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En pocos segundos se acordó un número y ella le entregó una moneda a cada uno de los voluntarios. Esto me asombró tanto como el hecho de que pidiera hielo en aquella época del año, pero la doctora es siempre un pozo de sorpresas en este tipo de asuntos.

—Podéis quedaros con lo que sobre —dijo a los niños, que de repente parecían ansiosos por cumplir con la misión encomendada—, pero cada uno de vosotros debe traer todo lo que pueda cargar. Como mínimo —dijo sonriendo—, eso impedirá que se os lleve el huracán. ¡Y ahora marchaos!

La habitación se vació rápidamente y solo nos quedamos la niña enferma de la cama, la mujer del sillón de mimbre —que supongo que era la madre de la primera—, la doctora y yo mismo. Algunas de las personas de la otra habitación se asomaron por la andrajosa cortina que cubría la puerta, pero la doctora les dijo que se marcharan.

Entonces se volvió hacia la mujer del pelo desarreglado.

—Debéis contarme la verdad, señora Elund —le dijo. Con un gesto de la cabeza, me indicó que abriera el maletín mientras ella incorporaba un poco el cuerpo de la chica y luego me hizo amontonar la paja bajo su espalda y su cabeza. Al arrodillarme para hacerlo, sentí el calor que irradiaba la piel febril de la niña—. ¿Lleva así tres días?

—Tres, dos, cuatro… ¡Quién sabe! —sollozó la mujer—. ¡Lo único que sé es que mi preciosa hija está muriéndose! ¡Se va a morir! ¡Oh, doctora, ayúdela! ¡Ayúdenos a todos, porque nadie más lo hará! —De repente, la mujerona, no sin cierta torpeza, se dejó caer de la silla y enterró la cabeza entre los pliegues de la capa de la doctora, al mismo tiempo que esta se desabrochaba la prenda y trataba de quitársela.

—Haré lo que pueda, señora Elund —dijo la doctora y entonces, mientras dejaba caer la capa y la niña de la cama empezaba a murmurar y a toser, se volvió hacia mí—. Oelph, vamos a necesitar también ese cojín.

La señora Elund se levantó y miró a su alrededor.

—¡Eso es mío! —gritó mientras yo recogía el maltrecho cojín y lo colocaba detrás de la cabeza de la niña, que la doctora sujetaba—. ¿Dónde voy a sentarme? ¡Ya le he dejado mi cama!

—Tendréis que encontrar otro sitio —le dijo la doctora. Alargó los brazos y le levantó el vestido a la niña. Yo aparté la mirada mientras examinaba sus partes, que parecían inflamadas.

La doctora se inclinó sobre ellas, separó las piernas de la chiquilla y sacó un instrumento de su maletín. Al cabo de un rato volvió a juntar las piernas y devolvió la falda y el vestido a su posición normal. Examinó los ojos, la boca y la nariz de la niña y le sostuvo la muñeca unos segundos, con los ojos cerrados. En la habitación el silencio era total, con la excepción del ruido de la tormenta y algún que otro mohín de la señora Elund, que se había sentado en el suelo medio embozada en la capa de la doctora. Tuve la sensación de que mi señora estaba tratando de controlar el impulso de echarse a gritar.

—El dinero de la escuela de canto —dijo al fin con voz tensa—. Si fuera ahora a la escuela, ¿cree que me dirían que se ha invertido en sus lecciones?

—¡Oh, doctora, somos una familia pobre! —dijo la mujer al tiempo que enterraba de nuevo la cara entre las manos—. ¡No puedo vigilar todo lo que hacen! ¡No sé adonde va el dinero que le doy! ¡Hace lo que le da la gana, os lo aseguro! ¡Oh, salvadla, doctora! ¡Por favor, salvadla!

La doctora cambió de posición sin levantarse e introdujo las manos debajo de la cama. Sacó un par de jarras de cerámica de gran tamaño, una de ellas con tapón y la otra sin él. Olió la que estaba vacía y agitó la otra. Había un líquido en su interior. La señora Elund levantó una mirada de ojos muy abiertos. Tragó saliva. El olor del interior de la primera jarra llegó hasta mí. Era idéntico al del aliento que emanaba de su boca. La doctora miró a la otra mujer por encima del borde de la jarra vacía.

