—Es que ahora todo va a… peor —continuó el rey con otro suspiro.
—Mmmm —repuso la doctora mientras anudaba el vendaje—. Ya está señor. ¿Mejor?
El rey flexionó el brazo y el hombro, inspeccionó su musculoso brazo y al fin volvió a cubrirse la herida con la manga.
—¿Cuándo podré volver a practicar?
—Mañana, aunque con cuidado. El dolor os hará saber cuándo debéis parar.
—Bien —dijo el rey antes de darle una palmada en el hombro. La doctora tuvo que dar un paso a un lado para no caerse, pero pareció agradablemente sorprendida. Creo que se ruborizó un poco.
—Bien hecho, Vosill. —La miró de arriba abajo—. Lástima que no seas un hombre. Podrías aprender esgrima, ¿mmmm?
—En efecto, señor. —La doctora hizo un gesto de asentimiento hacia mí y empezamos a guardar los instrumentos de su profesión.
La familia de la niña enferma vivía en un par de mugrientas y apestosas habitaciones del último piso de una destartalada y abarrotada casa de Los Túmulos, sobre una calle que la tormenta había convertido en un canal de desagüe.
La portera no era digna de tal nombre. Era una vieja borracha, una bruja voraz y de olor repulsivo que pidió dinero a la doctora con la excusa de que llegábamos de la calle con un tufo tan pestilente en los pies y las capuchas que tendría que trabajar de más para quitarlo. A juzgar por el estado del pasillo —hasta donde podía verse a la luz de la única lámpara existente— los padres de la ciudad podrían haberle cobrado a ella por llevar la mugre de su interior a las calles de la urbe, pero la doctora se limitó a silbar y rebuscar en su bolso. A continuación la vieja exigió, y consiguió, más dinero por dejar subir a la niña lisiada con nosotros. Yo sabía que no tenía sentido tratar de decirle nada a la doctora, así que tuve que contentarme con lanzar a la maldita foca la mirada más amenazante posible.
De camino arriba, la angosta, crujiente y alarmantemente inclinada escalera nos llevó a través de una concatenación de pestes. Percibí en sucesión los olores de las alcantarillas, de los excrementos animales, de los cuerpos humanos sin lavar, de la comida podrida y de alguna funesta cocción de naturaleza desconocida. Esta mezcolanza venía acompañaba por una orquestación de sonidos: el chirrido del fuerte viento del exterior, los lloros de los bebés que parecían llegar del interior de todas las habitaciones, los gritos, las maldiciones, las exclamaciones y golpes de una discusión que tenía lugar detrás de una puerta medio rota, y los mugidos lastimeros de las bestias amarradas en el patio.
Delante de nosotros, unos niños andrajosos subían y bajaban corriendo las escaleras, con chillidos y gruñidos dignos de animales. La gente se apelotonaba en los descansillos de cada piso para vernos pasar y hacer comentarios sobre la calidad de la capa de la doctora y el contenido de su gran maletín oscuro. Yo llevé la boca tapada con un pañuelo durante todo el trayecto, y solo lamenté no haberlo empapado en perfume más recientemente.
Al final de un tramo de escaleras de aspecto aún más frágil y tembloroso que los que habíamos atravesado de camino arriba, el último piso de aquel montón de excrementos, lo juro, se columpiaba de un lado a otro impulsado por el viento. Al menos yo me sentí mareado.
A buen seguro, las dos estrechas y abarrotadas habitaciones en las que nos encontramos eran calurosas en verano y frías en invierno hasta extremos insoportables. El viento entraba aullando por dos pequeñas ventanas en la primera de ellas. Estoy convencido de que nunca habían tenido persianas, solo un marco cubierto de tela a modo de cortina, y puede que algunas planchas de madera. Los batientes habían desaparecido hacía tiempo, posiblemente empleados como combustible durante el invierno, y los andrajosos jirones de tela que eran todo lo que quedaba de las cortinas no servían de mucho frente a la fuerza de la tormenta, cuya lluvia y cuyo viento penetraban siseando en la casa.
