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Dejo la nota en la otra punta de la mesa, apoyada contra una taza. Así seguro que no le pasará inadvertida cuando vuelva a casa. Se sentará en esa silla para leerla. Me pregunto cómo se sentirá; me pregunto qué hará. El teléfono queda al alcance de la mano.

Recojo mi bolsa del suelo del dormitorio. Bajo por la escalera y abro la puerta de la entrada. Cansado pero resuelto, salgo. Hace semanas que no llueve. Los árboles están en flor. Londres está en flor; incluso yo estoy en flor, a pesar de todo.

Es un día magnífico para marcharse.

Cierro la puerta a mis espaldas y me alejo de casa. Sopeso la idea de cruzar el parque e ir a ver a mis hijos. Pero mi aire despistado me abandonaría y cualquier pregunta podría hacerme perder el poco coraje que tengo. Tal vez debería volverme y despedirme de la casa.

No puedo decir que no haya aprendido más en este crisol que en ningún otro sitio: la educación de un corazón, ligeramente partido, si no roto en pedazos. Si sobreviviré a ese conocimiento y le daré un buen uso -si es que alguno de nosotros lo hace- es otro asunto.

Victor está sentado a la mesa con su batín negro, sus calcetines y calzoncillos negros, masticando un trozo de tostada que sin duda dejó ahí la noche anterior. Pero cuando entro por la puerta se pone en pie y me da un beso.

– ¿Lo has hecho?

– Sí -digo-. Lo he hecho.

Victor me mira con aire satisfecho. Me percato de que ha limpiado el apartamento. No hay cebolla en escabeche a la vista.

Pienso si desempaquetar ahora mis cosas para convencerme de que me voy a quedar. Pero echo un vistazo a mi alrededor y no veo dónde voy a poder ponerlas. Dentro de un rato Victor saldrá para ir al trabajo y yo me quedaré aquí solo. Hoy no tengo ganas de ir al estudio. Quizá dé un paseo.

Victor coge mi bolsa y la deja en un rincón. Me doy cuenta de que el café está recién hecho. Hay cruasanes en el horno. Me siento y le miro, un amigo. Durante algún tiempo -no sé cuánto- esta casa será mi hogar.

Me pregunto cuándo desplegará Susan la nota y sabrá lo que he hecho. No volverá hasta media tarde. Todavía estoy a tiempo de recuperar mi mensaje.

– ¿Sabías que vendría?

– Sabía que al final darías el paso -responde Victor-. Podías retrasarlo algunas semanas. Pero era inevitable.

– ¿Estabas seguro?

– ¿Cómo podía no estarlo? -Y añade-: ¿Se lo has dicho a los niños?

– No.

– Eso es lo más duro.

Me muerdo el labio.

– Primero hablaré con Susan -le digo-. Después con ellos. Tengo un montón de cosas que decirles… sobre los problemas de las personas que intentan vivir juntas.

Me mira. Sabe de qué hablo. Y, sin embargo, muestra un buen humor nada habitual.

– ¿Por qué sonríes? -le pregunto.

– He conocido a una mujer que me interesa. Vamos a comer en un restaurante nuevo y después daremos un paseo por el parque.

– ¿Y después?

Le brillan los ojos.

– Por cierto -dice-, esa chica me telefoneó.

– ¿Qué chica?

– Nina. Se enteró de que la buscabas.

Sólo se me ocurre pensar en lo maravillosa que en ocasiones puede ser la vida en este mundo. ¡Qué daño se pueden hacer dos personas! ¡Y qué placer se pueden dar!

– He anotado su número de teléfono -me dice-, por si lo has olvidado.

– Gracias.

Me tiende el pedazo de papel. Descuelgo el teléfono y marco, pero cuelgo antes de que suene.

– Ya la llamaré más tarde -digo-. Ya habrá tiempo para hacerlo.

Caminamos juntos, cada uno abstraído en sus pensamientos. Olvidé dónde estábamos e incluso qué hora era. Tú te acercaste, me acariciaste el pelo y me cogiste la mano; sé que me cogías la mano y que me hablabas en voz baja. De pronto tuve la sensación de que era perfecto, que no se podía añadir nada a aquella felicidad o satisfacción. Era todo lo que había y todo lo que podía haber. Lo mejor de todo se había condensado en ese instante. Y no podía ser otra cosa que amor.

Hanif Kureishi

***