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De improviso, en las manos del embajador Oestrile apareció un largo y fino puñal, que se levantó y empezó a descender. UrLeyn lo vio al mismo tiempo que su rodilla tocaba la plataforma y finalmente lograba coger el catalejo. Con las manos ocupadas, aún desequilibrado y arrodillado debajo del otro hombre, el rey supo al instante que no había nada que pudiera hacer para parar el golpe.

El proyectil de la ballesta alcanzó al embajador Oestrile en la cabeza un instante después de rebotar en el cuello alto de su guerrera. La punta se alojó en el cráneo, por encima justo de la oreja izquierda, aunque la mayor parte del astil quedó fuera. Si cualquiera de los dos hombres hubiera tenido el tiempo y el deseo de mirar, habría visto que acababa de aparecer un pequeño agujero en el cuadro de la bulliciosa plaza de la ciudad. Oestrile, con el puñal aún en la mano, retrocedió tambaleándose y trastabillando sobre el suelo de madera pulida. UrLeyn se dejó caer sobre la silla y agarró con las dos manos el extremo estrecho del catalejo. Lo balanceó hacia atrás con la intención de utilizarlo como garrote.

El embajador profirió un atronador rugido de dolor y rabia, se llevó una mano al virote de la ballesta, lo agarró sacudiendo la cabeza y entonces, de repente, volvió a abalanzarse sobre UrLeyn con el puñal en alto.

Con un crujido resonante, DeWar atravesó el fino panel de yeso que representaba la plaza de la ciudad. Una bocanada de polvo rodó sobre el brillante suelo y los fragmentos de yeso volaron en todas direcciones, mientras el guardaespaldas, con la espada preparada, lanzaba una estocada contra el abdomen del embajador. La hoja se partió. La inercia de DeWar lo proyectó de costado contra Oestrile. Sin dejar de gritar y sin soltar la daga, este cayó al suelo con un ruido sordo. DeWar arrojó la espada rota al suelo, rodó hacia un lado y desenvainó su propio puñal.

UrLeyn había soltado el pesado telescopio y se había levantado. Sacó un pequeño cuchillo de la chaqueta y buscó refugio detrás de la alta silla. Oestrile, con el virote aún alojado en el cráneo, se puso en pie. Sus botas trataron de encontrar asidero en el resbaladizo suelo de madera mientras avanzaba hacia el Protector. DeWar, que iba descalzo, lo alcanzó antes de que hubiera dado medio paso, se colocó detrás de él, le tapó la cara con una mano y, con un dedo metido en su nariz y otro en un ojo, tiró de su cabeza hacia atrás. El embajador Oestrile lanzó un grito al sentir que la daga de DeWar le rebanaba la desprotegida garganta. El chorreo y el burbujeo de la sangre ahogaron su aullido.

El embajador cayó de rodillas, soltó finalmente la daga y, sangrando por el cuello, se desplomó de costado sobre el brillante suelo.

—¿Señor? —preguntó DeWar, sin aliento y con la mirada aún prendida del cuerpo que se retorcía en el suelo. Desde el otro lado de las puertas de la sala llegaban los ecos de un auténtico escándalo. Empezaron a sonar unos golpes sordos.

—¡Señor! ¡Protector! ¡General! —exclamaba una docena de voces.

—¡Estoy bien! ¡Dejad de aporrear la condenada puerta! —gritó UrLeyn. La conmoción se acalló un poco. El general dirigió la mirada hacia el lugar donde había estado el fresco de la abarrotada plaza del mercado. En la pequeña alcoba que había aparecido tras ella había un recio soporte de madera que sujetaba una ballesta. UrLeyn miró a DeWar y envainó la daga en el bolsillo de la chaqueta—. Estoy bien, gracias a ti, DeWar. ¿Y tú?

—También estoy ileso, señor. Siento haber tenido que matarlo. —Bajó la mirada hacia el cuerpo, que emitió un último y burbujeante siseo y entonces pareció hundirse un poco sobre sí mismo. El charco de sangre del suelo era hondo y oscuro y aún seguía expandiéndose lentamente. DeWar se arrodilló y, con la daga apoyada en lo que quedaba del cuello del hombre, le buscó el pulso.

—No importa —dijo el Protector—. Qué resistencia la suya, ¿no? —Lanzó una risilla casi femenina.