—¿Cuánto hace que Zea tiene tratos con hombres? —preguntó mientras volvía a dejar las jarras debajo de la cama.

—¡Tratos con hombres! —chilló la mujer del cabello desordenado, irguiendo la espalda—. Eso no…

—Y en esta misma cama, además, diría yo —continuó la doctora mientras levantaba el vestido de la niña para examinar de nuevo la tela que cubría el colchón—. Aquí es donde ha cogido la infección. Alguien fue muy rudo con ella. Es demasiado joven. —Miró a la señora Elund con una expresión de la que solo puedo decir que me alegro de no haber sido su destinatario. La señora Elund, muda de asombro, abrió los ojos de par en par. Creí que iba a decir algo, pero entonces la doctora siguió hablando—. He entendido lo que dijeron los niños cuando se marcharon, señora Elund. Creen que Zea puede estar embarazada y han mencionado al capitán de un barco y a dos hombres malos. ¿O se me ha pasado algo?

La señora Elund abrió la boca y entonces pareció perder las fuerzas, cerró los ojos, dijo:

—Ooooh… —y se sumió en lo que parecía una especie de trance y se envolvió en la capa de la doctora.

La doctora la ignoró y rebuscó un momento en su maletín antes de sacar una jarra de ungüento y una pequeña espátula de madera. Se puso los guantes de vejiga de rique que le había encargado al peletero de palacio y volvió a levantarle el vestido a la niña. Yo aparté de nuevo la mirada.

La doctora usó varios de sus preciados ungüentos y fluidos con la niña enferma y mientras lo hacía me fue diciendo qué efecto tenía cada uno de ellos, cómo aliviaba este los efectos de la fiebre sobre el cerebro, cómo combatía este otro la infección en su origen, cómo hacía aquel el mismo efecto desde el interior del cuerpo de la chica y cómo le daría fuerzas y actuaría como tónico general el último de ellos una vez que se recuperara. Me pidió que sacara la capa de debajo de la señora Elund y luego la tendiera en la ventana de la habitación contigua y esperara —con los brazos cada vez más entumecidos por el frío— a que estuviera saturada de agua, antes de volver a meterla y colocar sus pliegues oscuros y empapados sobre la niña, a la que ella le había quitado toda la ropa, con la única excepción de una mugrienta muda de ropa interior. La niña seguía temblando y tiritando, sin que su estado pareciera haber mejorado.

Cuando la señora Elund empezó a hacer los ruidos que indicaban que estaba volviendo en sí, la doctora le ordenó que buscara un fuego, una olla y un poco de agua limpia para hervirla. La mujer no pareció muy contenta con esto, pero se marchó sin refunfuñar demasiado.

—Está ardiendo —susurró la doctora para sí, con una de sus elegantes manos de largos dedos sobre la frente de la niña. En ese momento se me pasó por la imaginación, por vez primera, la idea de que tal vez muriera—. Oelph —continuó, mirándome con ojos de preocupación—. ¿Puedes ir a ver si encuentras a esos niños? Aprémialos. Necesita ese hielo.

—Sí, señora —dije con tono de cansancio antes de dirigirme hacia las escaleras, con su mezcolanza de imágenes, sonidos y olores. Hacía muy poco que ciertas partes de mi cuerpo habían terminado de secarse.

Salí a la estruendosa oscuridad de la tormenta. Xamis se había puesto ya y la pobre Seigen, escondida detrás de las nubes, no parecía más capacitada para atravesarlas que un candil de aceite. Las calles, azotadas por la lluvia, estaban desiertas y a oscuras, rebosantes de sombras profundas y ráfagas de viento aullante que amenazaban con derribarme sobre los inundados canales de desagüe que discurrían por el centro de las calles. Me puse en marcha bajo la mole oscura y amenazante de los edificios que se cernían sobre mí, en la dirección que suponía se encontraban los muelles, con la esperanza de ser capaz de encontrar luego el camino de regreso y reprendiéndome por no haber tomado como guía a alguna de las personas que había en la segunda habitación.