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– Nunca he entendido el jaleo que los heteros montáis con el rollo de la infidelidad -me decía-. No se trata más que de follar.

– Follar significa algo -replicaba yo. ¿Pero qué? Y añadía-: Sin duda, para que sea hermoso debe haber misterio.

– Cuando hay otras personas de por medio, siempre hay misterio -era su respuesta.

Susan ya ha puesto la mesa. Descorcho el vino y lo sirvo. El encargado de la licorería me ha dicho que es un vino de muy buen beber. Estos últimos días cualquier bebida alcohólica me parece de muy buen beber.

Susan trae la comida y la sirve. Echo un vistazo por encima del periódico. Mientras come, enciende el televisor, se pone las gafas y se inclina hacia adelante para mirar una serie.

– Oh, Dios mío -dice cuando sucede algo en la pantalla.

El ruido me produce dolor de cabeza. Si lo que quiere es contemplar un drama doméstico, no tiene más que mirar hacia la otra punta de la mesa.

Pero yo miro hacia otro lado: contemplo un árbol del jardín, un grabado colgado de la pared, anhelando algo hermoso o hecho con dedicación. He empezado a detestar la televisión, al igual que los otros medias. Yo era joven cuando el mundo del rock’n’roll -la apoteosis de la provocación superficial- representaba lo nuevo. Era rebelde y combatía lo convencional y lo muerto. También la televisión era una novedad durante mi juventud: todos esos mundos parpadeantes que la gente dejaba entrar en sus casas, mi padre obligándome a sostener de puntillas la antena en la ventana… Cada pocos meses llegaba a casa algo nuevo y brillante: un coche, una nevera, una lavadora, un teléfono. Y, durante algún tiempo, cada nuevo objeto nos fascinaba. Lo tocábamos y lo contemplábamos al menos durante un par de semanas. Éramos como todo el mundo, aunque nos anticipábamos a alguna gente. Creíamos -no sé por qué- que bastaba con poseer esas cosas para ser feliz.

Actualmente, detesto ser bombardeado por la vulgaridad, la vacuidad y la reiteración. Tengo amigos en la televisión. Hablan constantemente de su trabajo y su sueldo, de la política en la que están inmersos y del público al que no ven jamás cara a cara. Pero si uno enciende el televisor y se sienta esperando ver algo enriquecedor, se sentirá decepcionado, de hecho ultrajado, por los abusos, la agresión y la democratización forzosa del intelecto. Yo lo apago, me rebelo contra la rebelión.

Me palpita un nervio ocular. Parece que me tiemblan las manos. Me siento vacío y con los nervios en carne viva, como si me hubiesen atravesado con algo mortal. Mi cuerpo sabe lo que pasa. Si ahora tengo miedo, mañana me sentiré peor, y pasado mañana y el otro. Todo esto en nombre de una especie de liberación. Pero las sensaciones atroces se evaporan al cabo de cierto tiempo, y eso precisamente es una de las cosas que las hacen atroces.

En la universidad conocí a una mujer tan melancólica como yo, si no más. Durante seis años, antes de conocer a Susan, vivimos juntos. Ahora a mí eso me parece mucho tiempo. Pero entonces pensaba que habría tiempo para todo. Dormíamos en la misma cama cada noche y cocinábamos y comíamos juntos. Nuestros amigos daban por hecho que formábamos una pareja perfecta, aunque de vez en cuando teníamos aventuras con algún amante. Hacíamos el amor aproximadamente una vez al mes. Era a finales de los setenta y las relaciones eran libres y fáciles, como si todo el mundo estuviese de acuerdo en que confinarse en relaciones estables desequilibraba mentalmente a la gente. Creo que yo entonces pensaba que si uno no tenía hijos, la monogamia resultaba innecesaria.

Quiero dejar constancia de que el olor de la mimosa me recuerda a ella. Quiero dejar constancia de que ella siempre estará conmigo en cierta forma. Pero se ha terminado y ella es un amor verdadero por el que no he llorado.

Pero no he borrado de mi mente a Nina. Todavía soy incapaz de dejarla marchar.

