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¿Cómo describirla? Una imagen típica sería la de una Susan adolescente, levantándose pronto para estudiar en su habitación, inclinada sobre una mesa como ahora. Se prepara para ir a la escuela, se hace un bocadillo y sale de casa, mientras sus padres todavía duermen. Logró entrar en Cambridge, donde se aseguró de conocer a la gente más interesante. Actúa de una forma tan premeditada en lo que se refiere a sus amistades como en todo lo demás.

Aunque existimos en todas nuestras edades al mismo tiempo, no puedo decir que la haya visto nunca con un aire infantil. Es una mujer eficaz y organizada. Nuestras neveras y congeladores están siempre llenos de sopa, verduras, vino, quesos y helados; las flores y arbustos del jardín, perfectamente clasificados; la ropa de los niños, lavada, planchada y doblada. Cada día nos llegan periódicos, libros, alcohol, comida y a menudo muebles. El camino de acceso a nuestra casa es una especie de vía pública para las industrias del servicio a domicilio.

También hay gente que viene a limpiar la casa, planchar las camisas, cuidar el jardín y podar los árboles, además de niñeras, canguros, cuidadoras y chicas au pair, por no mencionar a los masajistas, decoradores, acupuntores, asesores financieros, profesores de piano, contables, el ocasional camello y la gente que organiza a todos los arriba mencionados y algunos de los que se mencionarán a continuación. Cuando algunos de los numerosos aparatos que hay en la casa se estropean, hay hombres que vienen a arreglarlos; hay uno para cada aparato. En una pizarra están escritas con tiza las instrucciones de la semana, con abundantes subrayados. Susan siempre está pensando en cómo mejorar las cosas de la casa.

Y también tiene opiniones meditadas y contundentes sobre las últimas películas estrenadas o los discos que acaban de salir. En la cama lee libros de cocina.

Como vengo de la clase media baja y de los suburbios, donde la pobreza y las pretensiones van juntas, me doy cuenta de lo bien montado que lo tiene la clase media, con este mundo aislado y protegido en el que vive. Son muy discretos al respecto, y con razón; también se sienten culpables, pero se aseguran de tener lo mejor, oh, sí.

Como en todos los demás asuntos, en el matrimonio se desarrolla rápidamente una división del trabajo perfectamente asumida y el compromiso de cumplir una serie de reglas. Pero las parejas nunca están del todo seguras de si ambos están jugando según las mismas, o si éstas han cambiado durante la noche, sin que el otro haya sido informado.

No fue su ingenio o su belleza lo que me fascinó de Susan. Nunca hubo una gran pasión; tal vez ése es el problema. Pero hubo placer. Me gustaba su rutinaria destreza y habilidad para salir adelante. No estaba indefensa ante el mundo, a diferencia de cómo me sentía yo. Ella era franca y firme; sabía cómo hacer las cosas bien. Siempre he envidiado su capacidad; me conformaría con poseer tan sólo la mitad de la que tiene ella. A expensas de sentirme yo débil, permito que ella se sienta fuerte. Si yo fuera demasiado fuerte y capaz, no la necesitaría y tendríamos que separamos.

Susan es excesivamente prudente para desear demasiado poder, pero en la oficina es clara y precisa. No tiene ningún reparo en hacer que la gente menos segura se sienta inútil. No sabe cómo protegerlos de su determinación y vigor, y es incapaz de entender cómo yo puedo ver las cosas desde el punto de vista opuesto. Después de todo, ella es más inteligente que sus colegas y ha trabajado más que ellos. Como muchas chicas educadas para comportarse con amabilidad y buenos modales, a ella le gusta agradar. Tal vez por eso las mujeres jóvenes son tan aptas para el mundo laboral contemporáneo. Son muy bien recibidas en él. Y no es que Susan no pueda resultar implacable, atenta como tiene que estar a disimular su cara más amable. Sin embargo, la ambición sin imaginación es siempre tosca.

