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Me siento ante ella con mi diario, hojeándolo. Después de la fecha de hoy, las páginas están en blanco. He dejado espacio para el resto de mi vida.

– Los niños están estupendos, ¿no te parece? -me dice.

– Se los ve sanos y felices.

– Los quieres, ¿verdad?

– Apasionadamente.

Susan deja escapar un bufido y dice:

– Me resulta difícil imaginarte apasionado por algo.

Comenta las ganas que tiene de que llegue el fin de semana, que hemos planeado pasar fuera. Iremos a un hotel en el campo en el que nos alojamos hace muchos años, cuando ella estaba embarazada de nuestro primer hijo. Hacía un tiempo cálido. Paseábamos en barca por un lago. Comíamos mejillones y leíamos los periódicos en la playa. Iremos los dos solos, sin los niños, y tendremos ocasión de hablar.

– ¿Qué libros podemos llevamos para leer? -me pregunta.

– Después buscaré alguna cosa en mi estudio -le digo.

– Un descanso nos vendrá muy bien. Sé que últimamente la situación se ha puesto bastante tensa aquí.

– ¿Tú crees?

– Estás deprimido y no haces ningún esfuerzo. Pero… las cosas se pueden hablar.

– ¿Qué cosas?

– Todo esto -responde ella, y gesticula con las manos-. Creo que necesitamos hablar.

Recupera el control sobre sí misma.

– Antes eras un hombre muy cariñoso. Todavía lo eres, con los niños. -Me recuerda que desde el hotel campestre se pueden dar paseos hasta lugares históricos y castillos-. Y, por favor -añade-, ¿te acordarás de llevar la cámara esta vez?

– Lo intentaré.

– No se trata sólo de que seas un completo inepto, sino que no quieres ninguna fotografía mía, ¿no?

– A veces sí.

– No, no es cierto. Nunca me propones hacerme alguna.

– No, no te lo propongo.

– Eso es horrible. Deberías tener una foto mía sobre tu mesa de trabajo, como yo tengo una tuya.

– A mí no me interesa la fotografía. Y tú no eres tan vanidosa como yo.

– Eso es cierto.

Paseo arriba y abajo por la habitación con mi vaso en la mano, inquieto. Susan no se da cuenta. Para ella es una noche como cualquier otra.

El miedo es algo que sé reconocer. Mi infancia todavía guarda el sabor del miedo; de horas, días y meses de miedo. Miedo a mis padres, tías y tíos, a los vicarios, la policía y los profesores, y a ser pateado, maltratado e insultado por otros niños. Miedo a meterme en líos, a ser descubierto, y miedo a ser recriminado, abofeteado, ignorado, encerrado, excluido, y a otros numerosos castigos que rodeaban todo cuanto uno intentaba hacer. Y estaba, también, el miedo a lo que uno quería, odiaba o deseaba; el miedo a tu propia rabia, el miedo a las represalias y la aniquilación. Existen el hábito, la convención y la moralidad, además del miedo a lo que puedes llegar a ser. No es sorprendente que uno acabe acostumbrándose a hacer lo que le dicen que haga, mientras se construye un escondrijo seguro en su interior y lleva una vida secreta. Tal vez por eso las historias de espías y dobles vidas nos resultan tan fascinantes. Es sin duda un milagro que alguien pueda hacer alguna vez algo original.

Me percato de que Susan me está hablando otra vez.

– Por cierto, ha telefoneado Victor.

– ¿Ah, sí? ¿Ha dejado algún mensaje?

– Quería saber cuándo venías.

Susan me mira.

– De acuerdo -digo-. Gracias.

Después de un breve silencio, pregunta:

– ¿Por qué no ves a más gente? A gente decente, no sólo a Victor.

– No soporto las distracciones -le respondo-. Mi vida interior me ocupa demasiado tiempo.

Y debería añadir: Tengo demasiadas voces que atender dentro de mi cabeza.

– No logro entender en qué tienes que pensar tanto -me dice. Y se ríe-. No has comido casi nada. Los pantalones se te han quedado grandes. Siempre parecen a punto de caérsete. Pareces un fideo.

– Lo siento.

– ¿Lo sientes? No digas que lo sientes. Resultas patético.

– A veces lo soy.

