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La doctora
Amo, me pedisteis que os mantuviera especialmente informado de todas las salidas que la doctora hiciera del palacio de Efernze. Lo que estoy a punto de relataros ocurrió la tarde después de que fuéramos convocados a la cámara oculta y de nuestro encuentro con el torturador jefe Nolieti.
Se había desatado una tormenta sobre la ciudad, que convertía el cielo en una oscura y arremolinada masa. Unas fisuras hechas de rayos quebraban la negrura con una brillantez cegadora, como si fueran el azul concentrado del cielo cotidiano que luchara por abrirse camino entre la oscuridad de las nubes para brillar de nuevo sobre la tierra, siquiera fugazmente. Las aguas de la orilla occidental del Lago Cráter lamían las murallas del puerto antiguo y sumergían los vacíos puertos exteriores. Hasta los barcos amarrados a los embarcaderos resguardados se mecían incómodamente y sus cascos comprimían los cojinetes de caña, que crujían y chirriaban a modo de protesta, mientras los grandes mástiles se columpiaban en el negro cielo como un bosque de metrónomos en disputa.
El viento recorría las calles de la ciudad mientras salíamos por la puerta de la Vejiga y cruzábamos la plaza del Mercado en dirección a Callejal. Un tenderete vacío había sido derribado en la plaza y el techo de lona, impulsado por las ráfagas de aire, ondeaba de un lado a otro y azotaba el suelo como un luchador atrapado en el suelo que pide clemencia.
La lluvia caía en borrascosos torrentes, punzantes y gélidos. La doctora me tendió su pesado maletín de medicinas mientras se arrebujaba en la capa y se la abrochaba. Sigo pensando que esta —junto con su chaqueta y su capa— debería ser púrpura, como corresponde a un médico. Sin embargo, a su llegada a la ciudad, dos años antes, los doctores locales habían hecho saber que no mirarían con buenos ojos cualquier pretensión por su parte de utilizar este distintivo de condición, y la propia doctora se había mostrado indiferente al respecto, así que por regla general suele llevar ropa negra o de colores oscuros. (Aunque a veces, bajo cierta luz, en algunas de las prendas que ha encargado a alguno de los sastres de la corte, me ha parecido entrever un reflejo púrpura entre los pliegues).
La infeliz que nos había hecho salir con este espantoso tiempo caminaba cojeando delante de nosotros y de vez en cuando volvía la cabeza, como para asegurarse de que seguíamos allí. Ojalá no hubiese sido así. Si alguna vez ha existido un día para acurrucarse junto a un fuego, con una copa de vino caliente y un libro de romances heroicos, era este. Y es que hasta un banco duro, una taza de alguna infusión templada y alguno de los textos médicos que me recomienda la doctora habrían sido una bendición comparado con lo que estábamos haciendo.
—Qué tiempo más horrible, ¿eh, Oelph?
—Sí, señora.
Dicen que el tiempo ha empeorado mucho tras la caída del Imperio, lo que significa que, o bien la Providencia quiere castigar a aquellos que contribuyeron a su destrucción, o que un fantasma imperial desea cobrarse venganza desde el más allá.
La perra que nos había embarcado en esta misión absurda era una niña coja de los Túmulos. Los guardias del palacio ni siquiera la habían dejado entrar en el bastión exterior. Había sido por pura desgracia que un criado estúpido, que había ido a llevarles una nota con instrucciones, escuchara las ridiculas súplicas de la zagala y, apiadándose de ella, viniera a buscar a la doctora en su taller —cuando ella estaba, con mi ayuda, pulverizando sus cáusticamente arcanos ingredientes en el mortero— y le dijera que se requerían sus servicios. ¡Nada menos que para una bastarda de los barrios bajos! Al oír que accedía me quedé boquiabierto. ¿Acaso no oía cómo gemía la tormenta alrededor de las linternas del tejado? ¿Es que estaba sorda al gorgoteo del agua que descendía por las tuberías de desagüe de las paredes?
