—Lo sé, Yet, no te preocupes. Pero, ¿entiendes la cuestión, DeWar? —dijo mientras se volvía de nuevo hacia él, alzando la voz lo bastante para dejar claro que se dirigía a todos los presentes y no solo al jefe de sus guardaespaldas—. Hemos podido —les dijo UrLeyn— adquirir un mayor control sobre nuestros propios asuntos porque no tenemos la amenaza de la interferencia imperial sobre nuestras cabezas. Las grandes fortalezas están desiertas, los reclutas han regresado a sus casas o han formado bandas de salteadores que no representan un peligro real, las flotas se han ido a pique en batallas navales o se han podrido, abandonadas. Algunas de las naves tenían capitanes que lograron mantener el control mediante el respeto, y no el miedo, y muchas de ellas forman parte ahora de las Compañías del Mar. Las más antiguas han creado una nueva potencia, ahora que los barcos del Imperio ya no las hostigan. Y con ese poder, tienen una nueva responsabilidad, una nueva posición en este mundo. Se han convertido en protectores en lugar de secuestradores y en guardias en lugar de piratas.
UrLeyn pasó la mirada por todos los miembros del grupo que, allí de pie, en la terraza de baldosas blancas y negras, parpadeaban bajo la ardiente mirada de Xamis y Seigen.
BiLeth asintió con un aire de sabiduría aún más marcado.
—Así es, señor. A menudo he…
—El Imperio era el padre —continuó UrLeyn—, y los reinos, así como, en menor medida, las Compañías del Mar, eran los hijos. Se nos dejaba jugar unos con otros la mayor parte del tiempo, hasta que hacíamos demasiado ruido o rompíamos algo, y entonces los adultos venían y nos castigaban. Ahora nuestros padres están muertos y sus degenerados parientes se disputan la herencia, pero ya es demasiado tarde y los niños son jóvenes, han dejado la guardería y se han hecho cargo de la casa. De hecho, caballeros, hemos dejado la cabaña del árbol para ocupar la finca entera y ahora no debemos tratar con excesiva falta de respeto a aquellos que jugaban con sus barquitos en el estanque. —Sonrió—. Lo menos que podemos hacer es tratar a sus embajadores como querríamos que fueran tratados los nuestros. —Dio a BiLeth una fuerte palmada en el hombro, que lo hizo tambalearse—. ¿No crees?
—Absolutamente, señor —dijo el aludido con una mirada desdeñosa dirigida a DeWar.
—Ahí lo tienes —dijo UrLeyn. Se volvió sobre sus talones—. Vamos. —Se alejó.
DeWar seguía a su lado, como un pedazo de negrura en movimiento sobre las baldosas. ZeSpiole tuvo que apretar el paso para alcanzarlos. BiLeth alargó sus zancadas.
—Posponed el encuentro, mi señor —dijo DeWar—. Que se celebre en circunstancias menos formales. Invitad al embajador a reunirse con vos… en los baños, por ejemplo, y luego…
—En los baños, DeWar —se mofó el general.
—¡Es ridículo! —dijo BiLeth.
ZeSpiole se limitó a soltar una risilla parecida a un graznido.
—He visto a ese embajador, señor —dijo DeWar al general mientras las puertas se abrían para ellos y entraban en el frescor del gran salón, donde los esperaba medio centenar de cortesanos, burócratas y militares, dispersos sobre su sencillo suelo de piedra—. No me inspira confianza, señor —dijo en voz baja al tiempo que lanzaba una mirada rápida en derredor—. De hecho, lo que me inspira es sospecha. Sobre todo porque ha solicitado una audiencia privada.
Se detuvieron junto a las puertas. El general señaló ron la cabeza una pequeña alcoba excavada en la pared, que tenía el espacio justo para que se sentaran ellos dos.
—Disculpadnos, BiLeth, comandante ZeSpiole. —Este último pareció incomodado por la orden, pero asintió. BiLeth se echó ligeramente hacia atrás, como si aquello fuera un auténtico ultraje, pero a continuación hizo una profunda reverencia. UrLeyn y DeWar tomaron asiento en la alcoba. El general levantó una mano para impedir que la gente que se les acercaba se aproximara demasiado. ZeSpiole abrió los brazos para mantener a todo el mundo a raya.
