Al día siguiente llama a una hora intempestiva e insiste en que desayunemos juntos para contármelo. Le explico que la niñera, tal como les suele pasar a las niñeras, ha perdido el deseo de vivir y que es difícil encontrar una canguro a primera hora de la mañana. Pero al final voy al café, feliz de haber podido salir de casa y de que alguien me sirva el desayuno en lugar de corretear de un lado a otro, como habitualmente hago, sosteniendo unas tostadas con mermelada que inevitablemente acaban en el suelo boca abajo.
Victor no omite ni el más mínimo detalle.
– ¿Y tú qué hiciste? -me pregunta educadamente al final.
Suspiro. Vestido con un chándal y echado en la cama, estuve bebiendo cerveza, fumando y escuchando uno de los últimos cuartetos de Beethoven con los cascos puestos.
La mujer y él no se volvieron a encontrar. Casi todas las noches Victor ve la televisión solo, con un plato de salchicha y patatas chips sobre las rodillas, y una o dos cebolletas en vinagre como guarnición.
Otro amigo: un tipo rollizo, de mediana edad y alcohólico que trabaja como contable. Yo envidiaba su entusiasmo cuando hablaba de la vida que el matrimonio, por el momento, le impedía disfrutar. Al principio había trabajado demasiado para aprovechar suficientemente su libertad de adolescente. Un buen día abandona a su esposa, se compra ropa interior nueva, loción para después del afeitado, gemelos, un brazalete y tinte para el pelo. Se presenta ante mí.
Abro unos ojos y una boca de palmo.
Finalmente digo:
– Nunca has tenido mejor aspecto.
– Tan alentador como siempre -dice-. Gracias, gracias.
Nos estrechamos la mano y él se marcha hacia los clubs de solteros y bares para divorciados. Conoce a una mujer, pero ella sólo quiere llevárselo a su lecho matrimonial para provocar a su marido. Conoce a otra. Me recuerdas a alguien, le dice ella; resulta que al dueño de una funeraria. Mi indignado amigo le replica que él no ha ido allí a recoger su cadáver. Pronto se da cuenta de que a su edad se interesa mucho más que antaño por con quién pasa el tiempo. Lo que deseaba entonces ya no lo desea ahora. También se percata de que con la edad la gente se vuelve excéntrica y de que hay un montón para escoger.
– ¿Vuelvo con mi esposa? -pregunta.
– Inténtalo -le digo en plan experto.
Pero ella lo mira con desconfianza, preguntándose por qué su cabello ha adquirido un tono berenjena y si se ha hecho grabar el nombre en un brazalete para que lo puedan identificar después de un accidente. Ha descubierto que la vida es posible sin él.
Los niños se han dormido. Los subo, uno tras otro, a su dormitorio. Los coloco echados uno junto al otro bajo edredones de colores vivos. Cuando me dispongo a darles un beso, descubro que han abierto los ojos. Temo que hayan recuperado fuerzas. Soy un padre liberal, temeroso de mis ocasionales accesos de cólera. Siempre lamento cualquier represión innecesaria. No me gustaría que mis hijos me temiesen; no me gustaría que temiesen a nadie. No quiero prohibirles o desaprobarles nada. Aunque de vez en cuando sí quiero que tengan claro que yo estoy al mando. No tardan en ponerse a saltar de una cama a otra. Cuando se dirigen hacia la puerta, como estoy demasiado cansado para correr detrás de ellos, me veo obligado a poner voz de «enfadado». No comprendo su resistencia a acostarse. Desde hace meses lo más grato de mi jomada diaria ha sido la ilusión de que voy a desconectar al dormirme. Al menos ellos lamentan como yo, aunque de una manera distinta, el paso de los días. Esta noche mis hijos y yo deseamos lo mismo: más vida.
– Si os echáis y os estáis quietos, os leeré un cuento -les prometo.
Me miran con suspicacia, pero cojo un libro y me siento entre los dos. Ellos se estiran junto a mí y de vez en cuando se dan alguna que otra patada.
