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Susan debe de haber estado observándome mientras yo tenía la vista perdida en el vacío. Me pregunto durante cuánto tiempo.

Me gustaba llevar a Nina a restaurantes y fiestas, a inauguraciones y exposiciones. Me sentaba y la contemplaba mientras ella miraba los cuadros. Disfrutaba al verla disfrutar cuando la guiaba por Londres. Sin ella yo no habría salido. Siempre íbamos cogidos de la mano. Estuviéramos donde estuviéramos, ella era mi refugio, mi luz. Pero aquellos nuevos placeres la arrancaban de su universo familiar y la empujaban hacia otro más intimidante. En ocasiones yo la abrumaba. Estaba demasiado presente, lo sé. Queremos amor, pero no queremos perder nuestra identidad.

Asif corregía exámenes, rodeado de sus libros de filosofía, pedagogía y desarrollo infantil ordenados alfabéticamente. Sobre el escritorio tenía fotografías de su mujer y sus hijos. Cuando esta tarde me ha visto aparecer por la puerta de su estudio, seguido por Najma con aire preocupado, se ha mostrado inquieto. Quizá yo parecía tenso o algo peor.

– ¿Los niños están bien? -ha sido lo primero que ha preguntado.

– Sí, sí.

Se ha tranquilizado.

Entonces nos hemos dado la mano.

– ¿Y los tuyos? -le he preguntado.

– Bien, gracias a Dios.

Najma, con una mirada desafiante, ha preguntado:

– ¿Y Susan?

– Bien, está bien.

Asif me ha mirado inquisitivamente. No me gusta perturbar su tranquilidad. Ni siquiera sé por qué he ido. Había estado caminando por las calles desde por la mañana. Hasta que he parado un taxi y le he indicado al conductor la dirección de Asif. Quizá porque como Victor es un recién convertido al hedonismo, yo necesitaba otro punto de vista.

– ¿Puedo hablar contigo? -le he dicho.

Najma nos ha dejado a solas de mala gana y Asif se ha quitado las zapatillas y se ha calzado unos zapatos. Me he percatado de que está engordando y con el chaleco ceñido al estómago parece mayor, más digno y próspero.

Hemos paseado por su jardín. Me he dado cuenta de que él no paraba de mirar hacia el invernadero, donde Najma leía sentada en una mecedora. He imaginado que ella ya me consideraba culpable de todo lo que pudiera suceder.

– La casa está envenenada -he comentado-. Susan quiere que sea amable. Pero no puedo ser amable. No podemos hacer nada el uno por el otro. Es un hecho. He decidido marcharme.

– Todas las parejas se pelean. Hasta Najma y…

– ¡Ya me acuerdo! -he dicho riéndome de pronto.

– ¿Qué?

– Lo de las tortillas del desayuno. Antes de que bajáramos a la piscina…, durante las vacaciones en Italia del año pasado. Susan y yo éramos amables el uno con el otro durante horas y horas. Pero vosotros dos… Los silencios. El resentimiento. Lo que más deseabas en el mundo era que llegásemos a aquel café en el que tú y yo podíamos jugar solos al futbolín.

– Es verdad. Ella y yo discutimos… de vez en cuando. -Y ha añadido-: Resulta muy fácil dejarlo correr demasiado pronto. ¿Por qué precipitarse? Espera a ver qué pasa. Te ruego que dejes pasar un año.

– No puedo esperar ni una semana más. De hecho me marcharé mañana por la mañana.

– Espero que no lo hagas. Un año no representa nada a tu edad. ¿Es por esa chica?

Me he encogido de hombros y le he respondido:

– Ya no la veo. La he perdido.

– No… Estás temblando. -Me ha rodeado con el brazo y ha añadido-: ¿Pero sigue estando presente de alguna manera?

– Si pudiera volver a ver su cabello o su nuca, eso podría ser un principio a partir del cual moverse. Sería el principio, ¿sabes?, de una actitud nueva.

– ¿Su cabello?

– Por supuesto.

– No sabía que la gente de tu edad pudiera ponerse tan romántica.

– Asif -le he dicho-, ninguna edad está al margen de los sentimientos intensos.

Ha dejado escapar un bufido y ha sentenciado:

– ¡Es una lástima que la hayas conocido!