Así que ahora íbamos a visitar a una familia de pobres mendigos, parientes lejanos de los criados de los Mifeli, los jefes del clan mercantil para el que la doctora había trabajado nada más llegar a Haspide. La doctora personal del rey estaba a punto de hacer una visita a domicilio en medio de una tormenta, y no a un aristócrata, a alguien con perspectivas de un futuro ennoblecimiento o siquiera a una persona respetable, sino a una familia de miserables granujas e inútiles, una tribu de mendigos, pasto de los gusanos y las enfermedades, tan total y fundamentalmente inútiles que ni siquiera eran sirvientes, sino las ladillas de los sirvientes, sanguijuelas itinerantes alojadas en el cuerpo de la ciudad y de la tierra.
Tan pobres y desesperados, en suma, que hasta la doctora habría tenido el buen juicio de negarse de no ser por el hecho de que, por alguna razón extraña, había oído hablar de la enfermiza pilluela.
—Tiene una voz de otro mundo —me había dicho mientras se ponía la capa, como si aquella fuera toda la explicación que hiciera falta.
—¡Apresuraos, por favor, señora! —exclamó la criatura que había venido a buscarnos. Su acento era muy marcado y su dentadura, ennegrecida por la enfermedad, tornaba su voz en un murmullo fastidioso.
—¡No le digas a la doctora lo que tiene que hacer, inútil pedazo de excrementos! —respondí yo tratando de ser útil. La estúpida coja se encorvó un poco más y apretó el paso sobre los relucientes adoquines de la plaza.
—¡Oelph! Ten la amabilidad de no hablar de esa manera —me dijo la doctora mientras me arrebataba el maletín.
—¡Pero, señora! —protesté. Aunque, al menos, la doctora había esperado a que nuestra lisiada guía no pudiera oírnos antes de reprenderme.
Entornó los ojos para protegerse de la tenaz lluvia y alzó la voz sobre el aullido del viento:
—¿No podríamos coger un coche?
Yo me eché a reír, pero al instante troqué el ofensivo sonido por una tos. Miré de manera ostentosa a mi alrededor cuando estábamos llegando al otro extremo de la plaza, donde la niña coja había desaparecido por un callejón estrecho. Vislumbré a varios mendigos dispersos por el lado este de la plaza, que iban de acá para allá con sus andrajos, recogiendo las hojas medio podridas y las mondas empapadas que el viento había arrastrado desde el centro de la plaza, donde se levantaba el mercado de verduras. No había ni un alma a la vista. Y desde luego tampoco un coche, cochecito, carruaje o vehículo de transporte. No eran tan estúpidos como para salir con un tiempo así.
—No lo creo, señora.
—Oh, vaya —dijo ella, y pareció vacilar. Por un maravilloso momento creí que recobraría el sentido común y me diría que regresáramos al calor y la comodidad de sus aposentos, pero no fue así—. Oh, bueno —dijo mientras se cerraba mejor el cuello de la capa, se ajustaba con más firmeza el sombrero sobre el pelo recogido y bajaba la cabeza para reanudar la marcha—. No importa. Vamos, Oelph.
El agua helada bajaba resbalando por mi cuello.
—Ya voy, señora.
El día había transcurrido razonablemente bien hasta entonces. La doctora se había bañado, había dedicado algún tiempo a escribir su diario y luego habíamos visitado el mercado de especias y los bazares cercanos, cuando la tormenta no era aún más que una amenaza oscura sobre el horizonte del oeste. Se había encontrado con algunos mercaderes y otros doctores en la casa de un banquero para hablar sobre la posibilidad de fundar una escuela de medicina (a mí me mandaron a la cocina con los sirvientes, de modo que no pude oír nada que tuviera importancia y poco que tuviera sentido) y luego regresamos al palacio paseando animadamente mientras el cielo se nublaba y las primeras lluvias empezaban a caer sobre el puerto exterior. Alegre y equivocadamente, me congratulé de haber podido refugiarme en la comodidad y calidez del palacio antes de que se desatara la tormenta.