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—Oh… Prodigia, claro. Pues como digo, a veces los ciudadanos de Prodigia descubrían grupos de gente que vivía como los vagabundos, o sea, como los pobres o los santos de su país, solo que sin haberlo decidido. Esta gente vivía así porque no les quedaba más remedio. No tenían las ventajas a las que estaba acostumbrada la gente de Prodigia. De hecho, al cabo de poco tiempo, estas gentes se convirtieron en el mayor problema que tenía el pueblo de Prodigia.

—¿Cómo? ¿Acaso no había guerras, hambrunas, pestes, impuestos…? —preguntó Perrund.

—No. Y las tres últimas eran prácticamente imposibles.

—Me parece que mi credulidad está poniéndose a prueba —musitó la concubina.

—Entonces, ¿en Prodigia todo el mundo era feliz? —preguntó Huesse.

—Tan feliz como se puede ser —dijo DeWar—. Aunque, a pesar de todo, la gente conseguía sentirse infeliz, como siempre.

Perrund asintió.

—Ahora empieza a sonar plausible.

—En este país vivían dos amigos, un chico y una chica, que eran primos y se habían criado juntos. Ellos creían que eran adultos, pero en realidad seguían siendo unos niños. Eran los mejores amigos del mundo, solo que estaban en desacuerdo en muchas cosas. Una de ellas era lo que debía hacer Prodigia cuando se encontraba con una de esas tribus de gente pobre. ¿Era preferibles dejarlos solos o tratar de ayudarlos para que mejorasen sus vidas? Y aunque decidieras que lo justo era tratar de ayudarlos, ¿cómo lo hacías? ¿Les decías «Venid, uníos a nosotros y sed como nosotros»? ¿Les decías «Abandonad vuestras costumbres, los dioses a los que adoráis, vuestras más sagradas creencias y las tradiciones que os convierten en lo que sois»? ¿O «Hemos decidido que os quedéis más o menos como estáis. Os trataremos como si fuerais niños y os daremos juguetes que os ayudarán a llevar una vida mejor»? Porque, ¿quién decidía lo que era mejor?

Lattens estaba removiéndose en el asiento, mientras Perrund trataba de conseguir que se estuviera quieto.

—¿De verdad no había guerras? —preguntó el muchacho.

—Sí —dijo Perrund con una mirada preocupada a DeWar—. Puede que sea un cuento un poco abstracto para un niño de la edad de Lattens.

DeWar esbozó una sonrisa triste.

—Bueno, había algunas guerras muy poco importantes en sitios lejanos, pero, para resumir, los dos amigos decidieron que pondrían a prueba sus argumentos. Tenían otra amiga, una señora que… los quería mucho a los dos y era muy lista y muy guapa y que tenía un regalo preparado para a uno de ellos. —DeWar miró a Perrund y a Huesse.

—¿A uno de los dos? —preguntó Perrund con una sonrisilla. Huesse miró al suelo.

—Era una dama de mente abierta —dijo DeWar antes de aclararse la garganta—. Así pues, los dos amigos decidieron que presentarían sus argumentos ante ella y el que perdiera tendría marcharse y dejar que el favor fuera para el otro.

—¿Y la tercera amiga sabía el acuerdo al que habían llegado ellos dos? —inquirió Perrund.

—¡Nombres! ¿Cuáles eran sus nombres? —exigió Lattens.

—Sí, ¿cómo se llamaban? —preguntó Huesse.

—La niña, Sechroom y el niño, Hiliti. Su preciosa amiga se llamaba Leleeril. —DeWar miró a Perrund—. Y no, no sabía nada sobre su acuerdo.

—Puf —dijo Perrund lentamente.

—Así que los tres se reunieron en un pabellón de caza, en lo alto de unas montañas muy altas…

—¿Tan altas como las llanuras Jadeantes? —preguntó Lattens.

—No tanto, pero sí más empinadas, con las cimas puntiagudas. Entonces…

—¿Y qué creía cada uno de ellos? —preguntó Perrund.