—¿Qué es lo que te resulta tan sospechoso, DeWar? —preguntó el general en voz baja.
—No se parece a ningún embajador que yo haya visto. No tiene aspecto de diplomático.
UrLeyn se rió entre dientes.
—¿Qué pasa, viste con botas y sombrero de pirata? ¿Tiene mejillones en los talones y mierda de gaviota en el sombrero? En serio, DeWar…
—Me refiero a su rostro, su expresión, sus ojos, su manera de comportarse en general… He visto centenares de embajadores, señor, y son tan diferentes como cabría esperar y más aún. Los hay zalameros, francos, fanfarrones, resignados, modestos, nerviosos, adustos… De todo tipo. Pero todos ellos parecen serios, señor, todos parecen compartir un interés común por su oficio y su función. Este… —DeWar sacudió la cabeza.
UrLeyn le puso una mano en el hombro.
—Este te da mala espina, ¿verdad?
—Confieso que no puedo decir otra cosa, señor.
UrLeyn se echó a reír.
—Como ya he dicho, DeWar, vivimos en un tiempo en el que los valores y los papeles de la gente están cambiando. Tú no esperas que me comporte como otros gobernantes anteriores, ¿verdad?
—No señor, en efecto.
—Pues del mismo modo no podemos esperar que todos los funcionarios de todas las nuevas potencias se correspondan a las expectativas creadas en tiempos del antiguo Imperio.
—Eso lo comprendo, señor. Espero estar teniéndolo en cuenta. Solo estoy hablando de un presentimiento. Pero es, si se me permite expresarlo así, un presentimiento profesional. Y es, al menos en parte, a causa de cosas como esta por lo que estoy a vuestro servicio. —DeWar escudriñó la expresión de su señor para ver si estaba convencido, si había conseguido transmitirle parte de la aprensión que sentía. Pero los ojos del Protector seguían titilando, más divertidos que preocupados—. Señor —dijo echándose hacia delante—, el otro día, alguien cuya opinión sé que valoráis, me dijo que no puedo ser otra cosa que un guardaespaldas, que todo lo que hago cuando estoy despierto, incluso cuando se supone que estoy relajado, está consagrado a la tarea de protegeros de la mejor manera posible. —Aspiró profundamente—. Lo que quiero decir es que si yo solo vivo para protegeros de todo peligro y no pienso en otra cosa, aun cuando podría hacerlo, tanto más debo prestar atención a mis presentimientos cuando estoy en el desempeño activo de mis funciones, como ahora.
UrLeyn lo observó un momento.
—Me pides que confíe en tu desconfianza —dijo en voz baja.
—El Protector lo ha expresado mejor de lo que yo habría podido hacerlo.
UrLeyn sonrió.
—¿Y por qué iba a quererme muerto cualquiera de las Compañías del Mar?
DeWar bajó aún más la voz.
—Porque estáis pensando en construir una armada, señor.
—¿Ah, sí? —preguntó UrLeyn con aparente sorpresa.
—¿No es así, señor?
—¿Qué te hace pensar eso?
—Que habéis regalado al pueblo algunos de los Bosques Reales para luego, recientemente, introducir la condición de que algunos de los árboles más viejos fueran talados.
—Son peligrosos.
—Están sanos, señor, y tienen la edad y la forma idónea para fabricar navíos. Luego está el Refugio del Marinero en Tyrsk, la escuela naval que está proyectándose y…
—Es suficiente. ¿Tan indiscreto he sido? Y, ¿tan numerosos y perspicaces son los espías de las Compañías del Mar?
—Y también habéis mantenido conversaciones con Haspidus y Xinkspar encaminadas, imagino, a sumar las riquezas de una y los conocimientos de la otra al proyecto de construcción de dicha armada.
Ahora UrLeyn puso cara de preocupación.
—¿Lo sabías? Tienes un oído muy agudo, DeWar.
—No he escuchado nada que no se deba a mi proximidad a vos, señor. Pero los que también han llegado hasta mí, sin yo buscarlos, son los rumores. El pueblo no es estúpido y los funcionarios tienen sus especialidades, señor, sus áreas de conocimiento. Cuando un antiguo almirante es convocado, cabe asumir que no es para discutir cómo criar mejores bestias de carga para cruzar las llanuras Jadeantes.