Iain M.Banks
Inversiones
Prólogo
El único pecado es el egoísmo. Eso decía la buena doctora. La primera vez que expresó esta opinión yo era lo bastante joven como para dejarme primero intrigar, y luego impresionar, por lo que tomé por una demostración de profundidad.
Solo más adelante, ya adulto, mucho tiempo después de que ella nos dejara, empecé a sospechar que lo contrario también era cierto. Se puede decir que, en cierto sentido, el egoísmo es la única virtud genuina y, consiguientemente —dado que los opuestos tienden a cancelarse— el egoísmo es en realidad neutro y carece de valor más allá de un contexto moral de apoyo. En los últimos años —mi madurez, si queréis, o mi vejez, si lo preferís así— he vuelto, con cierta renuencia, a apreciar el punto de vista de la doctora y a coincidir con ella, al menos hasta cierto punto, en la creencia de que el egoísmo es la raíz de casi todo el mal, si no todo.
Por supuesto, desde el principio supe lo que quería decir. Que cuando anteponemos nuestros intereses personales a los de los demás es cuando más probabilidades tenemos de hacer algo malo y que existe un punto común en la culpabilidad, sea la de un niño que ha robado en el bolso de su madre o la de un emperador que ordena un genocidio. Con estos dos actos, y cualquiera de los que hay entre medias, lo que venimos a decir es: nuestra gratificación nos importa más que las tribulaciones o angustias que podamos haberte causado a ti o a los tuyos con nuestras acciones. En otras palabras, que nuestros deseos son más importantes que tu sufrimiento.
La objeción que me surgió al llegar a la edad adulta fue la idea de que solo al actuar movidos por nuestros deseos, al tratar de obtener aquello que nos complace porque nos resulta grato, podemos crear riqueza, comodidad, felicidad y todo lo que la doctora, a su vaga y generalizadora manera, habría descrito como «progreso».
Sin embargo, con el paso del tiempo, tuve que admitir en mi fuero interno que aunque esta objeción podía ser válida, no es lo suficientemente universal como para cancelar del todo la afirmación de la doctora, y que por mucho que el egoísmo pueda ser en ciertas ocasiones una virtud, por su naturaleza es con mayor frecuencia un pecado, o la causa directa de un pecado.
A todos nos gusta pensar que no es que nos hayamos equivocado, sino que nos han malinterpretado. Nos gusta pensar que no estamos pecando, sino que hemos tenido que tomar una decisión difícil y que nos ceñimos ella. Providencia es el nombre de la corte mística y divinamente inhumana frente a la que esperamos que sean juzgadas nuestras acciones y que esperamos coincida en nuestro veredicto sobre nuestra propia valía y la culpabilidad o inocencia de nuestros actos.
Tengo la sospecha de que la buena doctora (como veis, también la estoy juzgando al llamarla así) no creía en la Providencia. Nunca supe con total certeza en qué creía, aunque siempre tuve la seguridad de que creía en algo. Puede que, a pesar de todas sus afirmaciones sobre el egoísmo, solo creyera en sí misma y nada más. Puede que creyera en ese progreso del que tanto hablaba o quizá, de un modo extraño, como extranjera, creyera en nosotros, en la gente con la que vivía y a la que quería, hasta un punto en que ni siquiera nosotros mismos podíamos creer.
Cuando se marchó, ¿nos dejó mejores de lo que éramos? Pienso que sí, sin duda. ¿Lo hizo por egoísmo o por altruismo? Creo que, al final, eso es lo de menos, salvo porque es posible que afectara a su paz mental. Esa es otra cosa que me enseñó. Que somos aquello que hacemos. Que para la Providencia —o para el progreso, el futuro, o cualquier otra forma de juicio que no sea nuestra propia conciencia— lo que hemos hecho, no lo que hemos pensado, será nuestra vara de medir.
De modo que lo que sigue es la recopilación de nuestros hechos en forma de crónica. Una parte de mi relato posee una veracidad indiscutible, puesto que yo estuve presente cuando se produjo. En cuanto a la otra parte, no puedo confirmar su veracidad. Tropecé con la versión original por pura casualidad, mucho después de que los acontecimientos descritos en ella hubiesen tenido lugar, y aunque creo que representa un interesante contrapunto con respecto a la historia que yo viví, la presento más como un alarde artístico que como un juicio fruto del estudio y la reflexión. Sin embargo, creo que los dos relatos se pertenecen mutuamente y tienen más valor juntos que separados. Fue, creo que no hay duda al respecto, un momento histórico. Desde el punto de vista geográfico, la conclusión estuvo dividida, como, a fin de cuentas, tantas otras cosas lo estaban entonces. La división era el único orden.
