– No me importa hacer el idiota -dice-. Pero los jóvenes sofisticados pueden resultar muy esnobs.
Delante del bar hay tipos con gruesos abrigos cortos, pantalones muy holgados y zapatillas deportivas que parecen barcas. Es curioso cómo los camellos siempre remolonean durante una eternidad y de pronto se ponen a caminar con paso apresurado. Me pregunto si esta noche todos han sufrido, simultáneamente, una repentina cefalea, ya que aplastan las manos contra la cabeza como si posaran para El grito de Munch, mientras hablan por el móvil. Tiempo atrás les hubiera preguntado el precio de tal o cual droga. Ahora reflexiono sobre qué será de ellos y me pregunto por qué se habrán gastado el dinero en el tipo de ropa que visten. Pero ellos deben de pensar que yo carezco de distinción.
Finalmente diviso en el bar a alguien que conozco. Un chaval que ya no es un chaval, al que en otra época vi diariamente durante algunas semanas. En mi etapa socialista escuchaba durante horas interminables las desgracias de ese chico y condenaba a la sociedad que le hacía sufrir. Era un tipo despierto, inteligente y repleto de historias sobre sus aventuras en las calles, pero al mismo tiempo interiormente atormentado, lo cual hacía que sus bravatas resultasen más conmovedoras. En el bar se apoya contra mí y trata de engatusarme para que le dé mil libras para irse a vivir a una reserva india.
Le escucho y finalmente le digo:
– ¿No crees que los indios ya tienen suficientes problemas sin ti?
Trato de apartarlo, pero él me agarra la mano.
– Tienes suficiente dinero para poder ayudar a otro ser humano -dice, adoptando la expresión más patética de la que es capaz-. Por toda la bondad de tu…
– Te daré el dinero -le interrumpo- si me respondes a una pregunta. ¿Dónde está tu padre? ¿Por qué no estás en casa con él?
Me mira.
– ¡Respóndeme! -le digo.
– ¿Qué has estado tomando?
Desaparece.
Ya en la calle, podría fácilmente empezar a gesticular y chillar, porque creo que muchos de estos hombres no conocen a sus padres. ¿Adónde se han ido todos los padres? En una ocasión los padres se fueron a la guerra y regresaron, los que lo hicieron, irreconocibles. Y los padres siguen marchándose y regresando, los que finalmente regresan, irreconocibles. ¿Piensan en sus hijos? ¿Qué cosas más interesantes tienen que hacer? ¿Es cuando sus esposas se convierten en madres cuando deciden marcharse? ¿Qué tienen las madres que hace que sea tan esencial abandonarlas? ¿Dónde se esconden los padres y qué hacen?
Alguien debe de saberlo. Tengo que preguntárselo a uno de ellos. Tengo que preguntármelo a mí mismo.
Corro hacia mi coche. Hay otro sitio que debo visitar esta noche.
Victor siempre estaba besando y toqueteando a Nina. La trataba con condescendencia, pero ella, consciente de lo torpón que podía resultar él, tenía mucho cuidado de no asustarlo.
Una noche, estando los tres en su casa, Victor tomó unas drogas nuevas. Cuando se perdió por algún lugar desconocido, Nina y yo nos pusimos a hacer el amor. Victor se metió en la cama con nosotros. Cómo me arrepiento de lo que pretendía hacer: reducir mi cariño por Nina. Si ella no fuera especial, lo que siento por ella no sería tan intenso.
– ¿Por qué lo hiciste? -le pregunté a Victor.
– Os estabais riendo. Os divertíais.
Yo sabía cómo complacer a Nina. Cocinaba para ella; le daba un baño y la masajeaba mientras escuchaba música. Juro que podía amarla, protegerla y ocuparme de ella.
Ella confiaba en mí, pero cada vez estaba más desanimada.
– Me abandona una y otra vez -le comentó a Victor-. Cada vez que vuelvo a acostumbrarme a él, vuelve a su casa o, todavía peor, se va de vacaciones. Estoy perdiendo las esperanzas. Me siento asfixiada. Ni siquiera sé qué espero.
