—Mmmm —dijo UrLeyn, con la mirada puesta en la gente que los rodeaba, pero sin verla. Asintió—. Puedes bajar las persianas del burdel, pero la gente sabe igual lo que estás haciendo.
—Exactamente, señor.
UrLeyn se dio una palmada en la rodilla y se dispuso a levantarse. DeWar se le adelantó.
—Muy bien, DeWar, para contentarte, la reunión se celebrará en la cámara pintada. Y será aún más privada de lo que nos han pedido, solo él y yo. Tú estarás escuchando. ¿Contento?
—Señor.
El capitán de flota Oestrile, embajador de la Compañía de Mar del Refugio de Kep, vestido con una versión elegante de un uniforme náutico, con botas de filibustero color azul, pantalones de piel de lucio gris y una guerrera de cuello alto de color aguamarina con hilo de oro —y coronado todo ello por un tricornio engalanado con plumas de ave del paraíso—, entró lentamente en la cámara pintada del palacio de Vorifyr.
El embajador recorrió con andares cautelosos la estrecha alfombra de hilo de oro que desembocaba en un pequeño escabel situado a un par de pasos del único mueble que, aparte de este, descansaba sobre el lustroso suelo de madera de la estancia, a saber, una pequeña plataforma con una simple silla encima, en la que estaba sentado el Primer Protector, Primer General y Gran Edil del Protectorado de Tassasen, general UrLeyn.
El diplomático se quitó el sombrero y ejecutó una pequeña reverencia ante el Protector, quien le indicó el escabel. El embajador contempló el bajo banquillo durante dos décimas de segundos y entonces se desabrochó un par de botones de la parte baja de la guerrera y, tras dejar su extravagante sombrero a un lado, tomó asiento cuidadosamente. No llevaba armas a la vista, ni siquiera una espada ceremonial, aunque alrededor de su cuello había una cinta que sujetaba un sólido cilindro de piel brillante, con una tapa abotonada en un extremo, acabada en una filigrana de oro con grabados. El embajador recorrió con la mirada las paredes de la cámara.
Estaban decoradas con una serie de paneles pintados que representaban las diferentes regiones del antiguo reino de Tassasen: un bosque rebosante de caza, un castillo siniestro y enorme, una bulliciosa plaza, un harén, una llanura aluvial recubierta por un rompecabezas de predios, y otras cosas por el estilo. Si los temas eran relativamente vulgares, la calidad de las pinturas lo era del todo. La gente que había oído hablar de la cámara pintada —que solo se abría en raras ocasiones y se usaba con menos frecuencia aún— y esperaba algo especial, resultaba invariablemente decepcionada. Las pinturas eran, según la opinión de casi todos, bastante feas y poco interesantes.
—Embajador Oestrile —dijo el Protector. Vestía como en él era costumbre, con la chaqueta larga y los pantalones que había puesto de moda. El antiguo collar real de Tassasen, ya sin su corona, era su única concesión a la formalidad.
—Sire —dijo el aludido.
UrLeyn creyó ver en el comportamiento del embajador algo de lo que DeWar había mencionado. Había una especie de brillo vacío en la mirada del joven. Una expresión que incluía unos ojos tan abiertos y una sonrisa tan amplia en un rostro tan joven y resplandecientemente suave no hubiera debido ser tan inquietante como acababa resultando. Era de constitución media y su cabello era negro y moreno, aunque lo llevaba teñido con polvos rojos, según una moda que UrLeyn no conocía. Llevaba un bigote demasiado fino para alguien tan joven. Joven. Puede que eso fuera parte de la explicación, pensó UrLeyn. Los embajadores solían ser más viejos y obesos. Bueno, no tenía mucho sentido que se dedicase a dar discursos sobre cambiar los tiempos y los papeles y luego se dejase sorprender.
—¿Qué tal el viaje? —le preguntó—. Confío en que nada emocionante.
—¿Nada emocionante? —dijo el joven, aparentemente confuso—. ¿Y eso?
