drogas eran sinónimo de sordidez, prisión y sobredosis. Ha sido su miedo a las agujas lo que la ha mantenido a salvo, si es que lo está.

He decidido prescindir de mi traje a rayas. Si lo meto en la bolsa se arrugará y en casa de Victor no habrá donde colgarlo. Por lo que respecta a la foto de Lennon, la decisión de llevármela es inamovible. Pero tengo que encontrar una foto de los niños.

Me acerco al escritorio de Susan, que está cubierto de sus papeles. Con la esperanza de dar con la prueba de alguna traición reciente que le pudiera echar en cara antes de largarme, cojo su maletín y lo abro. Encuentro una foto de nosotros dos abrazados.

En los cajones hay varios paquetes de fotografías. Elijo una de mi hijo mayor pocos días después de nacer. En la imagen lo estoy bañando en el hospital, aguantándole la cabeza con una mano. Tengo una expresión concentrada mientras por primera vez le echo agua en los costados y en su cara arrugada. En aquella época yo mantenía una relación con Karen. Me despedí de Susan en el hospital, cogí el champán que su padre nos había regalado y me lo bebí en la cama con Karen. El otro día Susan lo mencionó.

– Nunca olvidaré que te marchaste del hospital sin darme un beso. Nuestro primer hijo, y tú ni siquiera me diste un beso. En fin, al menos quieres a los niños. Cuando te vas…

– ¿Cuando me voy?

– De viaje. Los niños preguntan por ti a todas horas. Lo primero que dicen por la mañana es: «¿Papá volverá a casa hoy?»

Me guardo la fotografía en el bolsillo.

Para recordar los viejos tiempos echo un vistazo a su diario. Está cubierto de polvo; no hace anotaciones regularmente, sólo escribe las cosas que quiere que yo lea. Echo un vistazo al pasaje en el que, hace tres años, escribió sobre su amante, preguntándose si podría visitarlo en Roma. No me engañaban sus mentiras y le dije que estaría encantado de que lo hiciese. Siempre buscaba oportunidades para librarme de ella.

Vuelvo a sentarme en el sofá. Fumaré un poco más de esto, aunque me hace sentir como si estuviera sometido a una acusación pública.

– Ah, estás aquí.

Levanto la vista. Miro hacia otro lado. Vuelvo a mirar hacia arriba. Susan está al final de la escalera, con su camiseta blanca y sus zapatillas blancas, el rostro hinchado y con marcas de la almohada.

Parece tan blanca que podría escribir sobre su cuerpo.

En una ocasión, al volver a casa a las cuatro de la madrugada después de una fiesta de adolescentes, me encontré a mamá en la planta baja con su bata manchada que le llegaba a los pies. Había fotos suyas de joven desperdigadas por el suelo. En esas viejas imágenes aparecía desgarbada y entusiasta, con un pelo tan largo como el mío, sandalias y un vestido con un estampado de flores. Posaba con hombres con raya en el pelo y corbata, ninguno de los cuales era papá.