El cuento que les leo es cruel, como suelen serlo la mayoría de cuentos infantiles, y en él aparece un leñador, como suele pasar en la mayoría de cuentos infantiles. Pero, cómo no, está protagonizado por una familia convencional, a la que el padre no ha abandonado. Los niños conocen tan bien la historia que enseguida se dan cuenta si me salto un trozo o me invento algo. Cuando paran de hacer preguntas, dejo el libro, salgo sin hacer ruido de la habitación y apago la luz. Entonces vuelvo a su lado, contemplo sus caras en las almohadas y les doy un beso. Después, desde el pasillo, escucho cómo respiran. Ojalá pudiese quedarme aquí toda la noche. Oigo que susurran algo y se ríen entre dientes.
Una historia vieja como el mundo.
Desde el principio, empezando por las chicas del colegio y sobre todo las profesoras, me pasé la infancia mirando a las mujeres en las tiendas, en la calle, en el autobús, en las fiestas, preguntándome cómo se sentiría uno con ellas y qué placeres podría descubrir con ellas. En el colegio, tiraba el lápiz bajo la mesa de la profesora para arrastrarme debajo y mirarle las piernas. La poco metódica naturaleza del sistema educativo me permitió desarrollar un interés entusiasta por las faldas de las chicas, por conocer sus materiales y texturas, por saber si eran plisadas, sueltas o ceñidas, y en este último caso dónde ceñían. Las faldas, como los telones de los teatros más tarde, despertaban mi curiosidad. Quería saber qué había debajo. Había que esperar la ocasión favorable para descubrirlo. La falda era un objeto de transición; una cosa en sí misma y al mismo tiempo la posibilidad de ir más allá. Eso se convirtió en mi paradigma de todo conocimiento trascendental. El mundo es una falda que quiero levantar.
Posteriormente, me imaginé que con cada mujer podía partir de cero. No existía el pasado. Yo podía ser una persona diferente, si no nueva, durante cierto tiempo. Además, también me servía de las mujeres para protegerme de otras personas. Estuviese donde estuviese, me bastaba estar acurrucado junto a una mujer que me susurraba cosas y me deseaba para mantener el mundo a raya. Y podía dejar de desear a otras mujeres. Al mismo tiempo, me gustaba mantener abiertas todas mis posibilidades; desear a otras mujeres me protegía de la presión de amar sólo a una. El conocimiento profundo tiene sus peligros.
No es sorprendente que Susan sea la única mujer, aparte de mi madre, con la que no puedo hacer prácticamente nada. Pero ahora que ya tengo la certeza de que puedo hablar con mujeres sin miedo a desearlas, no estoy seguro de poder tocar a alguien como lo hacía antes, con frivolidad. A partir de cierta edad, el sexo deja de ser algo sin importancia. No podría pedir tan poca cosa. Posar tu mano sobre otro cuerpo o tus labios sobre otros labios…, ¡vaya compromiso! Elegir a alguien es dejar al descubierto una vida entera. ¡Y una invitación a que te dejen al descubierto a ti!
Tal vez eso es lo que sucedió con Nina. Un día te cruzas con una chica y la deseas. He reflexionado sobre ese momento un montón de veces. Ella y yo hemos hablado de ello en repetidas ocasiones, divertidos y perplejos. Recuerdo lo alta y delgada que era; y entonces sentí una sacudida, una violenta sacudida, cuando nos vimos y nos volvimos a ver. Algo de ella lo cambió todo. Aunque yo había deseado antes a otras personas, y no sabía nada sobre ella. Ella pertenecía a otro mundo. A partir de cierta edad, uno ya no desea que las cosas sean tan fortuitas… Quieres creer que sabes lo que haces. Tal vez eso explique lo que hice.
A Ian, mi joven amigo gay, le gustaba plantarse conmigo delante de las estaciones de metro donde yo contemplaba las multitudes de chicas en verano, a la hora de comer, cuando había terminado mi trabajo del día. Había algunas zonas más propicias que otras. «Una imagen de la impotencia», lo llamaba él. Por lo que a él respecta, podía producirse un intercambio de miradas y entonces desaparecía, mientras yo esperaba tomando un café en algún sitio. A veces se follaba a cinco tíos en un día, hundía el brazo hasta el codo en hombres cuyos rostros jamás veía. Cada noche de la semana había alguna orgía a la que estaba invitado.