Me dijo que no podríamos vernos durante algún tiempo. Necesitaba distanciarse. Le pedí a Victor que no la perdiese de vista, que la llamase cada día y que me mantuviera presente en los pensamientos de Nina. Un día, con un tono agresivo y rencoroso, le pregunté a Victor si saldría con ella si yo no estuviera en medio.
Creo que se vieron durante un par de semanas. No indagué sobre el asunto, ni hablé con Victor, porque yo estaba fuera con Susan y los niños. Un día él me telefoneó y me dijo que ella le había pedido que no volvieran a verse. Él y yo reiniciamos nuestra amistad. Nunca hablábamos de Nina. Pensé que no tardaría en olvidarla.
– He ido a un bar a tomar un trago. Estaba a rebosar. Así que he decidido dar un paseo. He visto un club, he entrado y he echado un vistazo.
– Así que has visto un club.
– Sí -digo-, una cola de gente en la calle.
– ¿Y qué te ha impulsado a entrar?
– No lo sé. He pensado que era el tipo de sitio en el que hace algún tiempo me lo hubiese pasado estupendamente.
– No es muy habitual en ti esa espontaneidad -comenta Susan-. ¿Dónde está tu camisa? ¿No llevabas camisa?
– Dios mío, sí, la llevaba -digo-. ¡Con qué facilidad pierde uno las cosas!
Susan me clava la mirada.
Como no he encontrado a Victor en el bar y las calles me han parecido más violentas de lo que las recordaba, me he dirigido con el coche a la casa en la que Nina tenía alquilada una habitación. Hace algunos meses iba allí muy a menudo, cuando ella vino a vivir a Londres para estar más cerca de mí, tal como ella misma admitió. Su fantasía, me dijo, era vivir a la vuelta de la esquina.
La cocina siempre estaba llena de gente joven que o bien se recuperaba de una juerga o bien se preparaba para correrse una. Recuerdo el colchón de Nina en el suelo; una colcha india; libros de poesía; cintas de música, y un montón de esas velas que hacen que las navidades resulten tan excitantes para las mujeres jóvenes.
– No sé por qué vivo aquí -dijo ella, mientras yo salía de una cama para volver a otra-. Debería vivir contigo. ¿No puedes quedarte para siempre, o al menos esta noche?
La miré, desnuda en la cama, blanca como un grano de arroz.
– Ojalá pudiera.
– ¿Sabes?, no creo que pueda soportar esta situación mucho más tiempo.
– ¿No me esperarás?
– No lo sé.
Esta noche espero un rato fuera, aunque no se ve nada a través de la ventana. Finalmente llamo al timbre. Me abre la puerta un chico. Le pregunto si me recuerda. Me dice que sí, pero con tan poco entusiasmo que me pregunto si no será uno de los que se dedicaban a aconsejar a Nina que dejase de verme.
– ¿Todavía vive aquí?
Me mira con aire desconfiado.
– Estuvo fuera algún tiempo -dice.
– ¿Estuvo?
– Después volvió.
– ¿Sí? ¿Volvió? ¿Puedo verla? ¿Está dentro?
– No.
Contengo las ganas de abofetearlo.
Finalmente me informa de que cree que ha ido a un club de los alrededores.
– ¿Con quién? -pregunto.
– Con un amigo.
– ¿Y dónde está ese club?
Me lo dice después de lanzar un suspiro, como si yo debiera saber esas cosas.
Me planto allí con el coche y hago cola durante una hora, aterrorizado ante la posibilidad de que no me dejen entrar. Cuando me acerco al portero, me quito la camisa, con la esperanza de parecer más moderno. La escondo detrás de un seto al otro lado de la calle, así que llevo una camiseta y americana.
Una vez dentro, me encuentro en una especie de discoteca en penumbra, casi a oscuras, sin las luces parpadeantes que hicieron las delicias de mi adolescencia.
Hay un problema: si Nina está aquí, me será imposible distinguirla.
Durante casi toda mi vida hasta esta noche, he sido joven. Durante casi toda mi vida, he tenido gente a la que pedir consejo, gente que parecía saber lo que pasaba. ¿Dónde están? Actualmente, excepto cuando estoy con Susan, sé quién soy. Cuando es necesario, soy capaz de hacer acopio de coraje y mantener la dignidad. Pero hoy la estoy perdiendo.