—Quiero decir tranquilo —dijo el Protector—. ¿Habéis tenido un viaje tranquilo?
El joven pareció aliviado por un momento.
—Ah —dijo asintiendo con una gran sonrisa—. Sí. Tranquilo. Nuestro viaje fue tranquilo. Muy tranquilo. —Volvió a sonreír.
UrLeyn empezó a preguntarse si el joven estaría bien de la cabeza. Puede que lo hubieran nombrado embajador porque era el hijo favorito de algún viejo chocho, que no se daba cuenta de que su hijo no estaba en sus cabales. Además, tampoco hablaba el imperial demasiado bien, pero UrLeyn estaba acostumbrado a escuchar extraños acentos en boca de los ciudadanos de las potencias náuticas.
—Bueno, embajador —dijo abriendo las manos a ambos lados—. Habéis solicitado una audiencia.
Los ojos del joven se abrieron aún más.
—Sí. Una audiencia. —Lentamente, se quitó la cinta del cuello y miró el cilindro de piel brillante que tenía en el regazo—. Antes que nada, señor —dijo—, tengo un regalo para vos. Del capitán de flota Vritten. —Levantó una mirada expectante hacia UrLeyn.
—Confieso que no he oído hablar del capitán de flota Vritten, pero continuad.
El joven se aclaró la garganta. Se limpió el sudor de la frente. Puede, pensó UrLeyn, que tenga fiebre. Hace un poco de calor aquí, pero no tanto como para hacer sudar a un hombre de esa manera. Las Compañías del Mar pasan gran parte del año en los trópicos, así que es imposible que no esté acostumbrado al calor, con brisas marinas o sin ellas.
El capitán abrió los botones que el cilindro tenía en un extremo y sacó un segundo cilindro, envuelto también en una piel cubierta con inscripciones de oro, aunque en este caso con los extremos hechos de algo que parecía oro, o bronce, y uno de ellos acabado en una serie de anillos metálicos.
—Lo que tengo aquí, señor —dijo el embajador con la mirada clavada en el cilindro, que ahora sujetaba con ambas manos—: es una máquina de visión. Un optiscopio, o telescopio, como también se conoce a estos artefactos.
—Sí —dijo UrLeyn—. He oído hablar de esas cosas. Naharajast, el último matemático imperial, aseguraba haber utilizado uno dirigido al cielo para realizar sus predicciones sobre las rocas de fuego que aparecieron el año de la caída del Emperador. El año pasado, un inventor, o alguien que aseguraba serlo, vino a palacio y nos mostró uno. Yo mismo eché un vistazo con él. Me pareció interesante. La vista estaba un poco empañada, pero no se puede negar que resultaba algo nuevo.
El joven embajador no pareció oírlo.
—El telescopio es un aparato fascinante… sumamente fascinante, señor, y este es uno de los mejores ejemplos. —Empezó a extender el aparato hasta que, con varios chasquidos, multiplicó por tres su longitud inicial, hecho lo cual se lo llevó a un ojo y miró a UrLeyn, y luego a los paneles pintados de la estancia. UrLeyn tuvo la impresión de que estaba escuchando un discurso memorizado—. Mmmm —dijo el joven embajador con un asentimiento de la cabeza—. Extraordinario. ¿No queréis probarlo, señor? —Se puso en pie y le ofreció el aparato al Protector, quien, con un gesto, le indicó que se acercara. Con el estuche cilíndrico del instrumento en la otra mano, el capitán se adelantó y ofreció el extremo del catalejo en el que estaba el visor a UrLeyn, quien se inclinó hacia delante en su asiento y lo cogió. El embajador soltó el extremo grueso del aparato. Este empezó a caer al suelo.
—Cuánto pesa, ¿no? —dijo UrLeyn mientras extendía rápidamente la otra mano para salvar el artefacto. Casi tuvo que levantarse de un salto para mantener el equilibrio y cayó sobre una rodilla, inclinado sobre el joven capitán, que retrocedió un paso.