En el suelo de aquella habitación, sobre un simple jergón, se acurrucaban diez o más personas, de recién nacidos a encorvados ancianos. Sus ojos vacíos nos observaron mientras la miserable lisiada que nos había traído hasta aquel podridero destartalado nos conducía rápidamente a la habitación contigua. Entramos en ella atravesando el lienzo que cubría la puerta. Detrás de nosotros, la gente empezó a cuchichear con un ruido áspero y ceceante que lo mismo podría haber sido un dialecto del país que una lengua extranjera.
La segunda habitación era más oscura, pues aunque estaba tan desprovista como la primera de batientes, sus ventanas estaban tapadas por las formas voluminosas de unas capas o chaquetas clavadas al marco. La lluvia había empapado la tela de estas prendas antes de empezar a fluir en pequeños regueros por el yeso manchado que cubría las paredes del techo al suelo, donde había formado charcos que ya habían empezado a propagarse.
El suelo estaba extrañamente combado y acaballonado. Nos encontrábamos en uno de esos pisos adicionales que los constructores, los terratenientes y los residentes que valoran más la economía que la seguridad añaden a edificios ya baratos. El techo desvencijado tenía una docena de goteras, que descargaban copiosamente sobre el mugriento suelo de paja.
Una mujer obesa y de pelo revuelto saludó a la doctora con gran despliegue de aullidos, sollozos y palabras de apariencia extranjera entonadas con voz ronca, y la condujo entre una masa de cuerpos oscuros y malolientes, hasta una cama baja apoyada en la pared combada del otro lado de la habitación, cuyas vigas asomaban entre los terrones de argamasa mezclada con paja. Algo se alejó correteando por la pared y desapareció por una grieta alargada cerca del techo.
—¿Cuánto tiempo lleva así? —oí que preguntaba la doctora mientras se arrodillaba junto a la cama, iluminada por una vela, y abría su maletín. Al asomarme por un lado pude ver a una muchacha muy flaca, cubierta de harapos, tendida en la cama, con la cara de color gris, el fino pelo pegado a la frente y los ojos hinchados tras unos párpados trémulos, cuya respiración brotaba en rápidas y poco profundas exhalaciones. Su cuerpo entero tiritaba en la cama, su cabeza se convulsionaba y los músculos de su cuello sufrían continuos espasmos.
—¡Oh, no lo sé! —gimió la mujer del vestido sucio que había recibido a la doctora: bajo la peste derivada de su falta de higiene, despedía un olor enfermizamente dulzón. Se dejó caer en un agrietado sillón de mimbre que había junto a la cama, que se abombó bajo su peso. Apartó a codazos a algunas de las personas que la rodeaban y apoyó la cabeza en las manos mientras la doctora tocaba la frente de la muchacha y le abría uno de los párpados—. Puede que todo el día, doctora. No lo sé.
—Tres días —dijo una niña pequeña que se encontraba junto a la cabecera de la cama y que rodeaba con los brazos la delgada figura de la lisiada que nos había llevado hasta allí.
La doctora la miró.
—Tú eres…
—Anowir —respondió la niña. Señaló con la cabeza a la chica, un poco mayor que ella, que ocupaba la cama—. Zea es hermana mía.
—¡Oh, no, tres días no, mi pobre y querida niña no! —dijo la mujer del sillón de mimbre balanceándose adelante y atrás y sacudiendo la cabeza sin levantar la mirada—. No, no, no.
—Nosotras habríamos ido a buscarla antes —dijo Anowir mientras su mirada pasaba de la mujer despeinada al rostro consternado de la niña lisiada a la que abrazaba y que la abrazaba a ella—, pero…
—Oh, no, no, no —sollozó la mujerona, con la cara tapada por las manos. Algunos de los niños cuchicheaban entre sí en la misma lengua que habíamos oído en la habitación precedente. La mujer se pasó los rechonchos dedos por el despeinado cabello.
—Anowir —dijo la doctora con amabilidad a la niña que abrazaba a la pequeña coja—. ¿Podrías ir con algunos de tus hermanos y hermanas a los puertos lo antes posible y buscar un vendedor de hielo? Necesito hielo. No tiene que ser un bloque de primera calidad. Me vale con hielo pulverizado. De hecho, lo prefiero. Toma. —Introdujo la mano en la bolsa y contó algunas monedas—. ¿Cuántos quieren ir? —preguntó mientras recorría con la mirada la multitud de rostros llorosos, jóvenes en su mayor parte.