A diferencia de mí, ella no se pasa el día elucubrando sobre el esplendor y la profundidad de su mente. A ella le parece que incluso el interesante conocimiento de uno mismo es demasiado cómodo. La gama de sus sentimientos es limitada; le parecería vergonzoso evidenciar sus estados de ánimo. Por consiguiente, mantiene la mayor parte de sí misma oculta, por temor a lo que los otros y ella misma en particular podrían pensar. Voy a decir algo que puede sonar extraño: como nunca se ha sentido decepcionada ni desilusionada -su propia existencia nunca la ha angustiado, nunca caería en un caos interior-, no ha cambiado.

Pero, para conseguir que todo funcione, Susan puede ser tiránica y estricta, y dotarse de un duro y nada agradable caparazón. Hay que andarse con cuidado con ella: raramente llora, pero estalla con facilidad.

Muestra, también, un curioso apego a la pequeña y, cuando le es posible, a la gran aristocracia. A mí no me molesta un poco de esnobismo, del mismo modo que no tengo nada que objetar a otras formas de vanidad más patéticas; resultan divertidas. Pero Susan siente predilección por cualquier persona que ostente un título nobiliario, del mismo modo que algunas chicas sólo salen con baterías y no con, por ejemplo, bajistas. Encuentro que es un apego desconcertante a una clase social que no solamente está en plena putrefacción, sino que además carece por completo de interés. Sin duda, uno debe tolerar todo tipo de tendencias irritantes en los demás, ¿pero qué sucede en las ocasiones en que uno simplemente no entiende en absoluto a la otra persona?

Cuando estoy de humor, puedo hacerla reír, sobre todo de sí misma, lo cual es una forma de amor, porque significa que he reconocido algo de ella. Creo que Susan envidia mi despreocupación. No sé a ciencia cierta qué otra función cumplo, aunque siempre he sido muy solicitado por ella. Dado que tuve una madre a la que de poco le servía, una mujer a la que no podía ni curar ni distraer, me ha gustado sentirme necesario.

Pero he sido empujado y apartado por mi incapacidad de conocerme a mí mismo, porque me he acostumbrado a aceptar esta situación, y mañana por la mañana nos besaremos y nos separaremos.

De hecho, olvidemos el beso.

Me da miedo la soledad y me dan miedo los demás. Me da miedo…

– ¿Perdón? -digo.

Susan me está hablando. Me pide que vaya a buscar mi diario.

– ¿Por qué? -pregunto.

– ¿Por qué? Hazlo y punto, si no te importa. ¡Hazlo!

– No me hables así. Eres muy severa.

– Estoy demasiado cansada para negociar sobre el diario. Los niños se levantan a las seis. Yo me paso el día entero en el trabajo. ¿Tú qué haces por las tardes? ¡Supongo que duermes!

– No estás demasiado cansada para levantar la voz -le digo.

– Es la única manera de conseguir que hagas algo.

– No, no es cierto.

– Me agotas.

– Y tú a mí.

Le daría un bofetón. Se iba a enterar. Pero en casa debemos actuar como políticos comedidos. Sin embargo, estoy a punto de decirle: «Susan, ¿no lo comprendes, no eres capaz de entender que de todas las noches que hemos pasado juntos, ésta es la última…, la última de todas?»

Mi ira, normalmente contenida, puede ser cruel y vengativa. En un momento como éste, sería capaz de revelar mis intenciones para obtener una satisfacción fácil.

Sin embargo, debería estar satisfecho. No es que esta noche pretenda descubrir que Susan y yo realmente nos compenetramos.

– De acuerdo, de acuerdo, lo haré -murmuro.

– Por fin.

La miro y niego con la cabeza.

A veces hago lo que Susan me pide, pero de un modo absurdo y paródico, esperando que se dé cuenta de lo idiota que me parece. Pero ella no se percata y, para mi disgusto, queda satisfecha de mi cooperación.