A la mierda, lo dejaré todo aquí. Cuando mis hijos curioseen en esta habitación abandonada descubrirán, tal vez por pura casualidad, los tesoros que necesiten.
Yo, cuando volvía del instituto o de la facultad, me metía en mi dormitorio y apilaba los discos de música clásica de mi padre en el pivote de mi tocadiscos, y las sinfonías sonaban una tras otra hasta la hora de cenar. En aquella época era un signo de rebeldía que te gustase la música que no sonaba mejor cuanto más subías el volumen.
Después, inquieto ante mi escritorio, rodeado de las estanterías de mi padre, me levantaba y cogía algunos libros. Papá, como otros hombres del vecindario, consagraba la mayor parte de sus energías diarias a un trabajo insatisfactorio. El tiempo era precioso para él y me inculcó el temor a perderlo. Pero yo, mientras rezongaba y rumiaba ante mi escritorio, pensaba que no hacer nada era a menudo la mejor manera de hacer algo.
Lamentaré perder esta habitación. Porque aunque nunca me ha enseñado nadie el arte de la soledad, he tenido que aprenderlo, y esta habitación se ha convertido en algo tan necesario para mí como los Beatles, los besos en la nuca y el cariño. Aquí puedo seguir el hilo de mis pensamientos mientras leo, escribo, canto, bailo, rememoro el pasado y pierdo el tiempo. Aquí he examinado las intuiciones más sutiles y he atrapado al vuelo ideas vagas pero obsesivas. Estoy hablando del placer de no hacer, desear o hablar de nada, de abandonarse por completo.
Pero fue en esta habitación, de madrugada, cuando Susan y los niños dormían y yo me sentaba aquí escuchando los ruidos de la calle, donde comprendí hasta qué punto suspiraba por el contacto enriquecedor. Jamás di con la manera de disfrutar de la ociosidad con Susan. Ella tiene una mente muy activa. Uno puede sentirse tentado de admirar a una persona que vive con vigor y entusiasmo. Pero se percibe cierta desesperación en su hiperactividad, como si fuese su trabajo lo que la mantiene entera. En cierta forma, lo que yo quiero es menos de todo.
Sé lo necesarios que son los padres para los hijos. Yo me colgaba de la mano de mi padre cuando él recorría las librerías, se subía a las escaleras y permanecía sobre los escalones para coger algún viejo volumen. «Vámonos, vámonos…», protestaba yo.
Cómo nos impregna el pasado. Vivimos todos nuestros días al mismo tiempo. Los escritores favoritos de mi padre siguen siendo mis preferidos, especialmente los europeos decimonónicos, los rusos en particular. Personajes como Goriot, Vronski, Madame Ranévskaia, Nana o Julien Sorel forman parte de mí. Son los ejemplares de papá los que les daré a mis hijos. Papá me llevaba a ver películas de guerra y partidos de criquet. Cuando yo entraba en su habitación, el rostro de mi padre se iluminaba. Le encantaba besarme. Nos hicimos compañía durante muchos años. Yo me quería casar con él. Quería caminar, hablar y reír y vestirme como él. Mis hijos adoptan la misma actitud conmigo, repiten lo que yo digo con sus vocecitas, se quedan mirándome con admiración y se pelean por sentarse a mi lado. Pero voy a abandonarlos. ¿Qué opinaría mi padre de eso?
Lo mismo que a Nina le incomodaba de mí, a mí me incomodaba de él. Todavía no leo los periódicos con guantes, como hacía mi padre para que no se le ensuciaran los dedos. Pero conozco a un montón de comerciantes del barrio, y al pasar ante sus tiendas golpeo con los nudillos en sus escaparates y me detengo para preguntarles sobre los más nimios detalles de sus vidas. Papá era capaz de invitar a casa al primer iluminado cargado con una bolsa llena de panfletos religiosos con el que se cruzaba por la calle, y embarcarse en un debate feroz con él.
Pero a mí me falta su bondad. De todas las virtudes es la más dulce, sobre todo porque no se la considera un atributo moral, sino un don. Nina siempre decía que yo era bondadoso; decía que era el hombre perfecto para ella, y que atesoraba todas las virtudes que ella podía desear. ¿Seguiría hoy diciendo lo mismo?