Me obligo a comer. Los próximos días necesitaré reunir todas mis fuerzas. Pero nunca el tomate me había resultado tan poco apetecible. De pronto Susan me acaricia la cara con las puntas de los dedos.

– Tú -dice.

– ¿Sí?

Tal vez percibe la velocidad y confusión de mis pensamientos.

– Simplemente tú, Jay. No pasa nada. Simplemente eso.

La miro fijamente. La ternura de su gesto me impacta. Me pregunto si de alguna manera, en cierto modo, me quiere. Y si uno tiene la suerte de ser amado, debería sin duda saber apreciarlo. Yo contaba con que nos pelearíamos. Eso me habría permitido marcharme de casa esta noche. Pero sé que debo hacer esto manteniendo la calma y la compostura, no salir corriendo como si me ardiera el pelo, o como si tuviese una alucinación, o como si quisiera asesinar a alguien.

Esta noche quiero mantener mi irracionalidad bajo control, que no se me vaya de las manos, por favor.

No es la primera vez que me marcho. ¿Sabéis?, me he largado en otras ocasiones. Cuando era niño, me sentaba en mi dormitorio, tapándome las orejas con las manos, mientras mis padres se peleaban en la planta baja, convencido de que uno mataría al otro y después se suicidaría. Me imaginaba alejándome como Dick Whittington, con un pañuelo de lunares anudado a un bastón que sostenía sobre el hombro. Pero nunca lograba decidirme por un destino. Pensaba en ir hacia el norte, pero Billy, el embustero era una de mis películas favoritas, y sabía que los tipos espabilados del norte en cuanto podían ponían rumbo al sur.

Algunos años después, un aburrido mediodía, un amigo y yo salimos de casa y tomamos el tren hacia la costa en la estación de Waterloo, y después el ferry hasta la Isla de Wight, donde esperábamos ver a Bob Dylan cantando «Subterranean Homesick Blues». Pasamos toda la noche echados bajo la llovizna con nuestras camisetas descoloridas y nuestros tejanos deshilachados, y regresamos a casa al día siguiente, decepcionados y atemorizados. En cuanto puse un pie en casa, mi madre empezó a gritar:

– ¿Qué has estado haciendo?

– Nunca más, nunca más -murmuraba yo.

Pero había sido una buena idea. Se hablaba de mi excursión en todo el instituto. Aumentó mi prestigio entre los hippies que antes me trataban con desdén. Me invitaron a una fiesta en la que conocí a su grupo: chicos y chicas de la zona, de entre trece y diecisiete años, que pasaban juntos muchas tardes y todos los fines de semana. Fumaban marihuana, o «mierda», tal como se la llamaba entonces, y tomaban LSD, incluso en clase. En las casas paternas, con los padres ausentes, las fiestas se convertían en orgías, con chicos y chicas copulando a la vista de todos e intercambiando parejas. La mayoría de los chavales huían, como yo, de algo: de sus hogares. Aprendí que no era necesario seguir al lado de tus padres. Podías largarte. Un profesor bueno me había mostrado un poema de Thom Gunn, «En ruta», que yo arranqué del libro y me guardé en el bolsillo trasero de mis Levis. En las fiestas me echaba en el suelo y lo declamaba: «Uno siempre está más cerca cuando no se queda quieto.»

Hay que moverse.

Otra vez.

Despejamos la mesa y Susan se sienta a escribir invitaciones para la fiesta de los niños. Después, mientras confecciona la lista de la compra para la semana que viene, me pregunta:

– ¿Qué te apetece que compre para comer?

– No tengo ganas de pensar en eso ahora.

– ¿Cuál es tu helado favorito en este momento? ¿El de nuez crujiente o el de vainilla?

– No lo sé.

– No es muy habitual en ti que seas incapaz de pensar en comida -dice Susan.

– No.

Estoy reflexionando sobre hasta qué punto la conozco. Su manera de inclinar la cabeza hacia un lado, la mueca que hace cuando se concentra. Parece la niña de once años que fue, pasando un examen. Y sin duda tendrá un aire parecido cuando haya cumplido los setenta y esté escribiéndole una carta a uno de nuestros hijos, con los mismos gestos y movimientos.