Mi amo sabedor numerosos informes anteriores que creo que la doctora está recopilando sus experiencias aquí en Haspide para el pueblo de su tierra natal, Drezen.
Es evidente que la doctora quiere mantener sus escritos en secreto. Sin embargo, en ocasiones olvida que me encuentro en la habitación, normalmente cuando me ha encargado que busque una referencia en alguno de los volúmenes de su biblioteca voluminosa y extravagante y yo llevo algún tiempo haciéndolo en silencio. Por lo poco que he podido vislumbrar de lo escrito en estas ocasiones, he llegado a la conclusión de que cuando escribe en su diario, no siempre emplea el haspidiano o el imperial —aunque hay pasajes en ambas lenguas—, sino a veces un alfabeto que nunca he visto.
Creo que mi amo está tomando medidas para comprobar, con la ayuda de otros nativos de Drezen, si la doctora escribe en drezenés, y con este fin, siempre que puedo, trato de consignar en la memoria cuanto me es posible de lo escrito en su diario. Sin embargo, en esta ocasión no pude echar ni un vistazo a los pasajes en los que, a buen seguro, había estado trabajando.
Impulsado por el afán de servir lo mejor posible a mi amo en este asunto, me permito respetuosamente volver a señalar que una sustracción temporal del diario permitiría a un cerrajero habilidoso abrir el libro sin dañarlo, con lo que podría hacerse una copia de sus escritos y resolver finalmente el interrogante. Esto podría llevarse a cabo cuando la doctora estuviera en cualquier otra parte del palacio o, mejor aún, de visita en la ciudad, o incluso mientras estuviese tomando uno de sus frecuentes baños, que suelen ser prolongados. (Fue durante uno de esos baños cuando le conseguí a mi amo uno de los escalpelos del maletín de doctora, que le fue debidamente entregado. Añado que tuve el cuidado de hacerlo justo después de una visita al hospicio de los pobres, para que las sospechas recayeran sobre ellos). No obstante, y como es lógico, me inclino ante el juicio superior de mi amo en este asunto.
La doctora me miró con el ceño fruncido.
—Estás temblando —me dijo. Y claro que lo estaba, porque la repentina aparición del ayudante del torturador había resultado indudablemente inquietante. La doctora dirigió la mirada a la puerta del quirófano, a mi espalda, que había dejado abierta para que Unoure pudiera oír nuestras voces y se sintiera menos predispuesto a cometer cualquier maldad que estuviera maquinando—. ¿Quién es? —preguntó.
—¿Quién es qué? —pregunté mientras observaba cómo cerraba la tapa del tintero.
—He oído toser a alguien.
—Oh, es Unoure, el ayudante del interrogador, señora. Ha venido a buscaros.
—¿Para ir adonde?
—A la cámara oculta. Maese Nolieti ha enviado a buscaros.
Me miró sin decir nada durante un segundo.
—El torturador jefe —dijo con voz templada, y asintió—. ¿Estoy metida en algún lío, Oelph? —preguntó mientras apoyaba un brazo en la gruesa tapa de cuero de su diario, como si quisiera protegerlo o buscara protección en él.
—Oh, no —le dije—. Tenéis que llevar vuestro maletín. Y medicinas. —Me volví para mirar la puerta del quirófano, recortada a la luz del salón. Llegó el sonido de una tos desde allí, una tos que sonaba como a esas que se utilizan para recordar a los demás que uno está esperando con impaciencia—. Creo que es urgente —susurré.
—Mmmm. ¿Crees que el torturador jefe Nolieti tiene un catarro? —preguntó la doctora mientras se levantaba y empezaba a ponerse la chaqueta larga, que había estado colgada del respaldo del asiento.
La ayudé con la negra prenda.
—No, señora. Creo que lo más probable es que alguno de los reos a los que están interrogando no se encuentre… hum, del todo bien.
—Ya veo —dijo ella. Metió los pies en las botas y se enderezó. Su prestancia física volvió a sorprenderme, como me ocurre en tan numerosas ocasiones. Es alta para ser mujer, aunque no excepcionalmente, y aunque para ser mujer posee unos hombros anchos, he visto pescadoras y mariscadoras de aspecto más recio. Creo que es su porte, su forma de comportarse.
He tenido la suerte de vislumbrar tentadoras visiones de su persona —tras uno de sus numerosos baños—, ataviada con la ropa interior, con la luz tras de sí, al salir envuelta en una nube de aire fragante e inundado de talco y pasar de un cuarto a otro, con los brazos alzados para enrollarse una toalla alrededor del largo y húmedo cabello rojizo, y la he observado en las grandes ocasiones de la corte, ataviada con vestidos formales y bailando con la ligereza y la delicadeza —y con la expresión de pura modestia— de la mejor y más educada de las doncellas, y confieso libremente que me he sentido tan atraído en sentido físico hacia ella como cualquier hombre (joven o no) se vería hacia una mujer de aspecto tan saludable y grato a la vista. Pero al mismo tiempo hay algo en su comportamiento que yo —así como, sospecho, muchos otros varones— encuentro desalentador, e incluso un poco amenazante. Cierta franqueza inmodesta en su forma de proceder es la causa de esto, me temo, junto a la sospecha de que, yunque su aceptación de los hechos que dictan la aceptada y patente preeminencia de los varones es en la superficie irreprochable, se ve acompañada por una especie de injustificado humor que inspira en los varones la inquietante sensación de que se está divirtiendo a su costa.
La doctora se inclinó sobre la mesa y abrió las cortinas y los batientes para dejar que entraran los rayos de Seigen. A la tenue luz que se colaba por las ventanas reparé en el pequeño plato con bizcochos y galletas que había al borde de la mesa de mi señora, al otro lado del diario. Su vieja y desafilada daga descansaba también en el plato, con los romos bordes manchados de grasa.
La recogió, pasó la lengua por la hoja y entonces, tras lanzarle un último y sonoro beso mientras terminaba de limpiarla con la manga, se la guardó en la bota derecha.
—Vamos —dijo—. No hagamos esperar al torturador jefe.
—¿Es realmente necesario? —preguntó la doctora mientras miraba la venda que había en las mugrientas manos del ayudante del torturador Unoure. Este llevaba un largo delantal de carnicero, hecho de piel y manchado de sangre, por encima de una camisa inmunda y unos pantalones holgados y de aspecto grasiento. La venda negra había salido del interior de un largo bolsillo del delantal.
Unoure sonrió, y al hacerlo exhibió una miscelánea de dientes cariados y descoloridos, alternados con huecos que hubiesen debido ocupar otros dientes. La doctora se encogió. Tiene la dentadura tan recta y bien cuidada que la primera vez que la vi asumí de manera natural que eran una pieza postiza de factura especialmente soberbia.
—Son las normas —dijo Unoure con la mirada clavada en el pecho de la doctora. Ella se cerró el cuello de la chaqueta por encima de la camisa—. Sois una extranjera —le dijo.
La doctora suspiró y me miró de soslayo.
—Una extranjera —dije a Unoure con vehemencia— en cuyas manos se deposita la vida del rey casi a diario.
—Eso da igual —dijo el otro mientras se encogía de hombros. Sorbió por la nariz, y se disponía a limpiársela con la venda cuando, al ver la expresión de la doctora, cambió de idea y lo hizo con la manga de su camisa—. Son las órdenes. Tenemos que darnos prisa —dijo mirando la puerta.