—Creo que parte de su fuerza y su valentía se debían a una poción o a alguna droga, señor.

—Mmm —dijo UrLeyn antes de lanzar una mirada a la puerta—. ¡Cerrad el pico! —gritó—. ¡Estoy perfectamente, pero este pedazo de mierda ha tratado de asesinarme! ¿Y la guardia de palacio?

—¡Sí, señor! ¡Cinco presentes! —gritó una voz amortiguada.

—Id a buscar al comandante ZeSpiole. Decidle que busque al resto de la legación y la arreste. Alejad a todo el mundo de las puertas y luego entrad. No se permitirá entrar aquí a nadie que no pertenezca a la guardia hasta que yo lo diga. ¿Entendido?

—¡Señor! —La conmoción se intensificó un momento y luego volvió a remitir, hasta que la sala de las pinturas quedó casi en silencio.

DeWar le había desabrochado la guerrera al asesino.

—Una cota de malla —dijo mientras pasaba un dedo por el forro de la prenda. Le dio unos golpecitos en el cuello—. Y metal. —Agarró el astil del virote, tiró de él, se puso en pie, apoyó un pie descalzo en la cabeza del embajador Oestrile y finalmente logró sacar el proyectil con un delicado crujido—. No me extraña que lo desviara.

UrLeyn se acercó al borde de la plataforma.

—¿De dónde ha salido el puñal? No lo he visto.

DeWar caminó hasta la alta silla dejando pisadas sangrientas. Levantó primero el catalejo y luego el cilindro de piel en el que había venido. Examinó el estuche.

—Hay una especie de resorte en el fondo. —Inspeccionó el telescopio—. El lado ancho no tiene cristal. La daga debía de estar alojada en el artefacto cuando estaba guardado en el estuche.

—¿Señor? —dijo una voz desde la puerta.

—¿Qué pasa? —gritó UrLeyn.

—Sargento de la guardia HieLiris y otros tres soldados, señor.

—Entrad —les ordenó UrLeyn. Los guardias obedecieron y miraron cautelosamente a su alrededor. Todos parecieron sorprendidos al ver el agujero en el lugar donde había estado el fresco de la ciudad—. No habéis visto eso —les dijo el Protector. Todos asintieron. DeWar estaba limpiando la daga en un trozo de tela. UrLeyn avanzó un paso y propinó un puntapié en el hombro al cuerpo, que dio media vuelta y quedó de espaldas.

—Llevaos esto —ordenó a los guardias. Dos de ellos envainaron la espada y agarraron el cuerpo por ambos lados.

—Mejor cogedlo uno de cada pierna —les dijo DeWar—. Esa guerrera pesa lo suyo.

—Encárgate de que se limpie todo, DeWar —le dijo UrLeyn.

—Debería estar a vuestro lado, señor. Si ha sido una intentona en serio, podría haber dos asesinos, por si nos relajábamos al pensar que el primer ataque había fracasado.

UrLeyn se irguió y aspiró hondo.

—No te preocupes por mí. Me voy a la cama —dijo.

DeWar frunció el ceño.

—¿Seguro que estáis bien, señor?

—Oh, estoy perfectamente, DeWar —dijo el Protector mientras se alejaba siguiendo el reguero de sangre que estaban dejando los guardias al arrastrar el cuerpo hacia las puertas—. Me voy a la cama, pero en compañía de alguien que tenga un cuerpo muy joven, mullido y firme. —Lanzó una sonrisa a DeWar desde las puertas—. La proximidad de la muerte tiene ese efecto sobre mí. —Se echó a reír al mirar el reguero de sangre que terminaba en el charco junto a la plataforma—. Tendría que haber sido enterrador.

5

La doctora

Amo, habíamos llegado ya a esa época del año en la que la corte entera sucumbe al más excitado y febril de los estados al prepararse para la Gran Rondalla y el traslado al palacio de verano. La doctora estaba tan atareada con los preparativos como todos los demás, aunque, claro está, puede que en su caso cupiera esperar una excitación añadida, habida cuenta de que se trataba de su primera Gran Rondalla. Yo hice todo lo que pude por ayudarla, aunque una ligera fiebre que me tuvo en cama durante varios días inhibió parcialmente mis esfuerzos.