—¿Mmmm? Oh, Sechroom creía que siempre había que interferir, o tratar de ayudar a la gente, mientras que Hiliti pensaba que era mejor dejar a la gente como estaba —dijo DeWar—. En cualquier caso, comieron y bebieron muy bien, se rieron, se contaron historias y chistes y los dos amigos, Sechroom y Hiliti, le explicaron sus ideas a Leleeril y le pidieron que decidiera cuál de ellos tenía razón. Ella trató de explicarles que los dos la tenían, cada uno a su manera, y que a veces uno tenía razón y el otro estaba equivocado, mientras que otras veces era al contrario…, pero al final le dijeron que tenía que elegir a uno de los dos, y ella escogió a Hiliti, y la pobre Sechroom tuvo que marcharse del pabellón de caza.

—¿Cuál era el regalo de Leeril para Hiliti? —preguntó Lattens.

—Algo maravilloso —dijo DeWar y, como si fuera un mago, se sacó una fruta glaseada del bolsillo. Se la ofreció al maravillado muchacho, que la mordió con deleite.

—¿Y qué pasó? —preguntó Huesse.

—Leleeril descubrió que sus favores habían sido objeto de una apuesta y se sintió dolida. Se marchó por un tiempo…

—¿Tuvo que hacerlo? —preguntó Perrund—. Ya sabes que a veces, en las sociedades civilizadas, las chicas tienen que ausentarse mientras la naturaleza sigue su curso…

—No, solo quería estar en otro sitio, lejos de toda la gente a la que conocía…

—¿Cómo, sin sus parientes? —preguntó Huesse con escepticismo.

—Sin nadie. Entonces, Sechroom y Hiliti se dieron cuenta de que tal vez Leleeril hubiera sentido por uno de ellos más de lo que habían imaginado y que lo que habían hecho fuese algo malo.

—Ahora hay tres emperadores —dijo Lattens de repente mientras se comía la fruta azucarada—. Me sé sus nombres. —Perrund lo hizo callar.

—Leleeril regresó más adelante —siguió contando DeWar—, pero mientras estuvo fuera hizo nuevos amigos, y cambió, así que volvió a marcharse, esta vez para siempre. Por lo que sabemos, vivió feliz para siempre. Sechroom se convirtió en soldado misionera del ejército de Prodigia y participó en algunas de aquellas guerras lejanas y poco importantes.

—¿Una mujer soldado? —preguntó Huesse.

—Algo así —dijo DeWar—. Aunque puede que tuviera más de misionera, o incluso de espía, que de soldado.

Perrund se encogió de hombros.

—Según se dice, todas las balnimes de Quarreck son mujeres guerreras.

DeWar se recostó en su asiento, sonriente.

—Oh —dijo Huesse con cara de decepción—. ¿Y ya está? —preguntó.

—Por ahora sí. —DeWar se encogió de hombros.

—¿Quieres decir que hay más? —dijo Perrund—. Será mejor que nos lo cuentes. El suspense podría matarnos.

—Puede que os cuente más en otra ocasión.

—¿Y qué pasó con Hiliti? —preguntó Huesse—. ¿Qué fue de él después de que se marchara su prima?

DeWar se limitó a sonreír.

—Muy bien —dijo Perrund con tono malicioso—. Tú hazte el misterioso.

—¿Dónde está Prodigia? —preguntó Lattens—. Yo sé geografía.

—Muy lejos —le dijo DeWar.

—¿Al otro lado del mar?

—Al otro lado del mar.

—¿Más lejos que Tyrsk?

—Mucho más.

—¿Más que las islas Arrojadas?

—Oh, mucho más lejos que eso.

—¿Más que… Drizen?

—Aún más lejos que Drezen. En el país de la fantasía.

—¿Y las montañas están hechas de azúcar? —preguntó el niño.

—Todas ellas. Y los lagos son de zumo. Y la caza crece en los árboles, ya cocinada. Y hay otros árboles que dan casitas ya construidas. Y catapultas y arcos y flechas, en lugar de frutos.

—Y supongo que los ríos son de vino en lugar de agua —dijo Huesse.

—Sí, y las casas y los edificios y los puentes están hechos de oro y diamantes y cosas preciosas.

—Tengo un cachorro de eltar —le dijo Lattens—. Se llama Wintle. ¿Quieres verlo?

—Desde luego.

—Está en el jardín, en una jaula. Voy a buscarlo. Vamos, ven —le dijo a Huesse y tiró de ella para que obligarla a ponerse de pie.