La doctora se volvió y, mientras la puerta se cerraba, dijo:
—El criado…
—Será castigado —dijo la mujer con una sonrisa gélida.
La puerta se cerró. La doctora aspiró hondo y, acto seguido, se volvió hacia la escena iluminada por las velas que ocupaba el centro de la sala.
—¿Sois vos la doctora? —preguntó la señora mientras se aproximaba a nosotros.
—Me llamo Vosill —dijo la doctora—. ¿Lady Tunch?
La mujer asintió.
—¿Podéis ayudar a mi marido?
—No lo sé, señora. —La doctora recorrió con la mirada los espacios de la habitación que cubrían las sombras, como si estuviera tratando de calcular sus dimensiones—. Me sería de gran ayuda poder verlo. ¿Hay alguna razón para que las cortinas estén echadas?
—Oh. Me dijeron que la oscuridad reduciría las hinchazones.
—Vamos a echar un vistazo, ¿os parece? —dijo la doctora. Nos acercamos a la cama. Caminar sobre aquel suelo mullido era una experiencia extraña y desconcertante, algo así como andar por la cubierta de un barco zarandeado por el oleaje.
El tratante de esclavos Tunch, según se decía, siempre había sido un hombre enorme. Ahora era aún más grande. Yacía sobre la cama, con la respiración entrecortada y acelerada, y la piel teñida de gris e hinchada. Tenía los ojos cerrados.
—Pasa dormido casi todo el tiempo —nos dijo la señora. Era una criatura delgada y menuda, poco más grande que una niña, con un rostro fino y pálido y unas manos que parecían estar siempre frotándose. Uno de los dos criados estaba limpiándole la frente a su marido. El otro se encontraba al pie de la cama, cambiando las sábanas.
—Acababa de manchar la cama —nos explicó la señora.
—¿Habéis guardado los excrementos? —preguntó la doctora.
—¡No! —respondió la señora, escandalizada—. ¿Para qué? La casa tiene baño propio.
La doctora ocupó el lugar del criado que estaba secándole la frente al enfermo. Examinó los ojos y el interior de la boca, y luego apartó las sábanas de la inmensa mole del cuerpo antes de levantarle la camisa. Creo que las únicas personas más obesas que he visto en toda mi vida eran eunucos. El tratante Tunch no es que estuviese gordo (¡y Dios sabe que no hay nada malo en estar gordo!), es que estaba hinchado. De una manera muy extraña. Me di cuenta de ello antes de que la doctora lo mencionara.
Se volvió hacia la señora.
—Necesito más luz —le dijo—. ¿Podéis abrir las ventanas?
La señora titubeó un momento y luego hizo una seña con la cabeza a los criados.
La luz inundó la gran sala. Era aún más espléndida de lo que yo había imaginado. Todo el mobiliario estaba cubierto de pan de oro. Unas telas doradas colgaban de la gran estructura de la cama, recogidas en forma de esfínter en el centro del techo, y lo mismo podía decirse de las cortinas. Todas las paredes estaban cubiertas de pinturas y espejos y había esculturas —con forma de ninfas en su mayor parte, entre algunas representaciones de la antigua diosa de la lascivia— en el suelo o sobre las mesas, escritorios o aparadores, que contenían además una auténtica profusión de lo que parecían cráneos humanos cubiertos de pan de oro. Las alfombras eran de un color suave y lustroso, entre negro y azul, y estaban hechas, creo, de piel de zuleones del lejano sur. Eran tan gruesas que no me extraña que caminar sobre ellas resultara extraño.
El tratante de esclavos Tunch no tenía mejor aspecto a la luz del día del que había tenido bajo las velas. Su carne estaba hinchada y descolorida por todas partes y su cuerpo había adoptado una forma que resultaba extraña incluso en alguien tan enorme. Emitió un gemido y una de sus rollizas manos se levantó revoloteando como un ave perezosa. Su esposa la cogió y se la llevó a la mejilla con un gemido. Había una torpeza en su manera de usar las dos manos que en aquel momento me desconcertó.
La doctora presionó y palpó el gigantesco cuerpo por varios sitios. El hombre gimió y se quejó, pero no articuló palabra inteligible alguna.
—¿Cuándo empezó a ponerse así? —preguntó ella.
—Hace cosa de un año, creo —dijo la señora. La doctora la miró con sorpresa. La otra puso cara de azoramiento—. Solo llevamos casados medio año —continuó. La doctora estaba observándola de manera extraña, pero entonces sonrió.
—¿Sufrió muchos dolores al principio?
—El ama de llaves me ha dicho que, según su última esposa, los dolores empezaron alrededor de la temporada de la cosecha, y luego su… —Se dio unas palmaditas en la cintura—. Su vientre empezó a hincharse.
La doctora siguió palpando el gran cuerpo.
—¿Se le agrió el humor?
La señora esbozó una pequeña y titubeante sonrisa.
—Oh, yo diría que siempre… No soportaba las tonterías. —Hizo ademán de rodearse con los brazos, pero entonces, antes de que pudiera cruzar los brazos, se encogió de dolor y empezó a frotarse el antebrazo izquierdo con la mano derecha.
—¿Os duele el brazo? —preguntó la doctora.
La señora retrocedió, con los ojos abiertos de par en par.
—¡No! —exclamó sin soltarse el brazo—. No. No le pasa nada. Está perfectamente.
La doctora volvió a bajarle el pijama al enfermo y lo tapó con las sábanas.
—Bueno, no puedo hacer nada por él. Lo mejor es dejarlo dormir.
—¿Dormir? —gimió la señora—. ¿Todo el día, como un animal?
—Lo siento —dijo la doctora—. Tendría que haber dicho que lo mejor es dejarlo inconsciente.
—¿No podéis hacer nada por él?
—La verdad es que no —respondió la doctora—. La enfermedad está tan avanzada que ya casi ni siente dolor. Es poco probable que recobre la consciencia. Puedo prescribiros algo para darle en caso de que lo haga, pero me imagino que su hermano ya se habrá encargado de eso.
La señora asintió. Estaba mirando fijamente la enorme figura de su marido, con los nudillos en la boca.
—¡Va a morir!
—Casi con toda probabilidad, sí. Lo siento.
La señora sacudió la cabeza. Al cabo de unos instantes, logró arrancar la mirada de la cama.
—¿Debería haberos llamado antes? ¿De haberlo hecho, podría…?
—No habría supuesto diferencia —le dijo la doctora—. Ningún médico podría haber hecho nada por él. Hay enfermedades que no son tratables. —Bajó la mirada, con expresión fría, me pareció a mí, hacia el cuerpo del paciente que respiraba entrecortadamente en la enorme cama—. Por fortuna, algunas de ellas no son contagiosas. —Levantó la mirada hacia la señora—. No debéis temer por eso. —Y mientras lo decía, pasó la mirada por los dos criados.
—¿Cuánto os debo? —preguntó la esposa.
—Lo que os parezca apropiado —dijo la doctora—. No he podido hacer nada. Puede que creáis que no me debéis nada.
—No. Nada de eso. Por favor. —Se acercó a un aparador que había cerca de la cama y sacó una bolsa pequeña, de aspecto sencillo. Se la entregó a la doctora.
—Deberíais hacer que os miraran ese brazo —dijo la doctora en voz baja mientras estudiaba el rostro y la boca de la mujer con más detenimiento—. Podría significar…