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– En casa, para mí, no hay movimiento.

– Un amor verdadero provoca poco movimiento. Uno da vueltas sobre lo mismo, pero cada vez va más lejos. ¿No crees en nada? ¿O la virtud no es para ti más que un último recurso?

¿Qué puedo responder a eso? La gente joven rebosa de creencias aburridas. ¿Por qué no yo? No me vienen a la cabeza muchas creencias de manera espontánea. Hemos alcanzado tal estado después de dos mil años de civilización cristiana, que si me encuentro con alguna persona con creencias religiosas -algo que por suerte me sucede muy raramente en los últimos tiempos- lo considero un anormal, alguien que probablemente necesite someterse a una terapia.

Podría responder que creo en el individualismo, el sensualismo y la ociosidad creativa. Me gusta la imaginación humana, su delicadeza, la brutal agresividad de su energía, su profundidad, su poder para transformar el mundo material en arte. Me gusta lo que hacen los hombres y las mujeres. Prefiero eso a ninguna otra cosa sobre la tierra, aparte del amor y los cuerpos de las mujeres, que ocupan el centro de todo aquello por lo que vale la pena vivir.

Pero Asif es inteligente. No quiero ponerme en evidencia diciendo algo demasiado egoísta…, aunque se me ocurren pocas instituciones más egoístas que la familia. Quizá me estoy convirtiendo en un auténtico escéptico.

Probablemente se me está escapando una risilla tonta. Será mejor que diga algo antes de que piense que soy un chiflado.

– Tengo mis opiniones -le he dicho-. Pero carecen de importancia. Cambian cada día. Siempre es un alivio no tener opinión, sobre todo en temas culturales o políticos. Pero te diré algo, sobre este tema en concreto sufro un exceso de convicción.

– ¿Convicción en qué?

– En las posibilidades de la intimidad. En el amor.

Casi se ha puesto a reír. Y ha comentado:

– Siempre te han gustado las mujeres. Nunca has perdido esa costumbre.

– Pero es que son agradables. ¿No te has percatado?

– ¿Y qué me dices de buscarte alguna amante ocasional?

– ¿Me sugieres eso?

– Viajas mucho. Siempre estás en Estados Unidos, convirtiendo obras literarias en…

– Papilla.

– Tendrás oportunidades. Y eso quizá te sacie suficientemente.

– Lo hace, durante algún tiempo. Pero justamente depende por completo de la naturaleza de la necesidad y de si se puede satisfacer. Y de si la necesidad se renueva, y con qué ferocidad lo hace. En cualquier caso, tú no lo harías.

– No olvides que soy profesor -ha dicho él.

– Lo sé, ¿por qué lo dices?

– Ya sabes que enseñar es una tarea difícil. Y lo es todavía más si los niños están angustiados. En el aula veo los escombros. Los desprendimientos. La cara quebrada de las cosas.

Me ha ofrecido té.

Yo no podía quedarme mucho rato. Tenía que volver a casa, bañar a mis hijos, ver a Susan y hacer las maletas. Tenía que hacer mi contribución a la cara quebrada de las cosas.

Victor me comenta:

– Fue la mejor y la peor de las decisiones que he tomado a lo largo de mi vida. Durante dos años después de haberme marchado, en el fondo de mi corazón sabía que había hecho algo imperdonable. Sabía que no muy lejos había unas personas, mi esposa y mis hijos, que sufrían como consecuencia de lo que había hecho. Sin embargo…

Y continúa:

– Te puedes burlar de mí por la salchicha con patatas, y sobre todo por la cebolla escabechada. ¿Pero cuántos de nuestros amigos y conocidos, después de haber dejado a sus parejas, sueñan con volver con ellas? ¿Cuántos afirman que, si pudieran revivir ese momento, no volverían a largarse de casa?

– ¿Qué pasa? ¿Están enfermos? ¿Se han despertado?

– No -responde ella.

Susan parece ambas cosas.

Se acerca a mí, desde el final de la escalera, con los brazos extendidos.

– Abrázame. Así no, como si tus brazos fueran tenazas no. Tócame con las manos.

Recuerdo que mi hijo mayor me preguntó: «¿Por qué tenemos manos?»

