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Saco mi bolsa de fin de semana del armario y la abro. Miro el fondo y después la levanto sobre mi cabeza. ¿Qué se lleva uno cuando no piensa volver? Meto un libro -una cosa de Strindberg que he estado estudiando-, pero lo vuelvo a colocar en la estantería.

Me quedo aquí de pie durante una eternidad, mirando a mi alrededor. Temo sentirme demasiado cómodo en mi propia casa, como si creyera que si me siento, perderé todo deseo de cambio. Encima de mi escritorio está el estante en el que guardo mis premios y distinciones. Susan dice que hace que la habitación parezca la sala de espera de un dentista.

Un inventario, tal vez.

El escritorio -que mis padres me regalaron cuando aprobé el bachillerato- lo he cargado de una casa okupada a la siguiente, pasando por pisos compartidos y apartamentos subvencionados por el ayuntamiento, hasta que finalmente ha llegado aquí, la primera casa en propiedad que he tenido en mi vida. Una decisión significativa, la de pagar una hipoteca. Era como si uno ya no pudiera «moverse» nunca más.

Dejaré el escritorio para los chicos. ¿Y los libros? No puedo ni releerlos ni tirarlos. Ya he pasado suficiente tiempo con la cara hundida entre sus páginas, en ocasiones por obligación, en otras por placer, en otras en busca del apoyo que sólo una persona te puede dar. Cuando era joven, cometía a menudo el error de empezar un libro por el principio y leérmelo de cabo a rabo hasta el final.

Durante cierto tiempo fui una especie de marxista, aunque ya no soy capaz de recordar las diferencias entre las distintas corrientes: gramscianos, leninistas, hegelianos, maoístas, althusserianos. En esa época, estas sutiles diferenciaciones eran tan trascendentales como, digamos, la diferencia entre ahorcar a alguien o fusilarlo.

También me interesaba la historia: E. P. Thompson, Hobsbawm, Hill. Un tío mío, ya maduro, decidió hacerse «especialista» en Historia de Roma y se pasó años memorizando a «los clásicos». Pero al final de su vida no sólo era incapaz de recordar más de un diez por ciento de su contenido, sino que ni siquiera lograba acordarse de por qué o para quién había decidido aprender todo aquello.

Se me podrá decir que sin una cultura general no se puede entender nada. Pero la cultura general no me va a ser de ninguna ayuda esta noche. No puedo deshacerme de mi soledad ni de mis anhelos.

Debo hacer algo. Pero ¿qué?

Y, lo que es más importante, ¿por qué?

Durante mis años universitarios compartí apartamento con un amigo, un tipo atractivo e inteligente, capaz de pasarse días y días sentado ante una mesa, con un paquete de cigarrillos como única distracción. En el apartamento podía entrar y salir gente; podían tener problemas o estar tristes; o podían querer diversión o sexo. Y, sin embargo, él seguía allí sentado. No sé si era depresivo, indiferente o estoico. Pero yo le envidiaba. Simplemente esperaba, sin perseguir nada. Él y yo hablamos de la posibilidad de alimentarse comiendo sólo cereales, dos veces al día, además de una naranja. Descubrimos que se podía sobrevivir durante semanas siguiendo este régimen sin que afectase a la salud, aunque sí al aspecto físico. Sospecho que algún día me llegará la noticia de que se ha suicidado.

Pero ser capaz de soportar la propia mente, esperar a que la tormenta interior de pensamientos intolerables se disperse por sí sola y contemplar los escombros con una actitud comprensiva: ése es un estado de ánimo envidiable.

¿Qué es lo que me deja más perplejo? El hecho de que he batallado con las mismas preguntas y obsesiones y con las mismas respuestas torpes e inútiles durante tanto tiempo, durante los últimos diez años, sin experimentar ninguna ampliación de conocimientos, ni ninguna disminución de mi necesidad de saber; como una rata en la rueda de su jaula. ¿Cómo puedo escapar? Estoy saliendo. Una crisis es una brecha y una posibilidad de fuga. Y eso ya es algo.

Uno comete errores, se equivoca de rumbo, divaga. Si uno pudiera ver su tortuosa evolución como una especie de experimento, sin ansiar una imposible seguridad -no sucede nada interesante sin asumir riesgos-, se podría conseguir cierto sosiego.

Por supuesto que puedes experimentar con tu propia vida. Pero tal vez no deberías hacerlo con la de otras personas.

Me gusta acompañar a mis melenudos hijos a la escuela después de comer, cogiéndolos de la mano y bromeando con ellos. Pero en cuanto entramos en el patio Victoriano, el olor del sitio y el aire de obstinación de la maestra -su voz llega hasta la calle- me traen a la memoria la futilidad de todo eso. Si la maestra me hablase como le habla a mi hijo mayor, le daría una bofetada. Un hombre con más carácter se llevaría a sus hijos a casa. Pero yo los dejo allí y me dirijo a un pub tranquilo para tomarme una pinta de Guiness, leer el periódico y fumarme un cigarrillo, contento de que sean ellos y no yo los que tienen que quedarse en la escuela.

Yo nunca prestaba atención a mis profesoras. Me aburrían y me asustaban, a menos que sus piernas supusieran cierta compensación. Pero mis primeras semanas en la universidad me provocaron un impacto considerable. Tenía que ir a casa para leer manuales del tipo Aprenda usted solo y Guías infantiles de… Cuando acababa con mis obligaciones y podía divagar, leía a Platón, Descartes, Hume, Kant, Marx, Freud y Sartre.

La filosofía era formal, abstracta, relajante. La elegí porque amaba la literatura y no quería narraciones envenenadas por la teorización. Para mí eso era como comida que ya habían masticado otras personas. Estoy preparado para volver a estudiar en serio: música, poesía, historia. A mi edad, ahora que por fin tomo conciencia de que soy un ser humano, no he acabado de aprender. Ya no me avergüenzo de mi ignorancia, ni temo que me gusten ciertas cosas.

En los años universitarios íbamos al teatro varias veces a la semana, ya que mi grupo de amigos trabajaban de encargados de guardarropía y acomodadores en el Royal Court, en el recién inaugurado National y en la Royal Shakespeare Company de Aldwych. Yo aprovechaba los entreactos para ligar con chicas del público. Durante las representaciones de las obras más aburridas salían discretamente de la sala para hablar conmigo. Nunca he visto que los hombres que ocupan una posición de subalternos disgusten a las mujeres. De hecho, hay gente que cuanto más subordinado eres, más «genuino» te imagina. La gente teme un poder excesivo en los demás. Pero cuando conseguía seducir a esas mujeres, nunca sabía realmente qué hacer con ellas.

Sigo de pie, pero algo se mueve y eso no me gusta nada. Sí, soy yo el que se mueve. Parece que me balanceo.

Me siento y permanezco inmóvil durante unos minutos, con la cabeza entre las manos, respirando profundamente, con la esperanza de alcanzar una calma profunda. Durante uno de nuestros periodos turbulentos, Susan y yo asistimos a clases de yoga en un local situado al final de la calle. En esas clases había un montón de mujeres atractivas, la mayoría de ellas embutidas en mallas de colores brillantes, y todas adoptando atrevidas posturas que se reflejaban en los impolutos espejos. En esas circunstancias, me resultaba difícil alcanzar un estado de infinita ausencia de deseo. Mientras nuestras almas se elevaban hacia un nirvana con un colectivo «oommmm», mi pene presionaba contra mis calzoncillos como diciendo: «¡No olvides que yo también estoy aquí!» El alivio sexual es el mayor grado de misticismo que la mayoría de la gente puede alcanzar.