– ¿Por qué insistes en encontrar todo esto risible?

– Tal vez porque detesto ver a un hombre al que respeto, un hombre valiente y entregado en ciertos aspectos, y testarudo en otros, arrastrado sin rumbo por tales pasiones. Pero supongo que, a diferencia de la mayoría de la gente, tú puedes permitirte dejarte llevar por tus placeres. Y a eso es a lo que te dedicas.

– Sí. Pero no creas que no sé que hay otras cosas importantes en las que pensar…, la situación política internacional y demás.

Mi sarcasmo le hace callar.

Sus hijos corretean a nuestro alrededor. Preguntan por mis hijos. Les digo que están en casa. Llegan gritos infantiles desde jardines próximos. Varios niños se acercan a la verja.

Ojalá pudiera sentarme satisfecho en mitad de mi vida, tal como parecen hacer los niños, sin estar constantemente preocupado por el estado de las cosas, por mañana, la semana que viene, el año próximo. Pero desde que tenía catorce años, cuando conspiraba contra mis padres, sin darme a la fuga como pretendía, sino esperando el momento adecuado y preparándome, sabiendo que algún día estaría preparado, desde entonces he tenido la necesidad de ver el futuro como una meta. Siempre he necesitado que cada día suceda algo que evidencie algún tipo de progreso o acumulación. No soporto que las cosas se ralenticen, que no haya suficiente intensidad. Pero ahora recibiría con agrado un periodo de sosiego. Tengo la esperanza de que con el tiempo llegue ese momento.

– Estás muy disperso -me ha comentado Asif-. Sé que te gusta cuidar tu aspecto, pero hoy ni siquiera te has afeitado. Dejando a un lado por un momento el cabello de tu amiguita, el tuyo parece que te lo hayas peinado en vertical.

Me he reído, pero no le he respondido.

Al cabo de un rato Asif ha añadido:

– ¿Has tomado una decisión?

– Creo que sí.

– No quiero que acabes en alguna pensión sórdida. Si quieres, ven aquí durante algún tiempo. Pondré a los niños a dormir juntos.

– Eres muy amable, Asif. Te lo agradezco. Pero no podría instalarme aquí, en medio de tu vida familiar, después de haber dejado la mía.

– No será por mucho tiempo.

– ¿Cómo?

– Después de unos días de reflexión, decidirás volver. No estás preparado para soportar la ausencia de los niños. No creo que te des cuenta de cómo te sentirás… al abandonarlos. Eso les va a hacer daño, ¿no crees?

En ese momento, casi me fallan las piernas.

– Sé que tendré que pasar por eso -le he dicho.

– A tu nueva amiga me la describiste como una de esas personas incultas aunque con estudios. Susan es quisquillosa, pero inteligente. Siempre he disfrutado hablando con ella. En determinado momento, debiste tener una buena razón para elegirla.

– ¿Y no tengo derecho a cambiar de opinión? Si la gente está rompiendo con sus parejas en tropel es porque van en busca de otras personas.

– Todos queremos más. Nunca estamos satisfechos. La sabiduría consiste en saber valorar lo que tenemos. Si cada día tenemos un poco de suerte y nuestros hijos nos sonríen o por una vez hacen lo que les decimos, debemos consideramos hombres afortunados.

– Estoy desanimado. Una relación infeliz no puede ser un compartimento estanco. Impregna todo lo demás, como una lata de aceite agujereada. -Le he mirado-. ¿Nunca has pensado en mandarlo todo al carajo?

Ambos hemos dirigido la mirada hacia Najma.

– ¿Por qué me preguntas eso? -ha dicho, exasperado-. ¿Crees que un día te daré una respuesta diferente que confirmará tu manera de ver las cosas?

– ¿Qué manera de ver las cosas, Asif?

– Que uno no tiene responsabilidades. -Ha suspirado y ha continuado-: Lo siento, supongo que tú actúas a la manera moderna.

– Yo diría que en efecto existe una nueva inquietud.

– Sí, tengo la impresión de ser un bicho raro por amar a la misma persona durante años y no estar planeando mi huida. Pero me encanta vivir aquí. Cada día construimos algo. Las cosas aumentan. Sin eso, yo no sería más que un hombre que camina por la calle sin ningún sitio adonde ir.