Susan suelta un gruñido. Al cabo de unos segundos se pone en pie.

– Mete los platos en el lavavajillas -me ordena-. No los dejes en el fregadero para que los friegue yo.

– Los meteré en el lavavajillas cuando tenga un momento.

– Eso significa nunca. -Y añade-: ¿Subes?

Le lanzo una mirada penetrante y llena de interés, preguntándome si me está hablando de sexo -debe de hacer más de un mes que no follamos-, o si sólo pretende que leamos en la cama. Me gustan los libros, pero no pienso desvestirme por uno.

– Dentro de un rato -le digo.

– Pareces inquieto.

– ¿Ah, sí?

– Es la edad.

– Debe de ser eso.

Los adultos solían decirme eso cuando era un niño. «Es sólo una fase.»

Para algunas personas -creo que para los budistas- la vida sólo es una fase.

Asif adora los fines de semana. Alguna que otra vez me encuentro con él y su familia en el camino junto al río los domingos por la mañana; los niños llevan cascos amarillos y van sentados en la parte trasera de las bicicletas de los adultos, en ruta hacia un picnic. En la universidad, Asif era el más brillante de nuestra promoción y se le consideraba una especie de mártir porque iba a convertirse en profesor.

Pero él nunca quiso otra cosa. Poco después de los exámenes finales, se casó con Najma. Uno de sus hijos se ha pasado varios meses en el hospital y ha sobrevivido de milagro. Asif casi se volvió loco de la angustia. El niño parece haberse recuperado, pero Asif no consigue olvidar que estuvo a punto de perderlo.

No viene muy a menudo a la ciudad; la agitación y el ruido le provocan dolor de cabeza. Pero cuando él y yo celebramos una comida de «viejos amigos», siempre insisto en quedar en el centro urbano. Desde la estación, lo llevo a lugares ruidosos frecuentados por chicas a la moda que visten ropa ceñida.

– ¡Vaya una galería de obras de arte a la que me has traído! -dice, frotándose las manos-. ¿Te pasas la vida en sitios como éste?

– Oh, sí.

Le animo a fijarse en los atributos de las chicas que nos rodean y le informo de que sienten predilección por los hombres maduros.

– ¿Eso existe? -pregunta-. ¿Estás seguro? ¿Te has acostado con todas?

– Estoy en ello. ¿Champán?

– Perfecto.

– Voy a pedir una botella.

Hablamos de libros y de política, y de nuestros amigos comunes en la universidad. He conseguido que confiese que en ocasiones se pregunta cómo sería montárselo con otra mujer. Pero entonces se imagina a su esposa cortando flores mientras le espera. Dice que la ve al otro lado de la cama, en bata y con tres niños durmiendo entre ella y él.

Recuerdo cómo describía lo mucho que le gustaba lamerle el coño. Y por lo visto, a pesar del tiempo que ha pasado, sigue gruñendo y sorbiendo ahí abajo durante horas, preguntándose si su alma emergerá por las orejas de su esposa. Se masajean mutuamente los pies con aceite de coco. En el invernadero sus sillas están cara a cara. Cuando no están hablando de sus hijos o de los temas importantes de la jornada, leen en voz alta a Christina Rossetti.

– ¡Dentro de cinco años -me comenta- nos mudaremos de casa!

Cuando suspira por algo -no es idiota-, suspira por lo que ya tiene, jugar en el mismo equipo de criquet que su hijo, tener en el jardín un estanque con ranas o hacer un viaje al Gran Cañón. Resulta fácil reírse de la felicidad burguesa. ¿Pero existe alguna otra? Asif es una persona peculiar, a quien no le da miedo reconocer que es feliz.

Una tarde fui a su casa a recoger a mis hijos. Mientras ellos jugaban en el jardín, Najma dibujaba con lápices de colores en la mesa de la cocina. Me encanta mirar los lápices de colores, y garabatear con ellos en enormes hojas de papel coloreado. Pero la serenidad que se respiraba allí me hizo sentirme incómodo, no sé por qué. No podía quedarme tranquilamente sentado porque deseaba besarla y arrastrarla hasta el dormitorio, provocar una situación nueva, probar algún modo de descubrir qué pasaba allí, cuál era el secreto.