Mi hijo pequeño, con la nariz pegada a mi muñeca mientras caminábamos por la calle la semana pasada, dijo:
– Papá, hueles a tu olor.
Adiós, tengo que marcharme.
Papá, que lleva muerto seis años, se habría horrorizado con mi fuga a escondidas. Semejante manera de largarse le habría parecido absolutamente indigna. Susan solía acudir a él cuando nos peleábamos y mi padre se ponía de su parte, me telefoneaba y me decía:
– No seas cruel, muchacho.
Me comentaba que ella era «una joya». Reunía todas las cualidades que yo pudiera desear. Papá dejó a su propia madre a los veintiún años y no la volvió a ver nunca más. No aprobaba las separaciones y le gustaba ser caballeroso. No creía que las mujeres se pudieran valer por sí solas. El hombre tenía el poder y debía actuar como un protector.
Papá también creía en la lealtad. Para él, ser acusado de deslealtad era equivalente a ser considerado un ladrón. ¿Pero a qué había sido leal él? Después de todo, cuando es necesario, uno siempre puede encontrar algo en lo que abocar una fe inquebrantable. Probablemente, él había sido leal a la propia idea de lealtad por temor a que sin ella el mundo perdiera la compasión y uno mismo quedara completamente desprotegido.
Papá era funcionario y más tarde trabajó como oficinista en Scotland Yard, para la policía. Por las mañanas y durante los fines de semana escribía novelas. Debió de acabar unas cinco o seis. Por un par de ellas recibió palabras de aliento de los editores, pero ninguna llegó a la imprenta. No eran ni muy buenas ni muy malas. Él nunca se rindió; era lo que siempre había querido hacer en la vida. En la cubierta del libro que tenía en su mesilla de noche aparecía una foto de un escritor de mediana edad sentado sobre una pila de libros, con una máquina de escribir portátil sobre las rodillas. Era una edición de Call It Experience, de Erskine Caldwell. Debajo del nombre del autor se leía: «Revela los secretos de la vida privada y el éxito literario de un gran escritor.» El escritor parecía un hombre con mucha experiencia; había recorrido mundo y estaba preparado para seguir adelante. Era un tipo duro. Así tenía que ser un escritor.
El fracaso hacía más firmes los propósitos de papá. Yo diría que era al mismo tiempo valiente y atolondrado. Quería que su hijo llegase a ser médico, y yo lo tomé en consideración, pero probablemente sólo porque admiraba a Chéjov y a papá le gustaba Somerset Maugham. Al final, papá me dijo que era absurdo elegir una profesión para el resto de mi vida que no me iba a proporcionar ningún placer. A su manera, era una persona cabal. Cuando dejé la universidad, me desenvolví con eficacia y éxito durante un par de años. Podía hacerlo, estaba claro. No sabía si era resultado de mi habilidad, de mi talento o pura suerte. Nos desconcertaba a ambos. El arte es fácil para aquellos que lo saben crear e imposible para los que no.
¿Qué me ha enseñado la vida de papá? Que la existencia es una lucha y que esa lucha no te lleva a ninguna parte y no es ni reconocida ni recompensada. El matrimonio proporciona pocos placeres; requiere un aguante considerable, como hacer un trabajo que uno detesta. No puedes largarte y no puedes disfrutarlo. Tanto él como mamá estaban frustrados y eran incapaces de encontrar una manera de conseguir aquello que deseaban, fuera lo que fuese. A pesar de todo, eran fieles y honestos el uno con el otro. Pero infieles y deshonestos consigo mismos. ¿O me estoy equivocando?
Paso la mano por los compacts apilados en todas las superficies disponibles. Hay música clásica de todas las épocas, incluido el sombrío Beethoven, mi Dios; jazz, sobre todo de los años cincuenta; blues, rock’n’roll y pop, especialmente de mediados de los sesenta y principios de los setenta. Mucho punk. Creo que era el odio que transmitía lo que nos atraía. Es una música fantástica, pero que uno nunca tiene ganas de escuchar.