– Estoy aquí -digo.

– Sí. Gracias a Dios. Abrázame.

La beso y la acaricio. Se le sube la camiseta. Antes de darme cuenta, le estoy tocando los pechos. Me agacho. Su vello púbico no es tan exuberante y suave como el de Nina. Pero si deja que me la folie aquí y ahora, en el suelo, no me marcharé. Arrimaré el hombro y aceptaré mis responsabilidades durante un año más. De todas formas, por la mañana estaré demasiado cansado. Sacaré un arenque ahumado de la nevera, me zamparé un buen desayuno y dejaré escapar un suspiro de alivio. Me gustan los finales felices.

– He tenido una pesadilla -me dice Susan-. Que tú no estabas. Me he despertado y realmente no estabas. No vas a marcharte, ¿verdad?

– ¿Por qué dices eso?

– No lo sé, no lo sé.

– No pasa nada -le aseguro-. Tranquilízate. Te daré un masaje.

– No, gracias. No sabes darlos. Eres demasiado bruto.

– Ya veo -digo-. De todas maneras, tú no me acaricias jamás.

– ¿Te sorprende? -Y añade en voz baja-: No, ¿verdad?

No recomiendo mentir. Excepto en determinadas circunstancias.

Susan, si me conocieras, me escupirías a la cara. Te he mentido y traicionado día tras día. Pero si no me lo hubiera pasado en grande con esas mujeres, no habría aguantado tanto tiempo aquí. Las mentiras nos protegen a todos; permiten que las cosas importantes funcionen. Mentir es un acto bondadoso. Si hubiera actuado honestamente durante todos estos años, ¿a quién habría impresionado? ¿A Dios? Un mundo sin mentiras resultaría imposible; un mundo en el que no se despreciase la mentira también. Por desgracia, mentir nos hace sentir omnipotentes. Provoca una terrible soledad. Aquí, esta noche, me siento al margen de ti y de todo el mundo. Decir la verdad es, por lo tanto, un principio esencial, hasta que choca con otro principio esencial, el placer, momento en el cual, obviamente, se produce un conflicto.

Susan empieza a despertarse.

– ¿Qué haces aquí? ¿Por qué no estás en la cama?

– Tengo cosas que hacer.

– ¿Ahora?

– No podía dormir.

– ¿Por qué? ¿Qué te preocupa? Casi nunca te desvelas. -Sus ojos recorren mi cara-. Hueles a cigarrillos y a esa horrible marihuana. Tienes el pelo húmedo. ¿Has salido? ¿Adónde has ido? ¿Con quién has estado?

Me toca la mejilla con los dedos.

– Aug.

– ¿Qué es esto? ¿Qué te ha pasado en la cara? Espera…

Se dirige hacia el interruptor, pero está tan dormida que da un traspié y se golpea con la mesa.

– Deja que te ayude.

Esta noche las calles huelen a orina. Hay camiones aparcados junto a los supermercados y hombres que empujan contenedores metálicos a través de las puertas laterales. Los jóvenes han salido de marcha.

Hace siete años, cuando Susan y yo estuvimos separados durante un año y yo me entusiasmaba con los desconocidos, conocí estos bares, a las chicas que vendían joyas en el mercado, a la gente que tocaba en los grupos musicales, a chicos que estaban de viaje. Disponía de tiempo para lo inesperado.

Esta noche, después de cambiarle el pañal al niño y volver a acostarlo, he cogido el coche y he venido a este bar sin saber por qué, y lo único que veo son docenas de jóvenes envejecidos, vestidos con una ropa absurda y barata, apretados unos contra otros. No conozco a nadie. Con mis amigos actuales sólo me encuentro mediante cita previa, quedando a una hora determinada como quien va al dentista. Y Victor, cinco años mayor que yo, jamás pondría los pies en un lugar así, aunque en su defensa hay que decir que ha empezado a bailar. Va a clubs, a veces solo, y allí inicia una serie de peculiares y solitarios movimientos coreográficos. No tarda en abrirse un espacio a su alrededor. No sé si debido a su singular estilo o a que la gente lo toma por un policía que se ha tomado un permiso por su cuenta.