En lo escrito aquí he tratado de no juzgar, pero tengo que confesar que espero que el lector —una especie de Providencia parcial, quizá— lo haga y no piense mal de nosotros. Admito libremente que una parte de mis motivaciones (en concreto al continuar la crónica de mi yo antecesor y refinar el lenguaje y la gramática de mi compañero narrador) se explica por el deseo de asegurar que el lector no se forme una mala opinión de mí, y como es lógico, este es un deseo egoísta. Sin embargo, me permito albergar la esperanza de que este egoísmo pueda engendrar un bien, por la sencilla razón de que de lo contrario es muy posible que esta crónica no existiera.
Una vez más, al lector toca decidir si ese habría sido un desenlace más afortunado.
Pero ya es suficiente. Un hombre joven y vehemente quiere dirigirse a nosotros.
1
La doctora
Amo, fue en la tarde del tercer día de la estación de siembra del sur cuando el ayudante del interrogador vino a buscar a la doctora para llevarla a la cámara oculta, donde esperaba el torturador jefe.
Yo estaba sentado en el salón de los aposentos de la doctora, moliendo los ingredientes de una de sus pócimas con un mortero y un almirez. Concentrado como estaba en esta tarea, tardé un momento o dos en recobrar la compostura al oír que alguien aporreaba agresivamente la puerta y derribé un pequeño pebetero de camino a la entrada. Esta fue la causa tanto de mi tardanza en abrir como de cualquier imprecación que Unoure, el ayudante del interrogador, pudiera haber escuchado. Estas palabras malsonantes no estaban dirigidas a él y yo no estaba ni dormido ni tan siquiera remotamente adormilado, como espero que crea mi amado amo, diga lo que diga el mencionado Unoure: una persona poco fiable y de temperamento voluble, según todos los testimonios.
La doctora se encontraba en su estudio, como era lo habitual a esa hora de la tarde. Entré en su taller, donde guarda los dos grandes armarios que contienen los polvos, las cremas, los ungüentos, los líquidos y los diferentes instrumentos que emplea en su profesión, así como las dos mesas donde descansan toda clase de quemadores, hornillos, retortas y frascos. En ocasiones también trata allí a sus pacientes, cuando hace falta recurrir a la cirugía. Mientras el pestilente Unoure esperaba en el salón, limpiándose la nariz en una manga ya mugrienta y mirando a su alrededor con el aire de alguien que trata de decidir qué va a robar, yo crucé el taller y llamé a la puerta del estudio que también sirve a la doctora como dormitorio.
—¿Oelph? —preguntó ella.
—Sí, señora.
—Pasa.
Oí el ruido sordo de un grueso volumen al cerrarse y sonreí quedamente.
El estudio de la doctora estaba a oscuras y flotaba en el aire la fragancia de la dulce flor de la istra, cuyas hojas suele quemar en los incensarios colgados del techo. Me abrí camino a tientas por la oscuridad. Como es lógico, conozco perfectamente la distribución del estudio de la doctora —mejor de lo que ella misma podría suponer, gracias a la inspirada perspicacia y la juiciosa astucia de mi amo—, pero mi señora es propensa a dejarse sillas, escabeles y banquetas en medio, así que me vi en la obligación de avanzar con prudencia hasta el lugar en el que la llama de una pequeña vela indicaba su presencia, sentada a la mesa que hay delante de una ventana cubierta por pesados cortinajes. Se enderezó en el asiento, estiró la espalda y se frotó los ojos. La mole de su diario, tan grueso como una mano y tan ancho como un antebrazo, descansaba sobre la mesa, frente a ella. El gran libro estaba cerrado y con el candado echado, pero incluso en aquella oscuridad cavernaria pude ver que la cadenilla del cierre oscilaba de un lado a otro. Había una pluma en el tintero, cuya tapa estaba abierta. La doctora bostezó y se ajustó al cuello la fina cadena de la que pende la llave del diario.